miércoles, enero 16, 2019

Yo fui un chico del Preu






Yo también fui uno de los chicos del Preu. Como en el colegio donde estudié los dos últimos cursos de bachillerato no se podía cursar, mis padres buscaron un colegio en el que poder hacerlo. No recuerdo bien por consejo de quien me matricularon en el Colegio que los Hermanos de La Salle de Santiago de Compostela, aunque es muy posible que fuese de  una charla en la peluquería entre mi madre y la madre de Bruno,  un compañero de clase.











Bruno ha sido una de esas personas que dejaron una gran huella en mi. Muchos años después,  no sé cómo bien salió a colación su nombre en una charla con un amigo alicantino y a través de él me enteré de su muerte prematura, así como de su única hermana.
Bruno tenía madera de líder, aunque no se daba la menor importancia. Alto y muy moreno, un enorme lunar en la mejilla, cara alargada, caballuna y una gran mata de pelo, el cuerpo desgarbado, como si no supiese qué hacer con él. Comenzamos a intimar pues, al vivir muy cercanos, salíamos todas las tardes del colegio hablando de todo lo habido y por haber, en especial de cine y libros. Recuerdo una anécdota en la que, en un viaje a Coruña con sus padres,  se cortó el pelo a la navaja que le costó un dineral, ni más ni menos que 25 pesetas y se pasó una semana durmiendo sentado para no deshacer el tupé. En su casa, porque el chico era de buena familia y tenía hasta un pick up, escuché por primera vez a Adriano Celentano cantando "Preghero " mientras nos poníamos morados con los bocatas de los embutidos de la fábrica de su padre. De su madre recuerdo el aspecto de matrona italiana, un pelo negro como ala de cuervo, los labios de rojo sangre  y un tintineo de pulseras.





Llegué con mi madre a Santiago la mañana del primer domingo de octubre del 1965.  Como no, caía una llovizna persistente que da ese brillo y esa luz a la piedra de la ciudad. Tras comer en un restaurante al principio de la rúa do Villar ( no se me olvida: caldo gallego y empanada ), subimos en un taxi al colegio. Y allí me quedé solo rodeado de desconocidos, viendo marchar a mi madre hecha un mar de lágrimas.
El colegio está situado en la parte alta de la ciudad. Un enorme edificio grisáceo en forma de L abierta, toda la fachada llena de grandes ventanales de hierro. Delante, los campos de deportes  y tras él unos chopos inmensos que se batían sin cesar por el viento. Unas jaulas donde los curas criaban faisanes y pavos ( quien los comería ) y en un rincón umbrío una casa de piedra de dos plantas, a la que se accedía por una pequeña escalinata. Y más atrás de todo, un inmenso edificio de piedra parda casi negra de aspecto tétrico y amenazador donde unas monjas de clausura hacían su vida de retiro. Durante el día estaban muy tranquilas o, al menos con el ruido de todos nosotros no se les oía pero, en cuanto caía la noche no paraban hora tras hora de darle a las campanas. Se ve que tenían el sueño cambiado.





Las habitaciones de los internos estaban en la cuarta planta. Eran espartanas, con una cama pequeña de metal y una mesilla de pino a la izquierda, un armario empotrado a la derecha, una mesa con un flexo en un rincón, una silla incómoda donde hacer los deberes y un lavabo con un espejo ovalado en el otro rincón. Y al fondo la ventana que se abría a un tejadillo de uralita y desde la que se solo se veía una pared verdosa por la humedad un par de metros más allá.
Llegó la hora de la primera cena. Tras formar todos los internos en el patio bajo la lluvia, entramos ordenadamente en el inmenso comedor donde nos distribuímos en mesas de cuatro alumnos. Presidiendo todo, sobre un estrado tras el que colgaba un gran crucifijo, estaba el Prefecto y tres o cuatro frailes más, se sentaban en una larga mesa.
A la mesa me senté con dos viejos amigos, Fernando y Luis  "el del registro "





