LOS GNOMOS
A lo largo del camino del bosque, una hermosa seta se mueve como si estuviese enloquecida, sube y baja o se mueve hacia los lados dando giros vertiginosos. El reborde de su sombrero roza las altas hierbas del camino y sus manchas parduzcas cambian de tonalidad al atravesar los rayos de luz a las gotas de rocío. Las musarañas se vuelven a mirar con curiosidad mientras chapotean en los charcos que ha dejado la reciente lluvia. El sol de la mañana lucha por penetrar entre la vegetación y todo está cubierto de una algodonosa neblina.
De pronto la seta parece volcarse y queda como abandonada a un lado del camino, dejando ver el motor que la hacía bailar. Un diminuto gnomo sacude los piececillos contra el suelo para iniciar un alocado zapateado, dando saltos y cabriolas mientras lanza aullidos que espantan a un pájaro carpintero que se afana afilar su pico contra la corteza de un inmenso castaño. El viejo gnomo parece agotado y se deja caer sobre el musgo, mientras le da un buen bocado a la seta. De pronto parece entrar en trance y se queda dormido lanzando tremendos resoplidos. Pero el sueño es breve y, dando un brinco, coge la seta como si fuese un paraguas y reemprende la marcha lanzando gritos a ambos lados del camino, mientras la seta sigue su baile enloquecido.
EL VIEJO CASTILLO
De repente el sombrío camino del bosque se abre a un claro despejado barrido por los rayos del sol que parecen borrar nieblas y tristezas. El gnomo se oculta tras uno de los últimos matorrales del lindero pues tiene miedo de exponerse al sol, con quien nunca ha hecho buenas migas. Sigue todavía sigue excitado y lanzando gritos pero ahora con mucha más suavidad porque a sus puntiagudas orejas ha llegado el dulce tañido de un laúd, que le provoca una gran curiosidad.
El camino trapa serpenteando a lo largo de una colina en cuya parte más elevada se alza un viejo castillo. Su mole imponente oscurece un poco el panorama y sus lienzos de muralla están abrazados por el foso lleno de agua. El gnomo no consigue ver a nadie y observa que el puente levadizo está cerrado.
Lentamente de una ventana emplomada situado en lo alto del viejo torreón, sale una mano que deja caer una escala de cuerda, que culebrea en el aire hasta llegar al pié de la muralla. Cesa el tañido del laúd y ya solo se escucha el croar de las ranas que reinan en el agua del foso.
El gnomo ve aparecer de entre los arbustos situados al pie de la torre a un figura multicolor a la que, con el laúd en su espalda, le da un aire de caracol. Desde lejos se da cuenta de que la culera de su jubón es de otro color y que está vestido con harapos. Pero el trovador trepa como un mono por la escala mientras las manos que están en la ventana urgen su subida hasta, oh desgracia, una flecha lanzada desde lo alto de la muralla rasga el aire en busca de su espalda. El silbido de la flecha es sustituido por el alarido del trovador que se precipita al foso, todo ello tapado por el grito desgarrador que parece salir de las manos agarrotadas en el alfeizar de la ventana.
TULLERIAS
El gnomo no quiere saber nada más y huye despavorido, abandonando la protección de la seta. En su loca huida tropieza una y mil veces en las raíces que parecen buscar sus pies para hacerlo caer y no para hasta que su corazón parece salirse por su boca. Toma un respiro y sigue huyendo hasta atravesar el bosque en sentido opuesto hasta que otro rebumbio vuelve a llamar su atención.
Una algarabía de risas, una ascendente cadena de chillidos llena el aire y los autores de tamaño escándalo son un grupo de unos quince o veinte niños que juegan entre los parterres de las Tullerías. Un colorido racimo de globos está sujeto por una cuerda de seda a una rama de un cerezo cuajado de flores y el grupo de niños componen una sinfonía de colores que compite con el de las flores que llenan los parterres del jardín. Unos cuantos niños juegan al escondite, mientras otros pocos, tirados en el suelo, lanzan canicas de colores contra el gua que han hecho al pié de un rosal. Todo es luminosidad y alegría y el gnomo, confiado en la poca estatura de los niños, se atreve a dejar su escondite y se va acercando con disimulo al grupo.
Uno de los niños agachados en el suelo se sorprende al ver la figurilla a la altura de sus ojos y se la señala a sus compañeros. Después, con suma delicadeza, lo levanta del suelo y comienza a acariciar su larga barba entrecana mientras otro de los niños da tirones al cascabel que pende de su gorro puntiagudo.
Pronto todos los niños han hecho un corro en torno al gnomo que no sabe si asustarse o sentirse feliz y este, a pesar de la diferencia de tamaño y a riesgo de ser aplastado por algún niño, participa en sus correrías.
