En la planta baja de la casa de mis abuelos había un pequeño local donde se vendía ropa para niños de buena familia, prendas de marca y buena hechura para las criaturitas de familias de bien, que no tenía nada que ver con la que se vendía en alguna de las mercerías de los alrededores. La tienda era muy pequeña, apenas seis metros por diez a la que se accedía por la puerta situada entre dos pequeños escaparates en los que se exponían las prendas más hermosas como reclamo. Ropa de cristianar, mantones de bebé, vestidos bordados con nido de abeja y vestidos de primera comunión. En el interior dos pequeños mostradores en forma de " ele " y al fondo, tras una cortinilla, se entraba a una especie de tugurio lleno de cajas, donde no cabía más que una persona encorvada y el retrete al fondo. Y reinando en medio de este espacio estaban las " tres magnolias " que se movían sin parar y sin chocar entre ellas en lugar tan reducido, más aún cuando se añadían las clientas y sus retoños.
Ese local se lo había alquilado en tiempos inmemoriales una señora a mi abuela y ella fue la iniciadora del negocio que llevaba con ayuda de una chica muy pizpireta que, a la muerte de ella, se hizo cargo del negocio y que lo tomó como si fuese ya propiedad suya.
Esta primera " magnolia " a la que llamaremos Carmen era, en la época en la que conocí, una mujer cuarentona ajamonada, con una fosca melena muy negra, un cuerpo lleno de curvas y unos labios pintados de un rojo intenso, una sonrisa siempre fija entre pícara e inocente que le hacía parecer la protagonista de una película neorrealista italiana. Era la jefa del negocio y todas las demás la obedecían con total sumisión y su voz cantarina era la que prevalecía en todo momento.
La segunda " magnolia " era Eloísa, segunda en el mando del negocio pero primera en edad, muy redicha en el habla, culona y educada, con chapetas rojas en las mejillas siempre encendidas como si las untase a conciencia con colorete y pelo rubio pajizo, como de rata. De todo sabía y de todo opinaba y tan solo se callaba ante la mirada admonitoria de Carmen.
La tercera " magnolia " era Celia una mujer anodina de edad indefinida, físico desvaído, que parecía una ratita tartamuda y que no pinchaba ni cortaba en el cotarro y que estaba siempre a las órdenes de sus hermanas. Era tan poca cosa que ahora que, a pesar del paso de los años conservo la imagen de las otras dos, de ella no recuerdo más que una nebulosa.
Pero la familia no se acababa ahí. Faltaba la mayor de las hermanas, Nicolasa, que reinaba sobre el local a distancia pues era quien controlaba todo desde el domicilio familiar, como si fuera una verdadera matrona romana. Con el tiempo añadió a las tres magnolias a una hija suya, Juanita, una verdadera belleza en la flor de la edad a la que solo afeaba un bracito y una mano que apenas habían crecido remoloneando con respecto al resto del cuerpo y que asemejaban mano y brazo de bebé, defecto que procuraba siempre ocultar con un pañito para que la gente no se apiadase de ella. Pretendían que Juanita heredara el negocio, como si de una familia dinástica se tratase, para seguir haciendo dinero mientras nos pagaban un alquiler de miseria que no había modo de actualizar.
Y completaba el grupo familiar un hermano, Joaquín, el único varón entre tantas faldas que, todos los días a las ocho de la tarde, las esperaba en los soportales de la casa frente a los que estaba la tienda para acompañarlas y protegerlas en el camino de vuelta a casa, guiándolas como si de un rebaño de pavitas se tratase. En esa casa vivía una pareja muy curiosa a la que la gente llamaba " España y Portugal ": ella, España, era un mujer imponente con un pecho que iba tres pasos por delante de su cuerpo y de la que se decía que había tenido otros dos maridos y él, Portugal, un alfeñique siempre con abrigo tanto en invierno y verano. Pero volvamos a Joaquín que mira el reloj mientras las espera. Grande, rubicundo con el pelo bien engominado y oculto tras unas enormes gafas de sol, ceñido con el cinturón de la gabardina parecía un miembro de la " secreta ". Pero siempre, antes de pasar a recogerlas, se daba un garbeo por los cercanos wáteres que había en los jardines frente al convento de los capuchinos.
Como el local era tan pequeño y ellas tenían muchas existencias le pidieron el favor a mi madre de usar uno de los amplios cuartos del desván de nuestra casa como almacén y no tener que dejarlo en su casa. Y esto convirtió las escaleras de casa en un lugar de desfile continuo a lo largo del día donde se sabía quien subía según el ruido que hacía: el taconeo fuerte y gracioso de Carmen, el andar como si se deslizase de Eloísa o el traqueteo saltarín de Celia que, normalmente, era la que cargaba con las cajas más pesadas. De vez en cuando aparecía por allí Carmen acompañada de un hombretón muy moreno con aires de patriarca gitano que les compraba la ropa pasada de moda con lo que sacaban género de en medio y, de paso, unas pesetas que siempre venían bien. Después aparecía la ratita y entre ella y el gitano bajaban cajas y cajas llenas de género.
Los viernes a la tarde mi madre me había encomendad una tarea odiosa, que era limpiar los objetos de plata que había en casa. Con parsimonia iba colocando toda la plata en una de las escaleras que iban de nuestro piso al desván y armado de paciencia, con un trapo y un bote de " Netol " iba poco a poco limpiando y sacando brillo a la plata. Uno de esos viernes oí el taconeo fuerte de Pilar y su parloteo acompañado de un ruido de pisadas fuertes. Era el gitano que había venido a llevarse maulas.
Me saludaron al pasar y yo seguí sacando brillo. Al cabo de un buen rato oí pisadas sigilosas, como de un gato y apareció Eloísa que, haciendo una señal con el dedo puesto ante los labios para pedirme silencio, pasó a mi lado y siguió camino del desván. De pronto un estrépito sonó sobre mis cabeza, unos gritos agudos estallaron como truenos y apareció el gitano bajando las escaleras como un rayo mientras se entremetía la ropa y poco después una Carmen llorosa seguida de su hermana iracunda. Apareció mi madre, me metió en casa tirándome del brazo y cerró la puerta de casa de golpe. Y ya no supe más.