sábado, diciembre 22, 2018

Este año no hay cuento de Navidad, tan solo una simple historia...





Median los cincuenta del pasado siglo. Todo es gris en el entorno: las calles, el cielo, las personas que pasan, los ánimos de las gentes. La niebla, que trepa como una araña gigantesca desde la ribera del río, ahoga la ciudad.  A la Rosa le han llegado las aguas hasta el reborde de la tarraña. Desde que se ha casado con el Isidro se ha cansado de tener las tragaderas abiertas todo el día y que por ellas no pasen más que miserias. Y lo de ver es un decir,  porque se le han empañado de la rabia los cristales de las gafas de culo de vaso con los que afronta la vida. Está cansada de pedir y de pedir todo el día y hoy, que tiene que preparar la cena de navidad se encuentra sin un real en el bolsillo y apenas si hay carbón con el que encender la cocina. 









Por la mañana temprano ha vuelto a tener bronca con el marido para que le deje dinero  con el que hacer frente al día pero este, como siempre, se fue rezongando escaleras abajo y no le dejó más que aire entre las manos. En la tienda,  la señora Isolina le ha dicho que no le fía más que pan y leche para los niños, que tiene mucho atrasado en la cuenta y hasta que no dé una señal no hay más pitos que tocar. 

Llega a la plaza mayor y en un callejón lateral está el taller de su marido. " La bien plantá Composturas de calzado "dice el letrero medio despintado que cuelga sobre la entrada. Un local oscuro donde se afanan el Isidro y su socio el Baltasar poniendo tacones y media suelas a zapatos que ya no hay por donde agarrar.
Al verla entrar su marido hace un gesto de fastidio y el Baltasar se larga diciendo que es hora de almorzar. Y empieza la batalla. Se cruzan los reproches de cada día, pero el marido no suelta un duro. Dice que está todo muy mal, que nadie paga y ella le echa en cara que todo lo que gana es para vino y para jugarselo a las cartas y se olvida de lo que tiene en casa. Nada nuevo que no se hayan dicho una y mil veces. El Isidro, más para calmarla que pensando en que lo hará,  le promete que a la noche llevará algo y ella se larga dando un portazo que hace bailotear la bombilla que cuelga de un cordón del techo del taller, espantando las moscas que dormitan. 







 Entra en la churrería de Dos de Mayo y pide un café de recuelo y cuatro " porras " para que se las apunten a la cuenta de su marido. Come una y, pensándolo mejor, envuelve las otras tres en papel de estraza y las guarda en el bolso para el desayuno de los niños. A su lado está la vieja Palmira, envuelta en mil refajos de lana con el fajo de periódicos que va a repartir a sus pies. Mientras esta moja su churro en la copa de " chico y chica "  le dije por lo bajo que la situación está de culo y que a ver si el general " Pata cortas " la espicha de una vez . La Rosa al menos ha entrado un poco en calor antes de salir de nuevo a la calle. Recorre los puestos del mercado que hay bajo la Marquesina a las espaldas del colegio de las " Arrepentidas " buscando una cara amiga, pero las vendedoras van poniendo cara de no conocerla hasta que una de ellas le hace una seña para que se acerque y le pone cuatro manzanas en un cucurucho de papel. " Ya me las pagarás, tranquila " le dice con una media sonrisa en la cara. 








Llega a casa, se agarra al pasamanos con rabia y va subiendo lentamente los cuatro pisos hasta su vivienda. La sale a recibir el gato que sabe de afectos y de hambres atrasadas, se restriega contra su piernas y maúlla pidiendo un bocado que sabe que no va a llegar. No piensa más en lo que lleva un buen rato rumiando y agarra la bolsa de hule que cuelga de un gancho tras la puerta de la cocina. Mete dentro una botella de agua que llena del grifo, las cuatro manzanas y un puñado de cascajo que le ha dado la suegra. Va a la cómoda del dormitorio y coge pañales y un par de camisetas de los niños.
 Calienta un cazo con leche y miga allí las " porras " que ha traído de la calle y la reparta en dos tazas. Va al cuarto de los niños y los espabila para que desayunen. La Rosita tiene poco más de cuatro años, una mirada llena de vida y un aire de comerse el mundo. Su hermanito, el Isaías, no llega a los dos años y es muy parado, todo lo contrario de la hermana. La Rosa lo sacude bien para que se espabile y lo envuelve en una toquilla de lana. Coge al niño en brazos y agarra la bolsa y le dice a Rosita que la siga. La niña le dice que espere un momento y corre a recoger una muñeca de su cama . Cierra la puerta y les sigue el maullido hambriento del gato mientras baja los cuatro pisos.