BIDLO
Un chirrido creciente se impone a las risas. Un ritmo cansino y machacón que es causado por el lento avance de una enorme carreta a través de una avenida de las Tullerías, va destrozando a su paso todo lo que encuentra. Una pareja de grandes bueyes tira lentamente de ella, hundiendo sus pezuñas en la tierra mientras balancean lentamente sus cabezotas coronadas por guirnaldas de flores que caen a lo largo de sus flancos. Un enjambre de moscas los siguen y las bestias intentan espantarlas con sus rabos, pero aquellas no paran de importunar a las bestias. El carro avanza solo, sin una mano que la guíe, hasta llegar a la altura donde los niños juegan con el gnomo.
Una escala de cuerda aparece como por arte de magia en uno de los costados del carromato y uno de los niños, el más intrépido, trepa por ella como un gamo hasta la lecho y blandiendo una espada de madera llama a toda la para que lo sigan. Pronto trepan todos los demás, pero el último del grupo al oír un débil gemido se vuelve atrás y ve con el pobre gnomo esboza un puchero porque no quiere quedarse solo. El niño lo recoge del suelo, lo mete en el peto de sus pantalones y suben los dos a la carreta, donde el resto de los niños se han distribuido a lo largo de los dos bancos situados sobre el lecho.
Los bueyes se han detenido y la carreta no avanza, lo que provoca el desasosiego de los niños que ya esperaban iniciar un mundo de aventuras. El gnomo se escabulle y avanza sobre los lomos de uno de los bueyes hasta llegar al cabezal de la carreta. Se acerca a una de las orejas de un buey y dice unas palabras que los niños no escuchan. Después corretea hasta el otro buey y repite el mismo sortilegio.
Como por arte de magia, los bueyes sacuden sus cabezas, dejando caer una lluvia de flores sobre la tierra removida por sus pezuñas y reanudan su lenta marcha, mientras una explosión de alegría brota de todas las gargantas.
BALLET DE POLLUELOS
El cacareo desaforado de una gallina de plumas blancas como la nieve interrumpe el jolgorio. La gallina, alas en jarra, mira con aire desafiante a los bueyes y a toda su comitiva, mientras da golpes con una pata contra el suelo. Después señala hacia el borde del camino donde está su camada de polluelos recién salidos de sus cascarones, a punto de ser aplastados por las ruedas del carro. Los polluelos brincan para salir de los restos de las cáscaras donde han estado hasta hace poco.
El gnomo, al hacerse cargo del motivo que enfadó tanto a la mamá gallina, salta a tierra, se acerca a la enojada gallina y le dice unas palabras dulces como la miel, al tiempo que con su manecita, atusa las plumas del lomo de la enfurecida madre, que se va calmando poco a poco, hasta conseguir hacerla coclear de alegría. La gallina se acerca a sus polluelos, les arenga y los pone e fila tras ella.
Del carro baja un cesto de paja unido a una cuerda donde se meten los animales y los niños van elevándolo hasta el carro. El gnomo, que no quiere perderse la fiesta, da un salto y sube dentro también. Ya todos sobre el lecho de la carreta emprenden un baile en el cual los niños se mueven con cuidado de no aplastar a los animales. Y los bueyes, tras un silbido del gnomo, prosiguen su caminar.
DOS JUDÍOS POLACOS
Abraham y Levi, tan enzarzados se encuentran en su discusión, que ni notan como una enorme carreta tirada por bueyes acaba de pasar a su lado, a pesar de la algarabía que producen los que van viajando en ella. Pero ellos siguen a lo suyo y el carromato acaba perdiéndose tras un recodo del camino.
Y toda la trifulca por una docena de huevos de oca que Leví llevó hace una semana a casa de Abraham y que este se niega a pagar aduciendo que no eran frescos pues en más de la mitad había polluelos dentro. Y Leví intenta que, al menos, le pague la mitad que consumió, pero Abraham lo amenaza con demandarlo ante el juez de paz de la aldea por intento de envenenamiento.
Y así siguen los dos, enzarzados en la discusión, sin que ninguno ceda un ápice de sus argumentos, pero esto forma parte de la diversión porque ambos saben que al final llegarán a un acuerdo, como les ha pasado en otras ocasiones.
Siguen y siguen caminando y discutiendo mientras se dirigen al el cercano mercado donde ambos esperan hacer negocio a costa de algún incauto.
EL MERCADO DE LIMOGES
Cuando la pareja de judíos entra en la ciudad de Limoges, el sol ya ha alcanzado todo su poderío. Abraham se seca el sudor de la frente con un gastado pañuelo de hierbas que lleva rodeando su cuello de toro, contento en su interior porque sabe que está a punto de derrotar a su vecino. Este corretea a su alrededor como si las carrerillas que da para no perder paso, reforzaran sus débiles argumentos .
