sábado, septiembre 23, 2017

El fraile cachas, la monjita alegre y el " pobre Chipirón "

Corrían mediados los años setenta. Por entonces, al mismo tiempo que me preparaba como residente en Pediatría, trabajaba de médico de guardia en una clínica de los Hermanos de san Juan de Dios que, aparte de ser los propietarios del centro, se encargaban de los pacientes varones del mismo. Para la parte femenina de la clínica, las hermanas de la caridad de santa Ana ( que, serían algo así como las tías de la Virgen, digo yo..) eran las que controlaban a todas las pacientes ingresadas. Dos mundos contiguos que se rozaban, sin llegarse nunca a mezclar: los frailes por un lado, las monjas por el otro, con sus correspondientes clausuras separadas por un muro infranqueable.
En medio de la clínica, separando y uniendo ambos mundos, estaba la capilla y ante esta el hall y en un lado la garita de información casi toda ella ocupada por una centralita de teléfonos, de esas de clavijas que recibía llamadas de la calle y las pasaba a las habitaciones o que servían para las comunicaciones internas del centro.







En mi jornada de trabajo tenía muchos espacios muertos, en especial los fines de semana, por lo que, después de andar zascandileando por toda la clínica, me sentaba ante la centralita para dar un descanso a las buenas de Conchi o de Leo y me lo pasaba como un enano metiendo y sacando clavijas. Todavía recuerdo el golpe seco que daban estas al soltarla mientras las engullía el mueble.
El que encargaba de la centralita en el turno nocturno  de era un ser un tanto especial, pienso que no de excesivas luces pues, a pesar de los años que llevaba en la clínica, el teléfono era para el un enigma insondable y el recibir y pasar las llamadas correctamente eran toda una aventura para él. No recuerdo el nombre porque todos le llamaban " Chipirón " desde que una noche lo pilló la hermana cocinera a altas horas arrebañando una cazuela de calamares en la cocina.



Vamos a la historia.
Un día hubo cambios entre los frailes. En medio de aquel mundo de señores rancios apareció el hermano Eusebio. De unos 25 años, alto y bien plantado, un morenazo de pelo rizado,  gafas doradas, lo que se llama un cachas de gimnasio, siempre con camisetas blancas de manga corta, sin bata que lo ocultara, se movía por los pasillos taconeando sobre los zuecos a un ritmo vertiginoso.
Pronto se produjeron cambios entre las monjitas, comenzaron a encargar con más frecuencia a las camareras de planta cosméticos y tintes para el pelo y todas las monjas lucían un flequillo caoba que chorreaba tinte y a más de una tenía las mejillas como tomates en sazón porque se les iba la mano en el colorete.
Hasta la " Cagapoquito ", así llamada por sus compañeras de orden por lo tacaña que era pues decían que no iba al water por no gastar papel higiénico, lucía pizpireta en el botiquín de su planta o cuando preparaba las bandejas con comida para las ingresadas. Y es que era tan rácana que si tenía diez pacientes en planta pedía siete raciones a cocina y todavía devolvía dos sin usar y cortaba los espárragos a lo largo en dos con ayuda de un bisturí.
Tal vez la preferida entre todo el cotarro femenino era la hermana María Auxiliadora por tratarse de la menos vieja del conjunto, una monja navarra recia y coloradota, que rondaba los cuarenta años y que luchaba para disimular una pechera exuberante y cuya una alegría contagiosa contrastaba con la seriedad de las demás.
Pero esta felicidad no iba a durar mucho.



Una noche de madrugada se encendió en la centralita la luz  que correspondía al teléfono de una de las salas de parto, a pesar de que esa noche no se esperaba ninguno y no había comadronas en el centro. El " Chipirón " se levantó adormilado de la colchoneta en la que dormía bajo la centralita y metió la clavija para responder.
" Digame, que quiere ", habló con voz somnolienta.
" Por favor, quiere llamar a la habitación del hermano Eusebio a ver si está con él la hermana María Auxiliadora ",  dijo una voz femenina meliflua.
Y el bueno del telefonista, sin pensarlo dos veces, porque no era persona de mucho pensar, metió la clavija en el teléfono del fraile.
" Oiga, dijo cuando oyó la voz soñolenta del fraile, que si está la Mari Auxi con usté ".



Menudo estrépito se escuchó por la clínica, como si un Zeus cabreado lanzase sus rayos de modo desaforado. El fraile, cual un hércules iracundo se presentó en la centralita preguntando a voz en grito el motivo de la llamada a esas horas y agarrando  por la bata al pobre " Chipirón " y lo zarandeó como una vara verde pidiéndole explicaciones. El pobre balbuciendo como un niño no supo que responder. A poco aparecieron el resto de los frailes en pijama y con caras de sueño, pero ninguna de las monjas. El hermano Eusebio subió a los quirófanos en busca de la persona que había llamado desde allí pero allí reinaba la oscuridad más absoluta, lo mismo que a la entrada de la clausura de las monjas.
A la tarde siguiente, cada uno por su lado, desaparecieron maleta en mano camino de sus nuevos destinos, el fraile cabreado y la monja llorosa. Y esa noche " Chipirón " volvió a dormir plácidamente sobre su vieja alfombra, tras haber dado una batida por la cocina.

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