Hicimos noche en el albergue de San Bol, situado a un margen de la carretera en medio de un paraje muy hermoso. Tal vez por ser los únicos peregrinos que llegamos esa noche, el hospitalero nos animaba a seguir camino y que lo dejásemos en paz. Pero tanto era nuestro cansancio unido a lo atrayente del paraje, que hicimos oídos sordos y nos quedamos allí. El albergue, muy reducido y totalmente espartano, entonces no contaba con agua ni luz corriente, pero está situado en medio de una chopera magnífica en cuyo centro una fuente de agua muy fría que vierte a una balsa de piedra sirve para relajarse admirablemente.
Salimos con la amanecida, a través de campos de mies dorados por el sol naciente, con una temperatura agradable, pero con la tripa reclamando atención. Tras un recodo del camino llegamos a Hontanas. El pueblo, situado en una vaguada, parece como si hubiese brotado en medio de los sembrados. Bajamos un camino en cuesta que nos llevó hasta el pueblo y pasamos al lado de la parroquia. El reloj de la iglesia daba las ocho de la mañana y enfilamos la calle principal que atraviesa el pueblo, en busca de un lugar donde matar el hambre. A derecha de la calle encontramos un mesón, un local amplio y sombrío donde algunos peregrinos más madrugadores estaban reponiendo fuerzas.
Pero ya con la tripa llena veíamos todo con más optimismo y atravesamos todo el pueblo, para proseguir el camino. El sol ya comenzaba a apretar con fuerza, pero la mañana era preciosa. Enfilamos a través de sembrados y seguimos camino. En un recodo de la carretera aparecieron las ruinas del convento de san Antón y pasamos bajo el arco de los Antoninos, una vieja arcada de la iglesia que atraviesa la carretera por el medio. En un lateral hay una hornacina donde los peregrinos dejan mensajes a otros a modo de un buzón de correos.
De pronto oímos unos alaridos mezclados con carcajadas. Avanzamos y nos encontramos con una pareja de peregrinos que parecía se hubiesen perdido de los sanfermines. Vestidos de blanco, con la txapela puesta, estaban descalzos mientras se reventaban unas enormes ampollas en los pies. Según nos contaron después de una noche de borrachera, había decidido coger el tren de Bilbao a Burgos para hacer unas etapas del Camino, sin avíos para semejante empeño y calzados con zapatos de calle. Les dimos material para curar esa avería y les ayudamos a curarse, siguiendo camino hasta Castrojeriz, dejando atrás el eco de sus carcajadas.
A la entrada del pueblo estaba la casa de una buena amiga, una de esas buenas personas que se han ido antes de tiempo con las estrellas. Tere, una amiga de toda la vida, había reformado una antigua casa de labradores con un gusto exquisito pero, por desgracia, ahora la disfrutan otros. Nos pasó al jardín donde estaban jugando sus sobrinas y nos hizo almorzar de nuevo. Luego nos dio una tortilla de patatas que acababa de hacer y fuimos con ella en busca de una barra de pan.
En el bar nos encontramos con los bilbaínos que seguían la juerga y que habían decidido darse una buena comilona antes de volver a casa y terminar su efímera romería. Nos despedimos de Tere y proseguimos camino.
Tras abandonar el pueblo llegamos a la base del Alto de Mostelares y por un camino de tierra, con el sol de mediodía dando de plano en nuestras cabezas, comenzamos lentamente la ascensión, pues hay un importante desnivel a cubrir en poco tramo. El suelo del camino estaba salpicado de escamas de mica que reflejaban el sol como diminutos espejos. Poco a poco, empujados por el contrapeso de las mochilas, conseguimos coronarlo.
La calor apretaba y seguimos camino, tal como se hace, pensando en mil cosas, sin pensar en nada pues lo único que cuenta es caminar y llegar al destino fijado. Trigales de oro tachonados de amapolas rojas de sangre a los lados del camino y tras un campo de mies, otro más grande nos rodeaba. Comenzó a declinar la tarde y con ello a aflojar un poco el calor hasta que llegamos a la fuente del Piojo.