Pasan ante la capilla de san Aurelio en la que el gremio de los carniceros de la ciudad está festejando a su santo patrón. El olor a morcilla fresca, la vista de la carne sangrante dispuesta sobre un mostrador que está a un costado de la capilla, espantan a la pareja de contendientes que se escabullen por una callejuela para desembocar en la plaza del marcado.
Una borrachera de colores se presenta ante sus ojos. Puestos de telas de lana de Flandes, de encajes de Malinas o de sedas de Tamerlán, alternan con otros de especies cuyo olor emborracha los sentidos. El balido de los corderos o el cacareo de las gallinas compite con las voces de las personas que compran y venden en cada rincón del mercado.
En una esquina del mercado se produce un altercado. Una oronda granjera compite por el sitio donde colocar sus banastos con verduras recién cortadas de la huerta con una circunspecta matrona que quiere exponer los cacharros de cerámica que ha hecho su marido. Las dos reclaman el mismo derecho a ocupar un único espacio y de las palabras pasan a los hechos. Se agarran de los vestidos, se arrancan las cofias de encaje y se inicia un vuelo de rábanos y nabos que coincide con el estrépito de la cerámica al hacerse añicos contra el empedrado de la plaza.
Aparecen los alguaciles con ánimo de poner orden en tanto revuelo, pero se tienen que retirar porque el coro de mujeres que animaba alternativamente a una u otra contendientes, se vuelve en bloque contra ellos, arrasando en su avance a nuestros dos buenos judíos que ya estaban a punto de llegar a un acuerdo.
CATACUMBAS
Los dos judíos se escabullen del jaleo y acaban por refugiarse en la taberna de la vieja Nicolasa donde, después de trasegar varias jarras de cerveza negra como su alma y usar mucha saliva, acaban por superar sus diferencias. Aunque, como siempre, Abraham se embolsa las monedas y David se queda con los cumplidos. Por eso Abraham sigue siendo rico y David cada vez tiene menos.
Cuando a David se le acaban las monedas, a la Nicolasa se le acaba la paciencia y pone a los dos amigos de patitas en mitad de la calle. Estos salen eufóricos, intercambiando promesas de amistad eterna y van dando tumbos por la calzada, hundiendo las botas en el barro del camino. Y así, cogidos de los hombros y destrozando canciones llegan a las afueras de la ciudad, a una zona en la que, de estar en plena lucidez, no se acercarían ni a plena luz del día. Negros nubarrones apenas dejan ver el cielo y un estruendo de truenos retumba sobre sus cabezas, como si todos los dioses estuviesen dando portazos en sus aposentos celestiales.
Una cortina de agua se precipita sobre ellos y se meten en el primer hueco que encuentran en su huida un boquete medio enterrado entre unos lienzos de muralla derruidos y cubiertos de hiedra.
Agotados, se dejan caer en el suelo de la cueva y haciendo un rodete con sus chales para emplearlos como almohadas, se estiran y al momento sus ronquidos atruenan el aire y al rebotar el sonido contra la bóveda de la cueva, se amplifica y se expande a su alrededor.
LA CABAÑA SOBRE PATAS DE GALLINA
Pero los dos judíos no dormirían tan tranquilos si supiesen que en uno de los recovecos de las catacumbas se ha aposentado la maléfica bruja Baba-Yaga en busca de carne fresca con la que saciar su hambre insaciable.
Más que mala, malísima, la bruja se mueve a grandes zancadas sobre sus dos piernas, una normal aunque llena de varices y la otra en la que la carne se ha volatilizado y se asienta sobre sus huesos. Desgreñada y bizca, sus manos son como garfios que arrancan la carne de sus víctimas para engullirla continuamente, más insaciable que un concejal de urbanismo del partido popular.
La cabaña en la que habita está construida sobre enormes patas de gallina y está llena de restos de sus víctimas. Un olor pestilente envuelve todo y la mugre se enseñorea por todas partes. Un cercado de espinos coronados por los cráneos mondos y lirondos de aquellos que han caído en sus manos, añaden más terror a todo lo que lo rodea. Y en un rincón descansa la escoba plateada sobre la que la bruja se desplaza por el mundo en busca de nueva caza, mientras la cabaña la siguen corriendo sobre sus enormes patas de gallina.
Baba-Yaga, que siente punzadas de hambre en su estómago, levanta la cabeza y con su ganchuda nariz ventea la cercanía de caza. Agarra una linterna y comienza a husmear por los pasillos de las catacumbas hasta desembocar en la cueva donde duermen su borrachera los dos judíos.
De pronto Baba-Yaga tropieza con una piedra y se golpea en su pata de hueso, lo que le provoca un dolor insufrible. Da un alarido inhumano y esto hace que los dos borrachos se despierten asustados.
