sábado, febrero 04, 2023

A PRAIA DE ARNELA

 Para Emilio que me ha dicho que ha tenido la paciencia de leer todo mi blog.



Un día ves una imagen en internet, lleva asociada un nombre que hace que salgan a borbotones los recuerdos y, de pronto, brota una cascada de imágenes que llevan archivadas en la memoria más de sesenta años. Eso es lo que me sucedió al ver una imagen de Arnela, una playa, entonces salvaje, a la que íbamos algunas tardes para sacudir la dulce modorra en la que se deslizaban las vacaciones en Fontán, entonces poco más que una aldea, a donde nos llevaban nuestros padres a pasar el verano.



Recuerdo la casa de Fontán en la que pasábamos los meses de verano. La dueña era una mujer viuda, Manola, con una expresión de bondad cansina en su rostro, siempre vestida de negro con la ropa cubierta por un polvillo gris, porque trabajaba en la tejera del puerto. Alquilaba su casa a los veraneantes para sacar unas pesetas mientras ella se iba a vivir a una casa próxima de su hermana Antonia, una mujer coja que usaba una bota con una alza enorme y que trabajaba de costurera. En la habitación que daba a la calle tenía su lugar de trabajo con una máquina de coser de sobremesa y cientos de carretes de hilo de colores con los que me encantaba jugar a formar castillos.






 El olor a lejía que impregnaba el piso de madera reluciente de puro limpio, la hornacina con el santo sobre la cómoda del dormitorio, las serpentinas y el gorro de fiesta que habían dejado mis padres al volver una mañana de los " Caneiros ", el agua fresca en la " sella " de la cocina, la tapia del patio cuajada de celestinas de color añil y de capuchinas naranja...y la siesta, de pronto interrumpida por las voces de uno de los críos de la pandilla, que aparecía proponiendo ir a recoger moras en las zarzas del monte, algo que era aceptado de inmediato. Ponerse las chanclas y la gorras, coger un calderito donde guardar las bayas y salir corriendo de casa, antes de que nuestra madre nos echase el alto.




Salíamos del pueblo por el Castillo, una bóveda de piedra medio derruida resto de una torre de vigilancia de la ría, bordeando la parte alta de la playa por un camino con eucaliptos que susurraban con el viento de la tarde, pasábamos por detrás de la tapia de la finca de la tía Juanita que encerraba unas deliciosas manzanas y salíamos al monte a través de huertas y de maizales. El camino estrecho serpenteaba cerca de la costa hasta llegar al monte " del rico " primero y después al monte " del pobre ", lugares que nunca supe porque se llamaban así.  Los altos eucaliptos se mecían con el viento que se deslizaba entre sus ramas tejiendo una dulce melodía y a sus pies había enormes helechos y, lo más deseado, las matas de zarzas cuajadas de zarzamoras maduras. Cada uno iba llenando poco a poco su caldero pues se comían más que se guardaban, poniendo churretones alrededor de la boca y tiñendo los dedos de color morado.



La excursión culminaba en la playa de Arnela, en Carnoedo, un lugar que nosotros creíamos salvaje y aislado de todo el mundo. Del camino que iba bordeando la costa salía un sendero zigzagueante que bajaba hacia la playa, a esa hora sombría, pues la luz del sol solo la bañaba por las mañanas. Tal vez por ese motivo nunca encontramos a nadie en ella, salvo a los críos de nuestro grupo. Conservo un recuerdo imborrable: la sensación de pisar la arena fría, con un frio que envolvía los pies y subía por las piernas. Quitarse la ropa y dejar solo el bañador para rebozarse en esa frialdad tan agradable, acercarse a la orilla del mar y meterse dentro para salir corriendo tiritando de frio y ponerse la ropa entre chillidos de alegría, felices al sentirse libres de la presencia de extraños o de nuestros padres. Y algo que no he vuelto a ver en ningún otro lugar: las pulgas de arena, las cochinillas de un color rosa casi traslúcido y que brotaban saltando de la arena cual pequeños saltimbanquis. 




La vuelta a casa con el camino envuelto en las sombras del atardecer, acelerando el paso porque se acercaba la hora de la cena y ya nos estarían buscando. Aunque, a veces, teníamos tiempo  para coger una calabaza en una de las " leiras ", las huertas cercanas al pueblo. Ahora cuando veo esa moda importada de los americanos ese " halloween " me acuerdo de lo que hacíamos con las calabazas. Se cortaba una rebanada de la tapa, se le vaciaba de la pulpa y de las semillas la pulpa y con un cuchillo afilado abríamos los huecos de ojos, nariz  y boca, poníamos una vela encendida dentro y se cubría con la tapa, dejándola toda la noche sobre el alfeizar de nuestra habitación... Cuantos recuerdos al ver una simple imagen en internet...


4 comentarios:

Anónimo dijo...

Muchas gracias, amigo, es auténtico

Anónimo dijo...

gracias a ti, un saludo

Luis Serrano dijo...

Bueno Carlos, este va a ser mi primer comentario en este tu espacio. No será el último.
Tu modo de narrar, (de ir deshilvanando los recuerdos cosidos en tu memoria para transmitirlos y así hacerlos llegar a tus seguidores, la sensaciones, recuerdos y emociones que viviste en tus años de adolescencia) tiene una profundidad en los detalles, en esos pequeños detalles que son en realidad la verdad de lo vivido que estoy seguro que terminaré por leer todas tus entradas.
Por ahora gracias por concederme la posibilidad de compartir contigo.
Un abrazo

Martin dijo...

Leyendo tu precioso relato, recuerdo un viaje en Galicia hace un poco más de treinta años. Estabamos a Laxe, y cada día despues del desayuno, ibamos a través las dunas alla playa. La playa teníamos casi para nosotros, solo unas gaviotas estaban li con nosotros. Al camino alla playa estaba un montón de zarzamoras - porquesto tu relato mi recuerdé a Laxe! - llenos de moras maduras dulces, deliciosas, y irresistibles. Estaba siempre la segunda parte de nuestro desayuno, y siempre nos tardaba una hora en llegar a la playa. Así, un recuerdo evoca un otro ...

Martin