y un tercero hasta entonces desconocido. Guemes venía de una aldea de la montaña pontevedresa y era redondo y pequeño como una manzana de invierno. Rubio pajizo, las mejillas siempre rojas y llenas de pecas, mantenía en su expresión una perpetua cara de sorpresa.
El Prefecto dio unas fuertes palmadas y se hizo el silencio en el comedor solo interrumpido por el ruido de las sillas arrastradas al ponernos todos en pie.  Tras rezar la acción de gracias comenzó la cena. Y con ella, las horas del hambre.
Porque allí es la única vez en mi vida que pasé hambre. Pero no hambre de esas que tenemos al ponernos a dieta, sino hambre de necesidad. La comida era pura bazofia y el pescado prefiero ni recordar como era. Muchos días salíamos del comedor con un bollo de pan, una fruta y mucha agua en la tripa. Porque el agua era gratis y abundante. Tras el comedor estaban los grifos donde íbamos a llenar las jarras de agua y allí se pasaba al comedor de los frailes. Era doloroso ver pasar a los fámulos con enormes bandejas de aluminio llenas de filetes y hojas de lechuga que nosotros no íbamos a probar. Tras las comidas el Prefecto y sus compañeros se metían en el comedor de los frailes, imagino que para compensar la pitanza de nuestro comedor.




Benditos eran los paquetes que llegaban de casa y que mi madre preparaba con tanto cariño. Las castañas de la tierra, las galletas de nata hechas por ella, las tabletas de chocolate, los tubos de leche condensada que exprimía hasta dejarlos exhaustos. Todo ello comido a cuentagotas para que durase más.
Sobrevivimos con eso y con los cacahuetes comprados los escasos días que podíamos salir en una tasca cercana y que metíamos de matute en el colegio. Con el bollo de pan reservado de la comida se preparaban unos bocadillos con los que matar el hambre perpetua. Se pelaban con parsimonia, se les quitaba la piel y se hacía un montoncito que se iba comiendo despacito con el pan para que durasen más.
Tras la cena se subía siempre en fila y en silencio a las habitaciones para estudiar hasta las once, momento en que tras las palmadas de rigor del Prefecto, se cortaba la luz de las habitaciones y nos dejaban toda la noche a oscuras...aunque la solución para poder seguir leyendo o estudiando la teníamos en las velas que comprábamos en una tienda de la Algalia de Arriba, contigua al bar de los cacahuetes. O con los cabos de velas sobrantes robados después de la misa en la capilla. De este modo se alargaba el tiempo de estudio e íbamos destrozando la vista poco a poco pues ese mismo invierno me tocó comenzar a usar lentes.





El despertar era siempre a ritmo de palmadas y con el Himno nacional sonando a todo trapo. El fraile iba aporreando puerta tras puerta y había que asomar el morro rápidamente pues a las ocho en punto comenzaba el descenso a la capilla. Tras la misa diaria, desayuno y comienzo de clases. No se por que, pero no tengo ningún recuerdo de los frailes que nos daban las distintas asignaturas, solo una imagen de tedio grisáceo,  grandes ventanales cegados por la lluvia y un deseo irrefrenable de que sonase la campana anunciando el fin del aburrimiento.
La hora de la comida, mejor pasarla por alto. Pero tras ella venía lo mejor del día pues en el pabellón situado tras el colegio nos refugiamos los internos de los cursos superiores, mientras los demás corrían como posesos por los patios. Aquel era un espacio de libertad controlada donde podíamos fumar, charlar y tomar un café instantáneo mientras hacíamos los pinitos con las cartas o con los dados de poker. Y pensar que ya éramos mayores. Y libres...
De todos los compañeros guardo un recuerdo especial de un puñado de ellos. Estaba Herbert " el suizo " un chico huérfano que no se bien como vino a recaer en este internado, muy dulce y amable que apenas si hablaba y siempre sonreía.  O Felipe de Silleda, muy serio y reservado que quería ser notario e iba por la vida ya adoptando aires de reserva y prudencia. O los hermanos Varela, alocados y siempre con ganas de juerga, uno de los cuales me echaba los tejos de modo descarado a lo que yo, revestido de dignidad, siempre me hacía el loco...





