lunes, marzo 27, 2017

Tío Chisco, el boticario


Tío Chisco era el marido de tía Nieves. Todos los veranos, después de pasar la temporada en la playa, continuábamos las vacaciones en su casa coincidiendo con las fiestas del Cristo a las que seguían las vendimias, lo que convertía esta época en la mejor del año, junto con las navidades.
Pequeño de estatura, el cuerpo fibrado por las largas caminatas por el monte o el empleo de la bici, con la piel atezada todo el año por idéntico motivo y  por los baños en las playas recónditas del Sil, la cabeza morena y brillante como una bola de marfil, de genio adusto en apariencia, pero con un corazón que no le cabía en su cuerpo enjuto. A mediodía, en cuanto se le veía aparecer montado en la bici por el pico de la huerta todos los niños nos poníamos firmes como reclutas porque no soportaba jaranas. Era todo un espectáculo verlo llegar hasta el pie del gallinero, dar un giro completo con la bici y saltar como si fuese un vaquero de su caballo y sacarse las pinzas metálicas de las perneras el pantalón. Era la hora de comer y los niños desaparecíamos de la solana para que comiesen los mayores solos, mientras nosotros nos peleábamos por las patatas fritas o las croquetas en la mesa de la antecocina.





Después de las fiestas todo el pueblo olía a dulce. Comenzaban las vendimias y en la mayoría de las casas empezaba a hacerse el nuevo vino. El empedrado de las calles estaba pegajoso y se quedaban adheridas las sandalias al piso, los burros cargados con sus cuévanos sesteaban a la entrada de cada portal del que salía el olor dulzón del nuevo mosto. Era una maravilla cuando tocaba pisar la uva, cubiertos sólo con el bañador, el cuerpo pringoso, dejarse caer sobre las uvas pisoteadas y meter un racimo en la boca, dulce como la miel. Y el aroma de las cazuelas de bacalao con tomate o las fuentes de patatas guisadas que salía de la cocina a la hora de comer. Todo eso desapareció como por ensalmo tras crear la nueva Cooperativa.





Las moscas. Millones de moscas invadían las casas y tío Chisco comenzaba su cruzada contra ellas por todos los medios a su alcance. Se colgaban del techo esas tiras pegajosas de color de la miel donde se quedaban prendidas las moscas a cientos por sus patitas y se cerraban las ventanas y las puertas de todas las habitaciones para quemar unas papeletas que desprendían un humo grisáceo y de olor acre que fulminaba todos los bichos. Lo más divertido era barrer ese montón de cadáveres. Pero no servía de nada pues, al abrir otra vez puertas y ventanas, venían muchas más moscas. Como decía tía Geles, matarlas no sirve de nada pues vienen el doble al velorio.
Gran aficionado a la caza, era sin embargo muy mal cazador pero año tras año, en cuanto se abría la veda, se echaba escopeta al hombro para subir al monte con su viejo amigo Celestino, acompañados de los perros que, misteriosamente, desaparecían siempre al final de la temporada...con el tiempo comprendí que les daban el paseillo para no tener que cuidarlos el resto del año. Durante las noches me dejaba sentarme a su lado en la camilla de la galería donde le ayudaba a recargar los cartuchos con postas y donde me quedaba admirando viendo como desmontaba las escopetas y las iba limpiando poco a poco con todo el mimo del mundo. Lo que sí me dejaba emplear era la máquina para hacer los cigarrillos del día siguiente que guardaba en una vieja petaca de cuero.



Pero si algo me gustaba de estar vacaciones era ir a con él a la botica. Por la mañana desayunaba con prisa e iba calle Real adelante hasta la plaza donde estaba la farmacia de mi tío y allí esperaba sentado en el bordillo hasta que lo veía aparecer por la parte de la iglesia, montado en su bicicleta. Tenía la botica en la plaza del pueblo, ocupando la planta baja de una casona de ricachones. Lo primero que había que hacer era quitar los dos cuarterones de madera que cubrían las ventanas de la puerta. Y a esperar que llegasen los clientes.
La farmacia tenía tres espacios.  La entrada, donde se despachaban los medicamentos, era amplia y sombría. Las paredes enteladas en tonos ocres,  media docena se sillas de estilo español y un pequeño mostrador en el centro para atender a la gente y unas vitrinas detrás donde se exponían los productos más innovadores.  Después venía la oficina  cuyo centro ocupaba una larga mesa de madera donde todavía preparaba algún remedio y las paredes ocupadas por estanterías donde vegetaban los frascos y tarros cubiertos de polvo con etiquetas en letra gótica las que esperaba el tartárico, o el azufre o el vino de Málaga que se precisaba para elaborar una fórmula magistral.




El último espacio, la rebotica, era el más importante en cuanto centro de reunión y de actividades diarias. Una cama turca a un lado, las escaleras de salida al patio al fondo y presidiendo todo la mesa camilla con el teléfono de manivela al lado.
La primera tarea del día era llamar a la central de teléfonos y pedir conferencia con Ponferrada para hacer el pedido de los productos que se necesitaban. No era tarea fácil conseguirla, pues había días que se acercaba la hora de cierre y no habíamos podido hablar. Sobre todo si estaba Remeditos al otro lado de la línea, una solterona coja y amargada que hacía los papeles de telefonista. " Señorita, que hace cuatro horas que hemos pedido conferencia con Ponferrada y no hay modo de hablar "..." Pues les toca esperarse porque no hay linea " respondía con voz de arpía mientras te la imaginabas pintándose las uñas al otro lado del teléfono. Con lo que más de un día le tocaba coger el " seiscientos " y hacerse los casi 50 km. por una carretera endiablada que bordeaba el Sil para llevar el pedido en mano al almacén de Ponferrada.



