
Alfonso se limpia las " velas " con la manga del chaquetón teniendo cuidado de no perder el real que le ha dado su tío y sacude fuerte la pinza formada con el pulgar y el índice para tirar el moco al suelo. El tío le ha dado una perra gorda a cambio de ir hasta la estación y echar en el buzón la carta para su novia. Aprieta fuerte los dedos y siente como la moneda fría se incrusta en la palma de la mano, pero no le importa porque sabe que con ella podrá comprar unos anises en la tienda de la señora Esustoquia.
Con el codo del otro brazo sujeta la pelota de goma contra su costado. Menos mal que la abuela no ha visto como la sacaba a escondidas de casa, no quiere ni pensar en que pueda perderla o picarse. Se la han traido los Reyes y aunque no sea nueva, porque antes era del hijo de la Gorda, ahora le pertenece a él. Por eso, cuando la abuela le deja salir con ella a jugar delante de casa, también él puede decidir a su antojo cual de los críos puede o no jugar con ella, porque para eso es el dueño.
Entra en el patio de la estación apenas iluminado por unas farolas que proyectan su luz mortecina. La niebla que sube del río cuelga como algodón en rama sobre los arbustos del jardincillo delantero. El frío que sube del suelo se cuela por entre sus calcetines y trepa por sus piernecitas de alambre para meterse bajo el forro del chaquetón. De un salto aterriza en medio de un charco para romper el cristal de hielo que lo recubre como un espejo.
Da un trotecillo hasta el buzón, se empina y deja caer la carta dentro de las garras del león de bronce sin olvidarse de decir muy bajito: " Para Palencia " como le recordó su tío pues, si no lo hace, seguro que la carta no llega a su destino. Le da otro golpe a la tapa del buzón para sentir su repiqueteo. Abre la mano, comprueba que la perra gorda está ahí, pero piensa que es mejor guardarla en el bolsillo del chaquetón para poder botar la pelota.
Da unos regates y avanza jugando con la pelota hasta el portal de la estación. Un recuadro de luz amarillenta sale de su interior y proyecta un poco de claridad sobre el exterior. Alfonso se para al ver un grupo de gente. Una pareja de civiles envueltos en sus capotes verdes, tras el que asoman los mosquetones enmarcan a un hombre mal vestido y de aspecto demacrado, la cara casi comida por un enorme bigote.
" Chuta, chaval ", oye que le dice el hombre. Alfonso le da un pase a la pelota con suavidad y el hombre chuta la pelota que va hasta el medio del jardincillo. De pronto, una voz seca, como un ladrido, seguida un tirón de uno de los civiles hace trastabillear al hombre y se ve el brillo de las esposas reflejadas por la luz de la farola.
Alfonso recoge su pelota del suelo con todo el miedo del mundo metido en el cuerpo. Los civiles siempre le han asustado porque la abuela dice que son mala gente, que lo único que hacen es perseguirlas a ella y a las vecinas cuando venden pan de estraperlo. En su confusión cree que los civiles son " rojos ", porque a los vecinos de su calle oye decir que los " rojos " son malos. Por eso confunde todo. Lo único que tiene claro ahora es el miedo.
Echa a correr hacia la verja de salida y no para hasta traspasarla. Se da la vuelta, pero ya no se distingue el grupo, solo la luz amarillenta de la estación envuelta por el algodón de la niebla. Comprueba que la moneda sigue en su sitio y echa a andar hacia el barrio. Ahora maquina como entrar en casa para que la abuela no se entere que ha llevado la pelota con él, sin su permiso.
2 comentarios:
lo de este muchacho no eran piernecillas sino canillas.Pero de todas las formas muy bonito por retrotraerme a la calle nogal
pequeño, esto era para ti.
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