domingo, julio 31, 2011

Para que haya paz


Paulita se encoge sobre ella misma, como si quisiera que el saquito de huesos que forma su cuerpo se filtrase por las grietas del muro de piedra sobre el que apoya su espalda para que el calor que esta retiene pase a ella. Está abichada, enroscada como una serpiente que dormitase en el polvo del camino bajo al sol de la tarde. Y, como siempre, no para de darle vueltas a la cabeza. No habla nada, tantos años de callarse ante todo parece que hubiesen atrofiado su garganta pero su cabeza sigue bulliendo y no para de hablar hacia dentro, para sí.
Siempre la misma canción desde niña, su madre se la metió en la mollera de tanto repetirla y total, para nada. " La palabra que está por decir, es la mejor ", " no digas nada, que haya paz ". Y así cada vez que quería rebelarse ante algo la misma cantinela " que si dices algo, no vuelven ", siempre callada, tragándose la hiel en cada momento. Una lagartija trepa por su falda y se acurruca en una arruga de la ropa y cuando Paulita intenta atraparla con sus dedos sarmentosos, el animal sale huyendo dejando su cola cimbreante entre las uñas de la vieja.
" Siempre lo mismo, siempre a callarse para que los demás no se enfaden, para que dejen venir los niños a casa ", Paulita tiene metida en su cabeza la rebelión sorda de su madre que intenta dormir en la alcoba vecina mientras su padrastro quiere ahogarla en abrazos vinosos, las ruidosas protestas de este cegadas por accesos de tos que parecen reventarle los pulmones para dar paso a una sarta de ronquidos que la mantienen en vela toda la noche, oyendo gemir suavecito a su madre. Pero hay que callarse dice la madre, " ya sabes que se casó conmigo para tapar una mala falta " y Paula traga y traga las bilis. Suerte que el tipo reventó pronto.



Y las hermanas que vuelan lejos de casa, que ya se encargará ella de cuidar la huerta y a la vieja. En los veranos y en navidades vuelven la Julia y la Leandra con los hijos que llenan la casa de ruido y Paulita se multiplica para hacer comidas, lavar la ropa sucia y quitar la mierda de enmedio, que ellas han venido de vacaciones, que bastente trabajan todo el año con los hijos. Y se acaban las vacaciones y se van todos en un revuelo de bolsos y maletas llevándose los últimos despojos de la matanza.
Paulita suplica que traigan los nietos más a menudo, que la abuela se vuelve loca por ellos pero respoden que " nada de eso, que la vieja ha de aprender a hacerse dura ". Pero los niños crecen y se aburren en la casa del pueblo, es mejor llevarlos a Salou, que el mar les viene bien para ganar defensas. Y Paulita y la madre se quedan solas, calladas, no sea que tampoco quieran venir en las navidades.
Pero no hay que esperar tanto. La abuela tiene la torpeza de morirse cuando las hijas están en la playa y estas llegan tarde y mal, en medio del funeral, deshechas en llanto como magdalenas y les falta tiempo para despedir a los vecinos tras el entierro para saquear armarios y arcones. Y se van volando para estar con sus hijos " que los pobres no han venido, porque estas penas no son para los niños ", le dicen a Paulita ya desde el coche en marcha.
Desaparecen prometiendo volver pronto, pero Paulita sabe que no es así. Y sigue hablando y hablando con ella misma hasta que nota como cae la tarde porque la piedra sobre la que apoya la espalda ya no está tan caliente. Se levanta poco a poco, apoyándose en la pared para no caerse, recoge el cayado del banco y le da con cuidado al perro que dormita a sus piés. Los dos rehacen el camino a casa, despacio, muy despacio, mientras Paulita piensa una vez más en la mierda de haberle hecho caso a la madre, de no quejarse nunca. " Para que haya paz ".

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