La rebotica era el punto de encuentro de los amigos de tío Chisco. Don Elías, uno de los médicos del pueblo, el mejor y el más humano sin duda, grande y desgarbado, con aire ausente pero que no perdía un detalle, una voz bronca que todavía creo oír tronando, cuando entraba. Si se quería que fuese a una casa a visitar a un paciente no había más que prometerle un buen habano, nada como un Partagas o unas Farias de la Coruña para ponerlo en marcha. O Cesáreo, el mejor pescador de la zona, capaz de pescar truchas con la mano en medio del pedregal que siempre estaba con un chiste en la boca. Llegaba, se sentaba en la cama turca con las piernas bien abiertas porque decía que su " potra " tan  grande no le dejaba cruzarlas.
Sobre las escaleras que llevaban al patio había dos grandes garrafones con aceite de ricino. Uno para las personas y otro, menos refinado, para los animales. Un paisano venía con su botella pringosa a por un litro de ricino. " De cual quiere, le preguntaba ". " Del barato, el de los cerdos, total es para la suegra... ".





Y el viejecito que venía a por un paquete de parches " Sor Virginia ", unos apósitos de felpa roja para los dolores, que no había modo de despegar  y que, al quitarlos, dejaban tras de si unos chorretones grises en la piel. Después, sacando con mucho misterio una botellita del bolsillo, pedía otro jarabe para el reuma como ese que le había quitado todos los dolores...y era un envase vacío de linimento Sloan. Los huesos no sé si los curaría pero su estómago debería ser de acero.
O el que venía todo enfadado porque los " opositorios " para el dolor de oídos no le habían hecho nada. Se había puesto toda la caja y seguía rabiando con el dolor decía, mientras con el dedo índice señalaba la oreja de la que le bajaba un chorretón de grasa.
La beata que, en un susurro, pedía  " Saldeva " para los dolores de la regla y eso que le había mandado don Eloy para los "bajos ",  unos óvulos que parecían balas del Tercio y que no sabía por donde meterlos. A la que mi tío le decía chuscamente " pásate ahí atrás, échate en la cama y bájate las bragas y ya verás como te lo meto yo"..." Ay, que demonio es usted don Chisco " le respondía la beatona mientras se batía en retirada, sin parar de santiguarse.




Había clientes fijos, como los churreros. Todos los días, al final de la mañana, después de cerrar la churrería de la plaza ( que maravilla de churros los suyos ) entraba el matrimonio y pedía un tubo pequeño de  " optalidón ", ya sabéis, esas grageas rosadas como los " lacasitos " pero que no llevaban la fórmula descafeinada actual, sino que eran puro opiáceos. Ahora pienso cuantas mujeres se colocaban sin saberlo todas las mañanas cuando tomaban un par de " optalidones " y un vasito de " agua del Carmén " que es puro alcohol, de donde sacaban fuerzas para enfrentarse a las tareas diarias. Los churreros se iban tan contentos para casa con sus diez comprimidos...menos los sábados que compraban el envase grande de 25 grageas. Teniendo en cuenta que en casa solo estaban ellos dos y el perrito, no quiero ni pensar como se colocaban.
Lo mismo hacía la Jesusa, una mujer muy mayor, totalmente vestida de negro que dejaba a la puerta el carrito con el que había estado vendiendo hortalizas en el mercado y sacando un pañuelito de su sujetador, desataba los nudos y sacaba las seis pesetas que costaban los cuatro comprimidos de " Sedalmerk " que se llevaba todos los días.




Como siempre he sido un tragón iba al cajón donde se guardaban las chocolatinas con medicamento para las lombrices y me comía tres o cuatro tabletas. Después iba al expositor donde teníamos los primeros potitos para los niños, abría uno, metía el dedo y me lo relamía tan ricamente. Después lo tapaba y allí quedaba a la espera de ser vendido. No quiero ni pensar lo que pasaría después con el vacío, la higiene y todo lo demás. Y un traguito de vino de Málaga al final para quedar tan ricamente.
Los condones estaban guardado bajo llave en el mismo cajón que las recetas de los estupefacientes y las ampollas de morfina, vaya usted a saber por que. Recuerdo que cada condón venía metido en una cajita de colores que simulaba un libro y estaban todos ellos colocados en una caja más grande que simulaba una librería.  " El Quijote ",  " La Divina comedia "...Muy artístico, vamos.



En la casa contigua a la farmacia vivía el " Patachula " un vago integral que no había dado un palo al agua en su vida, primero a costa de su madre y después de una mujer que trabajó siempre para él. Entraba muy sigiloso en la farmacia, haciendo como un círculo con su pierna enferma al caminar y me decía " anda, dame un par de condones sin que se entere tu tío " . Y yo decía con toda mi inocencia " Tíooooooooo, mira que el Patachula quiere que le de condones " y este salía despavorido con su pata garabateando en el aire.
Una tarde de invierno llamaron a casa para decir que tío Chisco había muerto de repente unas horas antes. Fuí a buscar a mi hermano mayor a la salida del cine " Kursal " y esa noche nos fuimos todos en el tren " shangai " para decirle adiós. Se acababa mi infancia. Y los días en la farmacia.

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