Tendría por entonces unos seis o siete años. Nos habíamos trasladado a vivir a una casa propiedad de una tía de mi padre, situada en una calle que desembocaba en el parque, en un cuarto piso sin ascensor. De la casa recuerdo que estaban los dormitorios a la entrada y un pasillo muy largo, al final del cual estaban el cuarto de estar y la cocina. Una imagen que me viene a menudo a la cabeza es aquella en la que el polvillo traslúcido revolotea en la luz de los rayos de sol que tamiza la cortina como si fuese algo vivo y que a mi me parecía algo mágico. Aún hoy, si cierro los ojos, evoco la imagen con toda nitidez.
Los vecinos del tercero eran ricos. Vamos que si eran ricos, eran los dueños de una charcutería en el mercado. La hija pequeña, más o menos de mi edad, tenia lentes y el pelo muy rizo, con dos trencitas muy apretadas rematadas siempre por lazos rojos, tremendamente repipi. A veces me invitaban a merendar. En su casa había " Cola-Cao " ni más ni menos, nada de cacao en polvo, ni esas onzas de chocolate duras y terrosas que parecían hechas de arenilla y que eran la merienda de cada día, en medio del chusco de pan. Y jamón york. A mi eso me parecía el mayor de los lujos. Sobre la cocina económica, una balda con una cenefa bordada, sostenía una serie de cajas de hojalata de colores con lunares que habían contenido ese delicioso " Cola-Cao ". Y es que siempre he sido muy tripero y a mi se me gana por la comida muy fácilmente.
Contiguo al comedor estaba el cuarto de estar que, junto a la cocina, eran los lugares donde hacíamos vida. Una habitación sin ventanas, la mesa camilla con el brasero de carbón bajo las faldas y una lámpara con una pantalla de falso pergamino. Allí comíamos y se pasaban las horas muertas, haciendo los deberes sobre la mesa camilla o jugando mientras mi madre hacía punto, escuchando los seriales de la " Ser ". Desde que comenzaban los fríos estaba prendido el brasero de carbón y mi madre cada poco rato nos mandaba meter bajos las faldas para apretar las brasas y evitar que se apagase. Ella decía " firmar " el brasero. Todavía hoy, cuando llego a una casa donde hay una mesa camilla, me siento y pongo las faldas sobre el regazo, viniéndome a la memoria la camilla de la infancia.
Hay otro recuerdo asociado a esta mesa camilla. Tuve una absceso en una ingle, me operaron en un sanatorio cercano y me siguieron haciendo las curas en casa. Me habían dejado una mecha de goma en la herida para que drenara y venía Tomé el practicante, a curarme en casa. Todavía recuerdo el dolor al hurgarme en la herida con las pinzas para sacar la mecha, a la que había que recortar la punta y volver a meter otra vez, tumbado sobre la mesa camilla, mientras me agarraban mi madre y la abuela buena. Me regalaron un juego de construcciones de arquitectura con figuras de madera pintadas de colores con las que pasé horas muertas, aunque me desesperaba que no se sostuviesen las piezas en equilibrio.
A través de la ventana de la cocina se veía la casa de mi novia. Luisa, la primera y pienso que la única novia que he tenido a lo largo de la vida. Carita de manzana, melena rubia....y dueña de una bicicleta, tal vez lo que más me atraía de ella, aunque siempre he sido un pato mareado sobre las dos ruedas. La bici era plateada y tenía una malla de colores en las ruedas traseras y era al único de los amigos al que le permitía dar un par de pedaladas.
Tener bici era lo más de lo más, tanto como tener un balón de reglamento de cuero. Los demás mortales nos teníamos que contentar con alquilar la bici por horas en un comercio que había frente a casa. Y el balón es algo que nunca me atrajo lo más mínimo.
En el ángulo formado entre la casa de Luisa y la mía se extendía un solar donde había una serrería abandonada. Entre zarzas y socavones se elevaban unas torres formadas por tablones de pino entrecruzados en forma de cuadrados y en donde jugábamos al escondite y a las batallas. Con unos arcos caseros y flechas hechas con las varillas de paraguas aguzadas por un extremo hacíamos peleas. A mi me tocaba cargar con el hermano pequeño a rastras, con el consiguiente cabreo, mientras el mayor peleaba con los de su edad y, como era un tanto " pupas ", siempre estaba lesionado. En el cercano hospital provincial era muy conocido por las monjitas y entraba como Pedro por su casa para que le pincharan el suero antitetánico en la tripa.
A pocos pasos de la casa estaba el parque, escenario de muchos ratos de juego. En uno de los rincones había un enorme mapa en relieve de España hecho con cemento con los colores desteñidos por el paso del tiempo. Todas las montañas se entrecruzaban con los ríos y puntos de luz donde faltaban las bombillas señalaban las capitales de provincia. Era una gozada pasar del Miño a Madrid en un par de zancadas o caerse en medio del Mediterráneo sin mojarse los zapatos.
Pero la principal atracción del parque eran el estanque de los peces de colores y los pavor reales que andaban sueltos entre los arboles. Pertrechados con un artilugio de pesca hecho con un cordelito al que atábamos una piedrecita y un imperdible acodado en el que sujetábamos una mosca nos sentábamos en el borde de la fuente a esperar que algún pececillo incauto picase.
Lo de los pavos reales era más divertido. Era cuestión de rondar tras ellos hasta que abrían el abanico de su cola multicolor y empezasen a pavonearse. Entonces era cosa de dar un grito y echar a correr tras él y, al cerrar este la cola en la huida, pisar una o dos plumas que quedaban presos bajo nuestras botas. Todo eso si no estaba cerca alguno de los municipales. Ls " guripavos " vestidos con un uniforme de pana de color crema, gorro del mismo color con una enorme escarapela verde y roja, una amplia capa como si fuese la falda de una camilla y armados de un cayado de madera que usaban como arma arrojadiza cuando nos perseguían y no podían alcanzarlos, enredados entre la ropa y las botas, eran los aguafiestas de nuestras diversiones.
Y día a día, entre colegio y parque, nos íbamos haciendo mayores. Mierda.
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