lunes, febrero 01, 2010

LAS DOS ABUELAS


Parte de lo que voy a contar ahora está disperso en este blog como recuerdos de mi infancia. Me apetecía tocar el tema de nuevo, agrupando una serie de recuerdos de cuando era crío porque siempre he pensado que tener presente a las personas que ya no están es un modo de mantenerlas vivas, aunque solo sea en nuestra memoria.
Hasta que fuí relativamente mayor siempre pensé que todas las abuelas se llamaban María. Vamós que abuela y María querían decir lo mismo. De ahí mi sorpresa cuando comprendí que estaba equivocado. Pues eso, que yo he tenido dos abuelas como todo el mundo. Bueno como todo el mundo, no porque el otro día una amiga me contó una bonita historia de su infancia en la que presumía en su colegio de tener tres abuelas. Pero eso es tema para otro relato, si ella me lo permite.
Sigo. Mis dos abuelas se llamaban Maria y como he dicho antes, por extensión pensaba que María y abuela querían decir lo mismo y hasta no ser bastante mayor, no salí de mi error, más o menos por la misma época que me enteré de la realidad de los Reyes Magos. Mis dos abuela, Maria la Buena, que era la madre de mi madre y Maria la Tiesa o Doña María que fué la madre de mi padre.

I. MARIA LA BUENA
María la Buena nació en un pueblo orensano y, por lo que oí contar a mi madre, tenía en parte raices navarras, de ahí viene el apellido Zay. Mi bisabuela era una joven muy hermosa que vivía medio recluida en casa porque su hermano, canónigo de la catedral pamplonica, la guardaba como oro en paño. Pero apareció por allí el que sería mi bisabuelo al que habían llevado a Navarra desde tierras gallegas para servir al rey y desde que la vió un dia a salir de misa, se prendó de ella y le puso cerco hasta que logró conquistarla. Pero no contaba con la oposición del canónigo que no quería dejar a su hermana en manos de un soldado gallego, por lo que los novios se pusieron de acuerdo para huir juntos y cuando encontraron a la pareja en Estella no le quedó al buen cura más remedio que echarles la bendición.
María la Buena se casó muy joven con el abuelo Emilio que venía de tierras de Aliste, en la zona de la sierra zamorana y que vivía de caridad en casa de unos parientes de El Bierzo porque su familia había perdido toda la herededad a consecuencia de una riada que arrasó la comarca. Mi bisabuelo había sido médico rural y un día que salió a caballo para atender a un vecino, el agua se lo llevó a él, al caballo y a la heredad.
María la Buena y Don Emilio, porque desde siempre le trató a este de don, tuvieron trece hijos y una ferretería en el centro del pueblo, donde se vendían desde sartenes y sommieres hasta escopetas y explosivos, de ahí que a la familia se nos denominase los del Herrero. El abuelo Emilio era un hombre muy estirado y usaba pajarita y sombrero de paja cuando salía de casa y todos los atardeceres se sentaba ante un velador del casino contiguo a la ferretería a tomar vermú con sifón. El abuelo Emilio tenía terror a las tormentas porque a un rayo había matado a su hermano y en cuanto amenazaba trueno por los montes de Santigoso se escondía en un cuarto interior y se metía entre cuatro colchones de lana para protegerse y no salía hasta que su mujer le aseguraba que había pasado el peligro.
La abuela María la Buena luchaba por sacar adelante a sus hijos y se peleaba con las criadas o las lavanderas porque a su marido había que prepararle los caldos más nutritivos ya que padecía del hígado y tenerle las camisas lo más blancas y almidonadas posibles, porque para eso era un señorito. El abuelo Emilio empezaba la comida por la carne o el pescado y acababa con la sopa o el caldo por si aparecía un " diosselopague " mendigando pitanza para que este se llevase los restos de sopa y no de la carne.
Cuando la abuela María le dijo que volvía a estar preñada a sus cuarenta años, Don Emilio se puso como una fiera, como es que se había preñado a su edad, ahora que ya iba a ser abuela, que a ese hijo ni se le preparase canastilla ni nada, que ya se envolvería con los paños de la cocina. Era el numero trece de los hijos, la última de la lista, mi madre y como a todos los anteriores se le puso el santo del día.
