El traslado al nuevo domicilio fue un cambio grande en nuestras vidas. Los pabellones militares de Lugo eran un edificio en forma de L de reciente edificación que constaba de dos zonas. Una, la más vistosa, con cuatro plantas y unos enormes balcones de piedra que daba a la calle Montevideo frente a la puerta de la muralla romana del Obispo Odoario y se destinaba para vivienda de jefes y oficiales. La otra ,más alargada, situada frente a un descampado y con las murallas romanas al fondo, era para los suboficiales. Como es lógico la amplitud y distribución de las viviendas era mucho mejor en la primera zona que en la segunda. Porque en la vida militar el escalafón es el escalafón.
En medio de las dos zonas había un patio común dividido en dos partes por un murete de un metro de alto porque suboficiales y oficiales podían vivir cera, pero sin mezclarse. El rango es el rango como se nos hizo saber desde el primer momento y este se hacía extensible al titular y a toda su parentela, como pudimos comprobar más de una vez.
Pero que gozada tener una casa nueva por 250 pesetas mensuales, justo la mitad de lo que pagaban mis padres por la casa del Parque. A nosotros nos correspondió una vivienda en la segunda planta frente a la Escuela de Artes y Oficios. Un comedor, dos salones, dormitorios para todos y un baño grande con bañera para el aseo semanal en lugar de hacerlo en una tina en mitad de la cocina. En el centro de la vivienda estaba la cocina separada del pasillo por una puerta batiente, novedad que nunca habíamos visto, por lo que nos pasábamos los primeros días entrando y saliendo para verla batir. Y calefacción de carbón para meterse calentito en la cama, sin necesidad de poner botellas con agua caliente entre las sábanas en el invierno.
Me olvidaba de que también había un cuarto de baño pequeño donde todas las mañanas mi madre nos peinaba ante el espejo mientras nos echaba una tonelada de gomina en el pelo a pesar de nuestras protestas. Pero recuerdo ese sitio en especial porque lo relaciono con la primer polución que tuve. Una noche, imagino que toqueteándome sin parar, sentí una cosa pegajosa que se escurría entre mis dedos y que salía de mi interior, lo que me llenó de terror. Pero el miedo dio paso pronto al disfrute y ese lugar fue mi refugio noche tras noche antes de irme a la cama.
De nuestros vecinos tengo recuerdo de algunos en especial. En el primer piso, debajo de nosotros, estaban la Coronela y su marido, una pareja salida de una película neorrealista italiana. La mujer, doña María, era muy grande y tenia unas tetas descomunales que permitían resguardarse de la lluvia a su marido debajo. Por lo contrario, él era enclenque y esmirriado. Como es lógico el mando en la casa lo llevaba ella y lo manejaba a él como un títere. Si iban a salir a pasear con un sol espléndido y a ella se le ocurría que podía llover, él cargaba con el paraguas como un bendito y las gabardinas de los dos bajo el brazo. Esta mujer tenía aterrorizadas a las personas que estaban a su servicio y todas las mañanas lo primero que hacía era tirar cerillas apagadas por los rincones y después le hacía recogerlas a su marido para, de este modo, echar en la cara a su criada que no había limpiado bien. Al marido le llegó el momento en que podía ascender a general pero había una persona delante en el escalafón que tenía que pasar a la reserva unos días antes para que corriera el turno y esta persona se negaba a hacerle el favor. Se fue el bueno de don federico a Madrid y estuvo varios días intentando convencer al otro para que le dejase hueco y ascender, pero nada. Se fue ella una noche en el expreso a Madrid y al mediodía siguiente mi padre recibió un telegrama: "Federico ya es general ". Y ella pasó a ser la Generala. En los veranos ella se iba de veraneo y el general subía a comer a nuestra casa y después se quedaba a oír el serial de la Ser y nosotros nos partíamos de risa viendo como todo un general lloraba a moco tendido oyendo las desventuras de "Ama Rosa ".
En el tercero estaba una familia, los Chuete, formada por un capitán, su mujer y dos niñas, una de ellas de mi edad. Pero ahí quién gobernaba la casa era su cuñada redonda como una albondiguilla que tenía un gato enorme que se pasaba todo el día maullando desde el alfeizar de la ventana de la cocina. Con la niña de mi edad aprendí a jugar a¨" los médicos " refugiándonos en un ángulo muerto del patio donde nadie nos podía ver para gozar con las exploraciones sanitarias. Unos años después me entere de que había muerto muy joven de una leucemia...