Y de los profesores, aparte del Prefecto, siempre con el silbato en la boca y guiando el rebaño a golpe de palmadas, solo recuerdo al hermano Francisco. Delgado y muy alto, con nariz de aguilucho que siempre caminaba con el cuerpo hacia delante, como si quisiera llegar con la cabeza un minuto antes que el resto del cuerpo a los sitios. Delicado y espiritual, gran aficionado a la fotografía, usaba modos untuosos y, sin darte cuenta, siempre sentías su brazo rodeando los hombros. El Suizo y yo éramos sus modelos preferidos y, de vez en cuando, nos pedía posar para él.
Se convocó un concurso de redacciones en loor de la Virgen y el hermano Francisco me animó a participar y él mismo se encargó de darme casi escrito el texto. Casualmente era también el encargado de seleccionar el ganador...y casualmente me eligió a mi. Las 50 pesetas del premio ya se puede imaginar en que las gaste: en comida...
También puso en marcha una obra de teatro " moderno " de un autor que no recuerdo, pero sí que se desarrollaba en un campo de concentración alemán. Solo se que me asignó el papel de teniente nazi dadas mis hechuras. Tenía que decir una frase llena de rabia mientras empuñaba una pistola  " Muere, perro judío ". Pero no había forma humana de que le diese a mi actuación la mínima saña...y acabé haciendo el papel de perro judío que no tenía texto.









Una noche, poco antes de la hora de queda, llamó el Prefecto a mi puerta y me dijo que habían avisado de casa que mi padre estaba enfermo y que debía de irme por la mañana a casa. Esa noche conté todas las horas sin lograr conciliar el sueño, oyendo zumbar el viento tras la ventana y a las monjas del convento vecino que no cesaban de tocar las campanas cada hora. Sentado en la cama, con el libro de texto sobre las rodillas y a la luz de la vela me pasé toda la noche intentando memorizar el poema de Curros Enríquez
   " Una noite na eira do trigo
      ao refrexo do branco luar
      una nena choraba sin trégolas
      os desdés do ingrato galan
      I a coitada entre queixas decía
      xa no mundo non teño ninguén,
      vou morrer e non ven os meus ollos
      os olliños do meu doce ben... "





Llegó la mañana y el fraile me acercó a la estación. Al llegar a la estación de Monforte, un taxista se acercó y me dió el pésame. Sentí que el cielo se derrumbaba sobre mi. Muchas veces he pensado después, todas las filigranas que tuvo que hacer mi madre para hacer frente a las mensualidades del colegio pues durante muchos meses no tuvo ningún tipo de ingresos.
Los domingos eran días especiales. En algunas ocasiones me invitaba a pasar el día en su casa mi prima Emma lo cual conllevaba que ese día comería caliente y muy rico. Vivía en un piso amplio en la zona moderna de Santiago y entre la familia tenía fama de ser un tanto extravagante y alocada, pero a mi siempre me dió cariño y ahora, pasados tantos años, la recuerdo con afecto y agradecimiento, pues me mató más de un hambre atrasada y, lo más importante, me dió cariño en una época que estaba muy necesitado de él.