Tras refrescarnos bajo el caño de la fuente, nos sentamos a un lado del camino para comer la tortilla entre pan, que nos supo a gloria. De pronto vimos que avanzaba a todo trapo un peregrino entre los trigales y, por el ritmo que llevaba, pensamos que fuese un ciclista. Vano error. Al pasar a nuestro lado, vimos que era un peatón que iba a paso de crucero, marcando el ritmo apoyado en sus bastones de montaña.
Terminamos con calma la merienda y después de un rato de descanso proseguimos la última parte de la etapa del día hasta llegar al albergue de Puente Fitero. La iglesia de San Nicolás, antigua parroquia del cercano pueblo de Itero del Camino tiene una estructura rectangular de piedra y ha perdido su antiguo campanario. A la entrada, sentado en un poyo de piedra, estaba el peregrino que nos había pasado poco antes como una saeta, más fresco que una rosa.
Pedimos albergue y, por fortuna, tenían plaza porque solo tenía capacidad para diez peregrinos. Está bajo el control de la Confraternidad italiana de San Giacomo, una institución que se dedica al cuidado de los peregrinos y al mando del chiringuito estaba un italiano de unos cincuenta años, muy amable y untuoso asistido en sus tareas por tres o cuatro chiquitos jóvenes, todos ellos ataviados como boy scouts vestidos por Armani, pantaloncitos cortos impecables, pañuelos de seda al cuello y los cabellos repeinados y chorreando brillantina.
Nos acogieron con un porrón de cava y pronto empezó la ceremonia de cada tarde. Nos sentaron a los peregrinos en sillas de enea formando un semicírculo en el viejo ábside de la iglesia y pusieron una palangana con agua ante los pies de cada uno. Nos descalzamos y los chicos se fueron arrodillando por turno ante nosotros, haciendo el simulacro del lavatorio.
Después nos sentamos a una larga mesa que ocupa el centro de la nave y nos sirvieron la cena acompañada de porrones de cava. Pasta, por supuesto, pero esta sabrosa y muy bien condimentada a diferencia de la de la cena anterior. Alrededor de la mesa estábamos los peregrinos y se inició una charla más por señas que por palabras, por ser cada uno hijo de su país.
De pronto empezaron a llegar unos chicos del cercano pueblo y allí notamos algo raro entre estos y el jefe de la banda. Demasiada complicidad, muchas risitas y miradas de inteligencia entre ellos, para ir desapareciendo poco a poco hacia la noche. Pero no es cosa de criticar como se divierte cada uno.
Bajo el coro, a un lado de la nave, estaban las literas hechas de modo artesanal con madera labrada toscamente. Pero los colchones eran cómodos y acogedores, o así los sentíamos tras las fatigas del Camino. Pronto nos dormimos pero a lo largo de la noche, de vez en cuando, nos despertaba un trueno seco como un latigazo. Era el vecino de la litera de abajo, el peregrino veloz, que se tiraba unos pedos monumentales.
A la amanecida nos despertamos y fuimos a la ducha. En un barracón tras la iglesia estaban los servicios. Cuando entré, me encontré con una peregrina, una belga de unos setenta años que había desplegado ante ella docenas y docenas de frascos de cosméticos que, por la forma en que se manejaba, parecía que iba a usar uno tras otro.
El desayuno estaba dispuesto sobre la larga mesa, pero sin rastro del hospitalero y de sus acólitos. Nos preparamos el nuestro y, al salir, dejamos dinero como agradecimiento.
Fuera del albergue estaban la belga y su marido, acomodando su equipaje en las grupas de una mula que iba adornada con una guirnalda de flores artificiales alrededor del cuello. Ya me explicaba porque la buena mujer podía viajar con tal cúmulo de potingues. Nos despedimos de ellos y nos dijeron que hacía el camino de vuelta de Santiago a Lieja, de donde habían salido unos cuatro meses antes y que no tenían prisa por llegar a casa.
Nos cargamos con la mochila, esa buena compañera del Camino, agarramos el bastón y nos dirigimos al cercano puente que cruza el río Fitero para entrar en la provincia de Palencia . Otra etapa por recorrer.
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