Mi abuelo duró poco, un cancer de hígado se lo llevó cuando mi madre tenía poco más de dos años, lo que le valió crecer malcriada por los mimos de los hermanos mayores. La abuela ya no volvió a dejar el luto en toda su vida y luchó como pudo para sacar adelante a la caterva de hijos que le habían quedado, a los que más les gustaba vivir como señoritos que trabajar.
Los hijos mayores se erigieron en guardianes de la virtud de la abuela. Primero espantaron de casa al párroco que iba todas las tardes a tomar su jícara de chocolate a la ferretería con la manía de que la gente murmuraba de ellos dos, a pesar de que en torno a la camilla se reunían varios tertulianos. Después consiguieron que dejase de ir por casa un pariente que trabajaba en Telégrafos con la misma letanía, hasta que consiguieron que no saliese de casa más que a la primera misa del día y, aún así, acompañada de alguna de sus hijas.
La imagen que tengo de ella es de unaa mujer de edad avazada, muy bajita, casi tan alta como ancha, la sonrisa siempre en la boca, con una tez blanquísima y un cutis de mujer joven, el cuello sin una arruga, con el pelo muy blanco y recogido con un moñito en medio de la cabeza que era poco mayor que una castaña. Los años y los kilos hacían que caminase con dificultad y apenas sí salía de casa para ir a misa. Vestida con unos delantales de cuadritos muy amplios, llevaba debajo unos pantalones blancos que le llegaban hasta el tobillo, los pololos, y todas las mañanas se sentaba en una silla baja en la cocina para que mi madre le pasase la peina por el pelo y le ayudase a poner las horquillas para dar forma a su moñito.
Se pasaba las horas sentada a la camilla haciendo punto para los nietos en cuya casa estuviese esa temporada, moviendo las agujas con gran agilidad y pasando las páginas de las novelas de Corín Tellado o de la novena al santo correspondiente, con la punta de la aguja, las gafas de concha redonda en la punta de la nariz. Y la radio siempre sonando, para oir los seriales de la tarde, sorbiéndose las lagrimas con disimulo.
Como tenía la tensión arterial alta se procuraba controlarle las comidas y en el fogón se ponía un puchero aparte para ella sin sal ni grasa pero, cuando creía que no la veía nadie, trasegaba caldo de nuestra cazuela a la suya. O se escondía en la despensa y se comía un chorizo de la matanza entre pan como un niño que hiciese una travesura y si la pillaba mi madre se ponía a llorar como una niña pequeña y decía que mejor la dejasen morir de una vez, a martirizarla de este modo.
Nosotros éramos los nietos del final de la recua. No recuerdo bien el número, pero fuimos cuarenta y tantos y tal vez su preferido era mi hermano mayor porque se había criado muy canijo. Por el contrario, yo siempre fuí gordo y lustroso y un tanto chinche, por lo que la abuela María me llamaba " sochantre " que, por si alguien no lo sabe, es ese personaje que dirige los cantos en el cabildo de las catedrales. Vamos, que no me podía callar y siempre tenía que decir la última palabra, es decir quedar por encima como el aceite, según su expresión. De ahí que en las discusiones con mi hermano mayor, siempre llevase las de perder porque ella abogaba siempre por el desválido.
La abuela María la Buena murió sin enterarse, o sin dar guerra a los demás, una noche de agosto. Al amanecer la encontraron en su cama, sonrosadita como siempre, con aire plácido con las agujas de punto caidas en el suelo y una novena de san Antonio medio abierta sobre el cobertor de la cama.
Yo tendría unos diez años y estaba con nuestra familia veraneando en la costa lucense, cuando nos avisaron de su fallecimientoy mis padres partieron para el entierro, dejándonos a nosotros a cargo de la mujer que nos cuidaba y lo que más rabia me dió es que mi hermano mayor, que había sido siempre su protegido, en lugar de quedarse en casa, esa noche se marchó a bailar en la verbena de san Roque.