Al tercero, sobre nosotros, llegó una familia madrileña que venía destinada desde Melilla. Era como un golpe de brisa tropical en el Lugo gris de aquella época. Traían nevera americana, lavadora, tocadiscos y la madre, una mujer muy exuberante vestida con batas multicolores y un pañuelo rojo en la cabeza estaba todo el día cantando y oyendo discos de Nat King Cole... Ansiedadddddd de sentirme en tus brazos...Tenían dos hijos, la niña hermosa y rubia que parecía salida de una película y el crio de mi edad un tanto achulado y que pretendió erigirse en el jefecillo de toda la barriada. Un día, discutiendo con él no se me ocurrió otra cosa que llamarle lo peor que me vino a la boca: " sifilítico ", sin tener ni idea de lo que decía. Vaya bombazo: se lo contó a su madre, esta al marido y este, que era superior jerárquico a mi padre, lo llamó a capítulo, lo tuvo toda una mañana de pie y firme en el cuartel para terminar echándole una reprimenda y pidiendo que me mandasen a mi a un correccional. La cosa terminó con una paliza que me dio mi padre ( la segunda en su vida ) mientras se tragaba la rabia por la humillación que había recibido en el cuartel.
Pero el personaje más importante de toda la barriada vivía en el bajo: Doña María era la portera y su vivienda tenía la entrada por la zoma de los oficiales y se extendía a lo largo del pabellón de los suboficiales. Era una mujer grande con unos inmensos ojos oscuros y una sonrisa siempre pícara. Se dedicaba al contrabando y por su casa pasaba la mejor de la sociedad lucense que andaba tronada y necesitaba dinero. Vendía las joyas de familia, los muebles de época de esta gente necesitada y hacía contrabando a lo grande con tabaco americano. De vez en cuanto llegaba a nuestra casa a horas tardías con un par de sacos y le pedía a mi madre que se los ocultase " porque me han dicho de hacienda que mañana vienen a hacerme un registro ".Y mi madre se lo guardaba a espaldas de mi padre. Fue la primera en tener televisión de todo el bloque y, como es lógico la rentabilizó: todas las noches y los fines de semana los niños del bloque íbamos a su casa y ella sacudía un bote Colca Cao donde cada uno tenía que depositar una peseta " para pagar la luz ". Y en uno de los cajones de la cocina guardaba, entre joyas para la venta y los cubiertos, un n frasco con formol donde nadaba el dedo de su segundo marido con la alianza de boda.
En aquella época la vivienda estaba a caballo entre la ciudad y el campo lo que nos abría mil posibilidades de diversión. Jugar a la billarda, al clavo o a las chapas, robar fruta en las huertas cercanas hasta que caía la noche y empezaban a sonar nuestros nombres desde las ventanas: " Carlos, a cenarrrr "... "espera que ya voyyyy ". Pero lo mejor empezaba en mayo cuando empezábamos a acarrear materiales para la hoguera de san Juan. Recogíamos chatarra que después nos la cambiaban por carbón y leña en la Ruanueva, sillas viejas, todo lo susceptible para quemar en esa noche mágica en la hoguera, saltar por encima, asar patatas en el rescoldo y cantar y bailar hasta las tantas sin prisa por ir a la cama.
De esa época tengo mil recuerdos. Tal vez el que me agrada más es de las flores. Siempre me han gustado mucho y normalmente, cuando salía del instituto, volvía a casa bordeando la muralla romana que estaba rodeada de rosales que daban unas flores muy pequeñitas y muy olorosas. Un mediodía no llegué a casa a la hora de comer y, como me seguía retrasando salió toda la familia en mi búsqueda. En su desesperación llegaron a la catedral y una beata que estaba a la entrada y los vio tan alterados les dijo si buscaban a un niño gordito y comentó que estaba dentro desde hacía horas colocando ramos de flores por todos los altares. Resulta que había saqueado los rosales de la muralla y llené la cartera de florecillas para después poner manojos en todos los altares y allí me encontraron. Bronca, culo caliente y a la cama sin cenar.
Cuando tenía 14 años, mi padre ascendió en el escalafón. Esto le obligaba a solicitar un nuevo destino, con lo cual teníamos que decir adiós a la vivienda, con harto dolor del corazón. Pero eso será el próximo capítulo.
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