
El día en que murió Franco yo tenía casi diez años. Creo que era una de las mañanas más claras y limpias que vi jamás en Madrid, una luz transparente parecía nacer del aire que bajaba de la sierra como si hasta el cielo se llenase de alegría para ayudar a borrar los años grises vividos hasta entonces. Pero esta reflexion me la hago ahora, al cabo de tantos años. Era a mediados de un noviembre especialmente frío y como cada mañana al llegar al colegio formamos en filas por cursos en el patio para entrar a clases, pero, en contra de lo habitual, el rezo habitual lo dirigió el director y nada más terminar pidió un minuto de silencio por el caudillo y nos dijo que volviésemos a casa, que se cerraba el colegio durante tres días de luto, pero al saltar las primeras muestras de alegría nos dijo enfurecido el director que nos volviésemos a casa pues no tendríamos clase durante los tres días siguientes, pero que no se nos ocurriese chillar ni reir por el camino de vuelta, que se había muerto el padre de todos los españoles.
Por eso mi padre también llegó a casa un par de horas antes de terminar su jornada en la imprenta, donde trabajaba de cajista desde niño, porque su jefe echó el cierre para que todos pusiesen ir a formar parte de las largas colas que se estaban haciendo ante Palacio para despedir al general.
A media mañana mi padre entró en la cocina dando saltitos y silbando de contento, pero me madre le chistó que se callase, porque las paredes de la portería eran de papel y podían oir los vecinos. Todos estos cabrones saben que somos de la cáscara amarga y ahora solo faltan que te oigan silbar en un día como hoy, le espetó en voz baja. La meapilas del segundo segunda está buscando que nos echen de la portería para colocar a su cuñada y no vamos a ponérselo en bandeja, porque a ver como llenamos la tripa a estos tragones, dijo abanicando el aire con la mano para abarcarnos a todos los hermanos reunidos en torno a la mesa camilla, que mirábamos entre asombrados y contentos lo que sucedía.
Mi padre la cogió entre los brazos y le hizo dar unas vueltas bailando alrededor de la camilla, donde todos mirábamos embobados la situación. Mi madre, se soltó del abrazo, riéndose bajito y le dijo a mi hermana mayor que cogiese la botella de sidra que estaba en la despensa esperando la cena de nochebuena y que la pusiese a enfriar en la nevera. Después abriendo el monedero que tenía guardado en el chinero rebuscó hasta sacar un billete de veinte duros plegado en cuatro, alisándolo con esmero sobre el tapete de hule de la camila. Se lo alargó a Alicia para que bajase a la carniceria para comprar un pollo bien gordo, que hoy comían asado como en las fiestas. Y que subiese dos " farias " para mi padre, pero que se asegurase que eran de La Coruña.
Ese día mi madre puso la mesa en la sala y sacó la mantelería y los platos buenos, que solo se usaban en fechas señaladas. La tele de la sala estaba sin voz y mi padre echaba el humo a la pantalla cuando salía Arías Navarro con su carita de mono triste contando que se había muerto Franco, haciendole morisquetas. Me dijo que iba a echarse una siesta y que si quería acompañarlo que lo despertase a las cuatro en punto, que íbamos a dar un paseo los dos juntos.
La tarde de noviembre se había tornado especialmente oscura y el cielo plomizo cubría las calles del barrio de Salamanca, por donde paseábamos mi padre y yo. El aire cortante de la sierra nos segaba la respiración, pero eso no conseguía ahogar la alegría que manifestaba mi padre. A este le gustaba pararse ante los escaparates de las tiendas para ver reflejada nuestra imagen. El, alto y delgado como un banderillero chulo, su silueta entallada por el abrigo gris marengo que le llegaba hasta los pies. A su lado y cogido de su mano yo parecía un pollito asustado, menos mal que en el reflejo no se notaba mi nariz siempre colorada con los mocos colgando. Por fortuna cuando pasamos por el tostadero de cafes de " Peña e hijos " este tenía las puertas abiertas. Mi padre me hizo detener en la acera para aspirar el fuerte aroma a torrefacto que impregnaba ese rincón y entramos en la tienda, para salir al poco con un cucurucho de papel lleno de cacahuetes recién tostados.
Llegamos a El Retiro dejando un reguero de cáscaras vacvías tras nosotros. Las calles estaban vacías y no se veía más que algún caminante que volvía apresurado a su casa. En el parque las hojas secas alfombraban los paseos y llegamos hasta el estanque sin más compañía que la de los gorriones que esperaban se no callese algún grano al suelo.
Nos acercamos al embarcadero y mi padre despertó al barquero que dormitaba en un rincón y alquiló una barca para pasear los dos durante una hora, antes de que anocheciese. Con energía que no me esperaba, mi padre empuñó los remos y cruzamos el lago mientras no paraba de reirse. Cuando estábamos cerca de una de las orillas, de pronto asomó tras un arbol la cara iracunda de un guardia forestal y le gritó a mi padre que si no tenía verguenza reirse en un día de tanta tristeza, mientras enarbolaba amenazadormente su bastón de caña, que para casa o nos llevaba a los dos al cuartelillo.
Mi padre se tragó la risa y remó lentamente hacia el embarcadero para devolver la barca. Podrán hacer que nos callemos, pero la alegría va por dentro y esos cabrones no podrán evitarla, me decía riéndose entre dientes.
Ya caía la tarde cuando entramos en nuestra calle. Al llegar al portal vimos que un vecino ponía una bandera nacional con un gran crespón negro en su balcón, mientras hacía mohines de pea. Paradojas de la vida, pocos años después, el mismo invitaba a los otros vecinos a cava y polvorones porque había sido elegido concejal en la lista de los socialistas para el ayuntamiento de la capital.
5 comentarios:
que tiempos aquellos compañeros y amigos,
Solo le queda a uno qie recordalo con la alegria que el acontecimiento merecia.......
lastima que no lo enterrasen boca abajo, por si despertaba......
je je je pero tiene una gran losa
Que más se puede pedir de un pueblo que deja morir a un asesino en la cama y con honores. Pues eso,... que los mismos y con los mismos nombres y su extraña capacidad camaleonica, sigan en la cúspide.
Que todo cambie para seguir igual... esa es su máxima y parece que también la de esta sociedad enferma de alzheimer.
Daros por abrazados.
Pues yo habia terminado la mili un mes antes y me case un mes despues.
Saudos.
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