Los otros domingos que no tenía la suerte de ir a su casa, salía con unos amigos después de comer en el colegio y nos íbamos a tomar café al " 42 " en la rúa do Franco donde tenían un aparato en el que se podían ver los antediluvianos precedentes de los videoclips. Máquinas de discos con película en la que, tras introducir un duro en la máquina podíamos ver bailar a las gemelas Kessler o a Silvie Vartan, aunque la preferida era Francoise Hardy que en el último vagón de un trenecito en el Bois de Boulogne cantaba " Tous les garçons et les filles " esperando el momento final en el que un ráfaga de viento le levantaba la falda y podíamos entrever unas pudorosas bragas blancas.
O , si nos sentíamos más señores, nos íbamos a la plaza del Obradoiro a ver los coches de lujo aparcados delante del hostal de los Reyes Católicos y después a tomar un café en el salón del hotel donde, en el colmo de los lujos, nos ponían azúcar moreno con el café. Y tras callejear el resto de la tarde, pues no había dinero para más, recalábamos en el " Tixola " donde nos ponían un enorme bocadillo de calamares por tres pesetas. Y vuelta al trullo.
En esa época descubrí la fascinación de perderme en una librería. Recuerdo en especial la Librería González en la rúa do Vilar donde descubrí los libros en gallego y en donde compre " Cuerpos y almas " de Maxence van der Meersch que devore con ansia y en donde me sumergí en la magia de la medicina, germen de mi futura vocación profesional. Y además, muy cerca de la librería estaba el maravilloso escaparate de la Pastelería Mora.
Una tarde, al salir de la librería, recuerdo que se montó un gran revuelo. Fue la única vez que vi en persona a las Dos Marías, en medio de un grupo de jóvenes que las piropeaban y se reían con ellas. las caras esperpénticas, totalmente maquilladas como si fuesen máscaras japonesas, blancas por los afeites y con labios rojos como la sangre, vestidas de encaje, parecían felices siendo el centro de atracción de todos. Después me enteré de su vida, de todo el horror y tragedia que escondían tras sus máscaras festivas.








Se acercaban los Carnavales y no sé quién en las reuniones de la tarde lanzó la idea de que nos podíamos escapar por la noche los internos para ver las fiestas en la calle. Hicimos mil planes y organizamos todo en secreto. La noche del Martes de Carnaval, cuando ya estaba todo el colegio en silencio, los mayores fuimos saliendo en silencio de nuestras habitaciones y bajamos a oscuras las cuatro plantas como sombras procurando no hacer el mínimo ruido. Cuando llegamos al vestíbulo, de pronto se encendieron todas las luces y nos encontramos de bruces con toda la comunidad de los frailes que nos estaba esperando. Nunca supimos quien dio el chivatazo. Nos hicieron bajar a la capilla y allí nos tuvieron dos horas en silencio y de rodillas. Después nos mandaron a la cama con el rabo entre las piernas y el anuncio de que se acababan las salidas de los domingos y las reuniones en la casa de piedra del patio.
Llegó la semana Santa y, con ella, la mortificación. Así que nos fuimos de ejercicios espirituales durante tres días a la casa de Ejercicios situada en la zona de la facultad de medicina al pié del parque de la Herradura. Para dirigir esos días se trajeron a una " estrella "  de la espiritualidad el Padre Enrique Iniesta, un escolapio progresista en aquellas épocas de oscurantismo y que nos fascinó a todos con sus charlas arrebatadoras donde mezclaba los " tacos "  con su concepto del amor y de la amistad. Fueron días enfervorizados donde asistíamos a sus charlas hasta la madrugada, entre nubes del humo de los cigarrillos y el deseo de ser las personas mejores del mundo, donde nos intercambiamos cartitas entre nosotros no se si llenas de amor espiritual o carnal y de donde salí con la idea de que mi futuro estaba como misionero redimiendo negritos en el Africa tropical.







Y como no podía dejar escapar esa ocasión de ser el centro de atención se lo hice saber a mis compañeros. Que me iba a Misiones. Esto me procuró el respeto de todos, me comenzaron a tratar como si fuese ya poco menos que el Padre Damián remidimendo leprosos en Molokai. Este revuelo llegó a oídos del Director que, con muy buen criterio, hizo venir a mi madre y nos reunió a los dos en su despacho. Mi madre totalmente vestida de negro, con cara de Dolorosa se retorcía las manos mientras yo me sentía poco menos como un mártir al pie de los leones. Pero el fraile me puso los pies en la tierra y me dijo que me dejase de chorradas, que no hiciese sufrir más a mi madre, que me dedicase a estudiar, que no tenía tanta vocación de misionero como de artista de circo. Nunca supo ese buen señor cuanto he agradecido que me rebajase los humos de santidad para seguir siendo una persona normal.
Entre tanto se acababa el curso y llegó la época del examen en la universidad. Pero esto ya es otra historia. De mis compañeros solo me quedó un recuerdo agradable que los años no han borrado , a pesar de no volver a verlos jamás.









No hay comentarios: