domingo, diciembre 05, 2010

La masajista


Lucía no se siente con fuerzas para salir de casa. Se siente aterrada con la idea de ir a trabajar, pero sabe que no le queda más remedío que buscar fuerzas de donde nos las tiene y salir de casa. Esbelta como un figura de porcelana china, su menudo cuerpo coronado por un gran moño de pelo negro, se da un último vistazo en el espejo del cuarto de baño para comprobar que todo está en orden, un pequeño retoque con la brocha en la mejillas y todo le parece perfecto. Su mirada parece velada por una nube de tristeza que no es capaz de ocultar las chispas doradas que salpican el color verde de sus ojos.
Se pone un chaquetón sobre la ropa de calle, recoge la bolsa de deportes del suelo de su habitación y cierra la puerta de casa. Todas las mañanas camina a paso vivo los apenas quinientos metros que la separan del spá donde trabaja. Las placas metálicas brillan cegadoras por la luz del sol que se refleja en ella, ejercen como un imán que la atrajese en contra de su voluntad. Los golfistas madrugadores se preparan para comenzar su agotadora jornada de jubilados de oro ante la entrada del vecino campo de golf. Cuando se acerca, las puertas automáticas del spá se abren suavemente y Lucía siente como si la engullese un dragón.


Al pasar por el mostrador de recepción saluda a sus compañeras y cuando avanza por el pasillo oye como la siguen un coro de risitas y cuchicheos. Se traga la rabía y las ganas de volverse hacia ellas, refugiándose en los vestuarios. Se quita la ropa a tirones y se embute en el uniforme de trabajo, un conjunto deportivo negro que se ciñe a su cuerpo como un guante con el anagrama del Spá sobre el pecho. Vuelve a contemplarse en el espejo para comprobar que está perfecta y se encamina renqueante hasta el control para ver el plan de trabajo.
Mira el listado de clientes que le pasa su compañera, fijándose antes de nada en las edades de las personas que van a atender entre todas. Prefiere ignorar la mirada burlesca de Mónica y se concentra en lo que la supervisora le ha asignado. Ahora empieza lo peor de cada jornada, intentar cambiar los pacientes de su listado con los de sus compañeras, busca siempre atender a las personas más jovenes y se ofrece a lo que deseen para conseguirlo, se hace cargo de los turnos en puentes o en domingos, pero siempre a cambio de que le quiten a los viejos de su listado.
Ahí está el quid. Sus compañeras de trabajo se rien de ella y la llaman puta a sus espaldas.... o la cara cuando algo funciona mal, porque solo quiere tios jovencitos y Lucía traga la bilis porque no quiere explicar la verdad.
Y es que cuando entra en una cabina para dar un masaje, si el hombre que espera plácido o expectante sobre la camilla a que ella comience a tocar su cuerpo es mayor, Lucía siente como si toda ella se derritiese. Cuando en la penumbra del cuarto pone sus manos cálidas sobre un cuerpo ajado, al contacto de las yemas de sus dedos con una piel seca y avejentada, siente una oleada de placer que la envuelve del mismo modo que ese olor a incienso que flota en el ambiente y se demora siguiendo con ternura los surcos que marcan las arrugas, toca las carnes flácidas y dobla las articulaciones rígidas con la mayor ternura. Pero teme que un día pierda el control de sí misma y que sus manos invadan ese territorio mortecino que ella ansiaría hacer revivir.
Por eso solo desea jóvenes, a pesar de pasar por una puta ante los demás....

1 comentario:

Anónimo dijo...

muy tierno y bonito