domingo, julio 23, 2017

El alguacil y el ERE

Desde hace una temporada a Pedro le consume la vida en su pueblo. El lo achaca a que, desde que  se ha quedado solo, el día a día se ha vuelto más aburrido. Durante las horas de faena para el ayuntamiento no hay ningún problema pues, al no estar quieto ni un momento, tiene la cabeza tranquila. Una fuga de agua en una calle, una farola que no luce, barrer la basura que dejan los veraneantes, siempre hay cosas que hacer.  El problema viene en cuanto acaba con su trabajo, pues no hay ningún aliciente que lo anime y no está dispuesto a  hacer la ronda por las tres tabernas del pueblo con lo otros hombres de su edad para llegar medio borracho a casa y meterse en la cama sin pensar.




La culpa de todo el desasosiego que tiene ahora se lo achaca a internet. Antes, con sus faenas en el pueblo o en las labores del campo y el cuidado de los padres, no tenía un momento libre en todo el día. Pero ahora que ya está solo en casa y que ya no tiene que trabajar las tierras, le sobra tiempo para darle vueltas a la cabeza,  pues él no es capaz de pasarse horas embobado ante un " quinto " de cerveza en los bares del pueblo, como hacen los hombres de su edad.
Una tarde de tedio cogió el coche y se fue al centro comercial de la ciudad con idea de ver una película. Haciendo tiempo hasta el momento de entrar  se puso a dar vueltas por las tiendas y se paró ante un escaparate de cacharros electrónicos. No estaría mal hacerse con un ordenador, pensó. Entró en la tienda y a los diez minutos salió con una caja enorme ordenador dentro. Pasó de entrar al cine y se volvió con el aparato a casa.




Y de este modo se abrió ante él un mundo nuevo, hasta entonces limitado al ámbito de su pequeño pueblo. Apenas unos doscientos habitantes en invierno, de los cuales la inmensa mayoría pasan de los setenta años. Tan solo un puñado de críos, la mayoría hijo de los inmigrantes y unos cuantos mozos como él, que rondan la cincuentena, bajan la media de edad.
Entró en páginas de todo tipo, leyó periódicos y vio imágenes de paraísos donde le gustaría perderse un día. Y conoció los chats de personas solitarias como él. Chateando  un día, conoció a Paulina, una cuarentona de Isla Margarita con la que, de modo inexplicable, inició una conversación fluida, abriéndose a ella como si la conociese de tiempo. Esa noche se fue a la cama ya muy tarde, apenas un par de horas antes del amanecer, con una sonrisa en los labios y un calorcillo desconocido en el corazón. El día se le pasó rápido y lento al tiempo, pensando en la conversación de la noche anterior y soñando con la que esperaba mantener en la próxima.






Llegó a casa muy cansado, se duchó rápido para quitarse la mugre del día y se preparó un bocadillo para no perder el tiempo haciendo la cena. Con el en una mano y una Cocacola en la otra, se sentó ante el ordenador, ardiendo de impaciencia porque el condenado tardaba en ponerse en marcha. Entró en el chat de la noche pasada y buscó a su nueva amiga. Mierda, no estaba. Devoró el bocadillo, mantuvo alguna conversación banal con desconocidos, pero  Paulina seguía sin aparecer. Cuando ya perdía la esperanza de hablar con ella, la vio entrar entró en el chat y Pedro se sintió feliz. Esa noche la conversación se prolongó hasta que la luz del nuevo día entró por la claraboya del techo. Se fue al trabajo sin dormir y se pasó la jornada adormilado, haciendo sus tareas como un autómata pero feliz. A partir de entonces, todas las noches fueron iguales.
Ese año su destino de vacaciones estaba decidido: dos semanas en Venezuela, aunque le costasen todos sus ahorros. Se cumplieron todos sus sueños y esos días se convirtieron en los mejores de su vida. El problema fue a su vuelta, al retornar al día a día, a los trabajos sin fin, a las charlas insustanciales en las calles y al aburrimiento solo paliado por las charlas nocturnas. Pero, ahora que había conocido la gloria, se sentía hundido en la mediocridad del día a día.  





Comenzó a maquinar como volver al paraíso, pero no dos semanas como el pasado verano, sino mucho más tiempo, tal vez quedarse allí con ella. La luz le llegó un día cuando, al repicar a muerto las campanas de san Benito, le oyó comentar al alcalde: " Como sigan muriendo vecinos, tendremos que despedirte pues el pueblo se va quedando vacío y los cuatro que quedemos tendremos que irnos a la ciudad ". Claro, esa era la solución. Un despido, una buena indemnización y a vivir los años que le quedan con Paulina. Allí con cuatro perras se vive como un rey, lo había comprobado las pasadas vacaciones.





Y Pedro, mientras hacía las tareas de cada día, tenía la cabeza en otro sitio, maquinando como poner el plan en marcha. Pronto comenzaron a sonar las campanas con una frecuencia desusada. El " trespiernas " que pareció ahogado en el arroyo de Fontanar, a pesar de que el agua no llevaba al tobillo. La  Jesusina  que se desnucó en el gallinero cuando fue a ver si había huevos en los ponederos o el Ubaldino que rodó todas las escaleras de la bodega cuando bajó a por vino, a pesar de que llevaba ochenta años haciendo el mismo recorrido....y así uno tras otro, entre campanadas de reqiuem, el pueblo se iba despoblando mientras Pedro veía más cerca su despido. Y con él, el paraíso.

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