sábado, agosto 06, 2011

Ante La Galana


En las proximidades de la sierra de la Galana hay una montaña, ahora mocha, que hace muchos, muchos años presumía ante los montes de su entorno de tener un pico casi tan alto como la luna coronado por nieves perpetuas y hasta el que no podia volar ni la águila más intrepida. Ahora, lejos de tal circunstancia, está coronada por una superficie plana que desde los alrededores se diría una mesa enorme a la que se sientan los gigantes del entorno a la hora de la comida.
Un día de otoño que paseaba con mi perrillo por las trochas de la montaña en busca de las primeras setas, se dejó caer muy rápida sobre nosotros una niebla espesa que apenas nos dejaba ver los zarzales que crecían a los lados del sendero. A ciegas intentamos orientarnos con miedo a que cayese la noche y vernos obligados a pasarla al sereno cuando, tras un recodo del camino, se abrió la niebla como si se descorriese una cortina y nos hayamos en medio de un valle que parecía salir de un cuento atravesado por un curso de agua y en el que al fondo, al lado de un puentecillo de madera, se levantaba un viejo molino de agua cuyas aspas giraban asmáticamente.
Mi perro salió corriendo como una flecha al encuentro de un mastín que se acercaba a su encuentro en medio de un concierto de ladridos infernales y yo aceleré el paso hacía la casa en la cual, ahora más cerca, podía ver el bulto de una persona sentada en un banco de piedra bajo el emparrado de la entrada al molino. Fatigado por el esfuerzo de subir el pequeño repecho, llegué a un hombre que parecía dormitar pero que, nada más sentir mi presencia, hizo intención de levantarse. Le dije que por favor, no se moviese y me senté a su lado.
Era un anciano muy menudo con una barba gris amarillenta tan larga que se acomodoba holgadamente sobre sus rodillas. Su cara de tez muy morena parecía estar surcada por todas las arrugas del mundo y sus ojos eran de un azul tan intenso que hacían el papel de imanes hacia las que uno se veía forzado a mirar, con una vitalidad tal en su mirada que contrastaba con aire de abandono que parecía trasmitir el anciano.
Me presenté y le dí las gracias por su hospitalidad pues ya me veía perdido. Con gran sorpresa " Chispas " mi perrito mil leches que rehuía a cualquier desconocido, se acurrucó hecho un ovillo a sus piés.



El hombre me señaló un plato con queso que estaba a su lado haciéndome ademán de que me sirviera. " El queso es de mis ovejas, advirtió y lamento que no me quede pan, pero hasta mañana no pensaba hornear unas hogazas ". El queso tenía un sabor extraño muy fuerte, pero tras el segundo bocado sentí que recuperaba las fuerzas perdidas. me alargó un porrón con vino, tras tomar él un buen trago y comenzamos a hablar como si fuésemos viejos conocidos.
Confesó no tener nombre porque al vivir apartado de todos no lo necesitaba, que ya se había olvidado de él y yo le respondí que me llamaban Mateo y que " Chispas " era mi perro al que había encontrado un día abandonado en la playa de la Bien Aparecida. Le conté por encima mi vida, mi trabajo con todos sus agobios y mi lucha contra el abandono de los parientes, el quehacer habitual de todos nosotros.
El hombre se levantó trabajosamente y yo hice lo mismo con más agilidad. Apoyándose en mi brazo, me dijo que era hora de entrar en el molino que ya estaba cayendo la tarde y la humedad que subía del río no era bueno para los huesos. Nos sentamos a la mesa dispuesta ante el fuego y, tras llenar la cazoleta de una pipa, le prendió fuego y me la pasó, haciendo el lo mismo con otra. Entre los dos otro porrón lleno de vino atravesado por el fuego del hogar, parecía tener dentro un río de rubies.
Entre los tragos de vino y las bocanadas de la pipa me sentí amodorrado, en un estado de placidez desconocido y el buen hombre comenzó a contarme su historia.
" Hace muchísimos años, en la época en que los moros reinaban estas serranías, él era un joven cantero que había llegado hasta esos contornos en busca de un trabajo que se le negaba en sus tierras norteñas. Tuvo suerte, el rey necesitaba buenos artesanos para terminar el castillo que había hecho construir como muestra de su poderío y le ofrecieron un buen jornal desde el primer momento.
Al terminar la jornada de trabajo se reunían los trabajadores en su albergue y allí, agotados por el esfuerzo del día, se contaban mil historias y una de ellas prendió la atención del joven cantero. " En la torre más alta del castillo, languidecía la hija menor del rey desesperada por la ausencia de su amado, que había partido un día atravesando el mar en busca de tesoros que le permitiesen conseguir casarse con la princesa. Pero la soberbia de la sierra de La Galana situada entre el castillo y el mar, impedía que la joven pudiese estar alerta en espera de ver regresar el navío con su amado y la princesa languidecía cada día un poco más, ante la impotencia de los médicos y la amargura de su padre".
Noche tras noche, tumbado en su camastro, el cantero rumiaba esa historia hasta que se le ocurrió una descabellada solución. Por la mañana se acercó al capataz y le dijo que necesitaba ir a presencia del rey con la mayor urgencia, pero este lo tachó de loco y respondió que un misero cantero era menos que una cucaracha para el rey. Pero tanta fué la insistencia del cantero que consiguió su propósito y logró acceso a los aposentos del rey moro.
De rodillas ante el soberano le expuso su plan. Si ponían a sus disposición a un gran número de obreros para trabajar día y noche, con ayuda de sabíos de la China que sabían manejar la pólvora como ningún mortal, lograría allanar La Galana. El rey, como ya no le quedaba otra solución, confió en el cantero a pesar de las airadas protestas de su visir y la corte de consejeros.
Durante un mes no hubo un segundo de quietud en la corte, las detonaciones de la polvora se sucedían ua tras otra y una nube perpetua de polvo cubría cosas y personas hasta que una tarde del último día del mes desapareció el último vestigio del pico de La Galana, que ahora era una inmensa planicie.
De lo alto de la torre bajaron gritos de alegría de las esclavas de la princesa al ver como la princesita revivía al poder divisar la inmensidad del mar desde su aposento. Pero pasaron los años, la princesita se hizo vieja y sus ojos cansados de tanto mirar al mar, seguían sin ver como aparecían las velas del navío de su amado en lontanzanza.



Fueron muriendo todos, los moros perdieron el reino ante el avance de los crueles guerreros crsitianos que bajaban en oleadas del norte y el joven cantero, ahora convertido en un viejecillo inofensivo se refugió en este valle olvidado de todos donde hasta la muerte se olvidó de su existencia, convencido de que no moriría hasta que un caminante apareciese en el lugar.
Y ese caminante era yo. Pero el viejo me dijo, después de darle otro tiento al porrón " Yo no tengo ninguna prisa en irme "

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