Ya en la calle bordea la larga tapia de la estación,  se dirigen hacia la salida de la ciudad. La carretera es como una masa de borra gris apenas más visible cuando se cruzan con las luces amarillentas  de los coches. Avanzan los tres, la niña delante canturreando a su muñeca y ella con el niño en brazos detrás, procurando no meter las zapatillas de paño en algún charco. En lo alto del cielo el sol ya ha desistido de atravesar la niebla y apenas si se deja ver un resplandor. Pasan al lado del cuartel de donde llegan las voces de los soldados haciendo ejercicio y les llega el olor de las cocinas donde se prepara el rancho para la tropa. 

La caminata es larga, van pasando las horas y los brazos le duelen del peso de su hijo pero en cuanto lo baja al suelo para que camine, este se echa a lloriquear así que lo vuelve a coger en brazos, tragándose el cansancio. Delante de ella la niña va tan feliz agachándose de vez en cuando para coger alguna flor marchita con las que va haciendo un ramito, Llegan a lo alto de la cuesta del cerro sobre el que han levantado un monumento los vencedores de la guerra. Las alas del inmenso ángel de cemento, difuminado por la niebla, parecen las de un enorme buitre que acecha lanzarse sobre la ciudad que se extiende a sus pies. 







El frío se mete por todas partes y Rosa apenas siente las manos entumecidas, pero  no detiene la marcha un momento. A media tarde, cuando la noche está al caer, ve su pueblo a lo lejos. Aprieta el paso, le dice a la niña que se aligere y deje las flores y llegan a las primeras casas cuando ya apenas se ve. Menos mal que la casa de sus padres está cerca del río, a la entrada del pueblo y así no ve nadie llegar al grupo.

La casa de los abuelos siempre está abierta para todo el que pasa, por lo que no hay que llamar a la puerta. Entra en la cocina y le da un susto a la madre que se afana ante el fogón. Voces, alguna lágrima y el abuelo que llega ante el jaleo. La abuela toma el mando, hace sentar a los tres al brasero y prepara tres tazones de leche caliente con pan migado. En la taza de Rosa añade un chorro de coñá. Y deja que se adormilen los tres mientras prepara la cena de Nochebuena.








La sopa de menudillos resucita a los muertos y el pollo guisado que han criado en el corral les sabe a gloria a todos. Pero lo más importante es el calor reinante y el afecto de la familia. El abuelo rasca la botella de anís al tiempo que canta un villancico. La niña le da vueltas a la matraca mientras en el suelo su hermano aporrea un tambor de hojalata, hasta que poco a poco el cansancio del día los va venciendo.. 

A medianoche se sube todos a dormir, con las botellas de agua caliente en la mano para calentar las camas. Rosa se mete en el cuarto con los niños, Rosita se deja caer rendida en la cama y ella cambia el pañal al niño. Los tres se apretujan en la cama, con los pies cerca de la botella del agua caliente.  A Rosita le encanta deslizar poco a poco los pies de la zona de caliente a la frialdad de las sábanas. 
A lo lejos comienzan a sonar las campanadas de medianoche en la parroquia del pueblo, que se entremezclan con los petardos que la gente lanza a la salida de la misa del Gallo.Es medianoche, ha nacido el Niño Dios, piensa la Rosa, mientras lágrimas de rabia y de pena dejan un cerco en la almohada. 







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