Pedro va contando las veces que la palmera de neón va cambiando de color, mientras respira trabajosamente, los pies más pesados que su deseo de llegar. Ante la puerta del pub se echa un vistazo rápido en el cristal para comprobar que va como un pincel: mocasines marineros, pantalones blancos, la tripa rebosando por encima del cinturón, la falsa camisa de Lacoste comprada a los negros del paseo de la playa con los tres botones de arriba abiertos para dejar asomar una pelambrera blanquicana, la sonrisa ocupando toda su cara. Saluda a un par de conocidos que ahogan los bronquios en tabaco a la entrada del bar y tras hacer un comentario intrascendente, empuja la puerta, golpeándole en la cara la barahúnda que brota del interior, mezcla de música enlatada con las voces de docenas y docenas de hombres que gritan para hacerse oír entre los compases de un pasodoble. Empuja cuerpos al pasar con ánimo de ganar la barra tras la que se afanan dos camareros que se mueven sin parar, tropezando entre si en una danza sin sentido para no derramar las copas o acercar las cervezas a los clientes que las esperan con impaciencia.
Pedro pide su cerveza sin alcohol como cada noche y tras pagar los cinco euros, piensa como cada noche que estos tíos son unos ladrones. Cinco euros por algo que en Mercadona él compra por 40 céntimos, piensa, es lo más parecido a un atraco no le extraña que el cabrón del dueño se pasee con el deportivo lleno de chulos a lo largo del paseo Marítimo.
Esquiva como puede los cuerpos que se agolpan entre la barra y la pista de baile, con el botellín en alto para no derramarlo, mientras busca a su amigo Juanito. Al verlo sentado en un ángulo de la pista, nota con una sonrisa le revienta en la cara, que se acentúa cuándo lo ve y le hace señal de que se acerque, señalando la silla vacía a su lado, sobre la que reposa el jersey para que nadie se siente en ella.
La pista todavía está vacía, la gente espera a que comience el baile y muchos curiosos remolonean alrededor de ella con la perdida esperanza de que esa noche puedan encontrar aquella persona que buscan o, cuando menos, un sucedáneo con el que rematar la noche.
Suena un pasodoble y, como si fuesen empujados por en un resorte, saltan varias parejas al medio de la pista. Pedro y Juanito, después de dejar, un pañuelo y la rebeca sobre las sillas para que nadie se siente en ellas, son de los primeros en ponerse a bailar. Hoy Pedro lleva el mando de la pareja, le toca " llevar " a él y siente como el cuerpo de Juanito se acopla a su ritmo y marcan con perfección los pases del pasodoble. Pedro es alto, grande, con una tripa orgullosa que choca contra el pecho de Juanito, mucho más menudo que él y con un cuerpo que parece un suspiro, pero los dos con la misma montonera de años a las espaldas.
Tras el pasodoble viene un bolero y otro pasodoble y una copla....y así durante una hora, bailando sin parar, felices uno en brazos del otro, mirando de reojo a las otras parejas con el convencimiento de que ellos son los mejores.
Se encienden las luces de la sala, el dueño del local, travestido de Juanita Reina da unas palmadas para que se acabe el baile y comience el espectáculo. Pedro mira el reloj y tuerce el morro. Ya es tarde, Juan le dice con pena a su compañero, es hora de que me vaya pues la parienta seguro que ya se impacienta.
Un beso fugaz en la mejilla, un roce cariñoso y Pedro sale del local. Fuera, la humedad de la noche lo está esperando. Levanta la vista al cielo y un tachonado de estrellas le alegra el corazón. La luna llena de un intenso color cobrizo parece sonreír con sorna. Bajar la cuesta es más fácil, pero más penoso porque sabe que allá abajo, cerca del mar, estará esperando su mujer con el traje de fiesta medio ajado, la cara cansada y un gesto agrio en la boca que ya es la marca de la casa. Pero le da igual, mañana Pedro volverá a subir la cuesta.
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