II. DOÑA MARIA LA TIESA
De mi otra abuela, doña María la Tiesa, los recuerdos son menos porque la convivencia con la familia paterna entonces era escasa y ahora es inexistente. Creo que las relaciones entre ella y mis padres se reanudaron a raiz de mi primera Comunión, aunque nunca fueron boyantes.
La imagen que guardo de ella es de una mujer muy estirada, a pesar de su cojera, pues tenía una pierna más corta que otra a raiz de una infección en los huesos provocada por una inyección puesta indebidamente, lo que le obligaba a usar un zapato con un gran alza y caminar apoyada en su bastón con empuñadura de plata.
No asocio la sonrisa a su recuerdo, más bien tenía un aire de mujer adusta que está por encima de los demás, siempre vestida de negro, con un pañuelo de seda gris al cuello, el pelo muy blanco, recogido muy tirante en la nuca.
Cuando era niño me llamaba la atención una foto de familia en la que estaba ella sentada muy derecha, el brazo derecho extendido en el respaldo del sillón y a sus piés mi padre y una hermana. De pié a su lado con aire sumiso, había una mujer fea que mi abuela siempre presentaba como la criada hasta que supe que, en realidad, era una hermana de su marido que acabó emigrando a Cuba, como tantos gallegos de la época. De mi abuelo Nicolás solo sé que sus raices eran de un pueblecito de la costa coruñesa y que emigró joven a América de donde volvió con fortuna para asentarse en Lugo donde fué concejal de izquierdas durante la Segunda Republica. En una foto de estudio se ve a un hombre de unos cuarenta años, con un gran bigote y de gran belleza, sentado con aire de elegante aburrimiento posando ante la cámara.
Los padres de doña María habían tenido una gran fortuna pero todo eso se esfumó con la guerra, como en tantas familias de esa época. Eso, unido a la muerte temprana de mi abuelo, la dejó en ruina casi total, de la que solo pudo salvarse la casa donde se refugió ella con sus cuatro hijos pequeños.
Mi padre, que era el mayor de los hermanos, se había fugado de casa a pesar de ser menor de edad, se enroló con los militares franquistas dando una edad falsa por lo que andaba por esos montes disparando tiros. Al terminar la guerra volvió a casa con el grado de teniente del bando vencedor lo que permitió aliviar la situación tan angustiada de doña María y sus vástagos.
Pero esta ayuda duró poco porque los que iban a ser mis padres se conocieron en las fiestas de Las Candelas y se casaron pronto, con lo que se cerró en parte el grifo que socorría a la familia de mi padre. Y esto ya no se lo perdonaron jamás a mi madre.
Y doña María se refugió en la casa familiar con sus hijos pequeños, sin un duro y sobreviviendo como podían. Mis tíos al ser de buena familia, no podían trabajar en cualquier cosa por lo que no trabajaban en nada y se quedaban en la cama hasta media tarde para engañar el hambre con el calor de las mantas. En la fachada de la casa hay dos enormes escudos tallados en granito qe, sin perenecer a la familia, es como si fueran nuestros blasones.
Con el tiempo supimos que para salir adelante doña María se había puesto en manos de un vecino que tenía una sombrerería y que le prestó dinero con usura. Este, todos los días uno de cada mes, presentaba al cobro un recibo de 25 pesetas con fuerte recargo si no se pagaba en el plazo establecido y que no le quedó más remedio que afrontar a mis padres, ante la insolvencia de la abuela. Todavía de niño recuerdo ver una carpeta en casa donde se montonaban los recibos escritos con tinta morada, o tal vez eran moradas las que pasaron mis padres para poder pagarlos. Y este fue el motivo del odio hacia mi madre por parte de Doña María y sus dos hijas, algo que no le perdonaron jamás.
Pero esas cosas las supimos más tarde. Una vez que se firmó la tregua entre los dos bandos íba con mi hermano mayor todos los domingos después de la misa de once en San Pedro a casa de la abuela y nos hacía jugar a las cartas con ella un par de horas, o alisábamos papel de plata para enrollarlo en una enorme bola que serviría para redimir a algún niño infiel, lo que soportábamos porque al final nos daba un duro a cada uno con el que poder ir al cine o cambiar tebeos.
Claro que su afición a las cartas me fué muy beneficiosa más adelante. Todos los jueves se reunía con unas amigas a jugarse unos céntimos a la " canasta " y una de las integrantes del grupo era mi profesora de dibujo, " la patacona " como la llamábamos los alumnos, una mujer muy pequeña y rechoncha como las monedas de diez céntimos conocidas como patacones. Todos los años en junio mi abuela tenía que interceder por mi porque mis artes como dibujante han sido siempre tan notorias como lo de bailarín del Bolshoi y si no es por ella todavía estaría sin terminar el bachillerato.
Hay dos escenas de escalera que se me han quedado muy grabadas. Una de ellas cuando doña María y sus dos hijas se presentaron un día en nuestra casa y empezaron a insultar a mi madre por quedarse con todo. La expresión de señoritinga de aldea y pobretona de pueblo asociadas a las caras de arpía de ellas jamás podré olvidarlas. Y otra, ya muerta doña María. En el piso que ocupaba ella se quedó a vivir su hija pequeña. Una mañana oimos que esta chillaba como enloquecida en la escalera. Después de un rato logramos enterarnos que alguien había entrado en su casa y que había desvalijado una caja que guardaba en su armario con todas las joyas de mis abuelos que, al parecer eran muchas e ignoradas, pues no había dicho a nadie que existían para evitar repartirlas con nosotros. Joyas que habrían podido ahogar muchas penurias pero que jamás se vendieron, por el que dirán. Ese día, ya en nuestra casa, mi madre no podía contener la sonrisa de satisfacción.
Doña María tuvo una recaida de su osteomelietis y murió en el hospital después de unos días de gran sufrimiento, pero no tengo conciencia de haberla llorado mucho.
Pocos años después murió mi padre y eso sí que fué un cataclismo. Y con él, desapareció su familia.

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