Al abrir los ojos y ver ante ellos a la bruja inmunda, cuya imagen es magnificada por la luz de la linterna, echan a correr los dos como alma que lleva el diablo, buscando la salida de las catacumbas.
LA GRAN PUERTA DE KIEV
La estepa se extiende como una inmensa bandeja de plata atravesada por la serpenteante carretera que tiene por meta la gran ciudad, sombreada por enormes masas de castaños de indias. Y al final se yergue la mole de la Gran Puerta que abre y cierra el paso a los caminantes a la ciudad de Kiev. Un enjambre de callejuelas se extiende por la ciudad, atravesada en todas las direcciones por interminables avenidas y un sin fin de puentes para unir todas las islas que conforman la ciudad, en la que el agua y el verdor de sus bosques parecen señorear. Palacios de todo tipo, a cada cual más apabullante, parecen tener por función empequeñecer a los caminantes, labor en la que compiten las enormes cúpulas de iglesias y monasterios coronadas por formas como inmensas cebollas de oro en las que se refleja el sol de la tarde.
En la explanada en la que muere la carretera de acceso a la Gran Puerta, una obra en la que el rosa de sus paredes de cerámica combina con el dorado de sus torres.
Un grupo heterogéneo de viejos conocidos nuestros se acerca por la carretera y se muestra a nuestros ojos. El andar cansino de los bueyes arrastrando la carreta en la que saltan y bailan unos angelotes que divierten y hacen rabiar al viejo gnomo, se detiene al pie de la Puerta. El trovador desengañado lanza su sonrisa y sus canciones a los viandantes, ocultando con su melodía la tristeza por el abandono de la princesa. Las mujeres del mercado entremezclan las risotadas con las discusiones.
Repentinamente una barahúnda descomunal altera todo el desequilibrio de sonidos. Los dos viejos judíos gritan despavoridos ante el inmediato temor a ser engullidos por la vieja bruja que los persigue seguida por su cabaña movida que se desplaza sobre inmensas patas de gallina. Y el desequilibrio se convierte en un unánime alarido de todos los que se encuentran ante la Gran Puerta, iniciándose la desbandada general.
David siente ya las garras de Baba-Yaga en sus brazos y teme morir en breve pero de pronto surge un inmenso estrépito producido por el repique de todas las campanas de la ciudad. Cientos y cientos de ellas resonando sobre calles, palacios y lagos producen un sonido dulce y profundo que llena a todos de paz, salvo a la vieja Baba-Yaga que intenta taparse los oídos para que el repique no llegue hasta su reseco corazón. La bruja se monta en su enorme escoba de plata, monta a su zaga a la cabaña de patas de gallina y se pierde en el cielo de la tarde como una inmensa nube de negrura y azufre.
Ante la Gran Puerta se congregan todos nuestros viejos conocidos que, unidos a los habitantes de la ciudad, inician una enloquecida zarabanda siguiendo el ritmo de la música de las campañas.
Dulces y luces, vino y cerveza. Y alegría desbordante para que nunca falte la fiesta mientras, poco a poco, van enmudeciendo las campanas y aparecen las primeras estrellas en el cielo de la estepa.
A lo largo del camino del bosque, una hermosa seta se mueve como si estuviese enloquecida, sube y baja o se mueve hacia los lados dando giros vertiginosos. El reborde de su sombrero roza las altas hierbas del camino y sus manchas parduzcas cambian de tonalidad al atravesar los rayos de luz a las gotas de rocío. Las musarañas se vuelven a mirar con curiosidad mientras chapotean en los charcos que ha dejado la reciente lluvia. El sol de la mañana lucha por penetrar entre la vegetación y todo está cubierto de una algodonosa neblina.
De pronto la seta parece volcarse y queda como abandonada a un lado del camino, dejando ver el motor que la hacía bailar. Un diminuto gnomo sacude los piececillos contra el suelo para iniciar un alocado zapateado, dando saltos y cabriolas mientras lanza aullidos que espantan a un pájaro carpintero que se afana afilar su pico contra la corteza de un inmenso castaño. El viejo gnomo parece agotado y se deja caer sobre el musgo, mientras le da un buen bocado a la seta. De pronto parece entrar en trance y se queda dormido lanzando tremendos resoplidos. Pero el sueño es breve y, dando un brinco, coge la seta como si fuese un paraguas y reemprende la marcha lanzando gritos a ambos lados del camino, mientras la seta sigue su baile enloquecido.
EL VIEJO CASTILLO
De repente el sombrío camino del bosque se abre a un claro despejado barrido por los rayos del sol que parecen borrar nieblas y tristezas. El gnomo se oculta tras uno de los últimos matorrales del lindero pues tiene miedo de exponerse al sol, con quien nunca ha hecho buenas migas. Sigue todavía sigue excitado y lanzando gritos pero ahora con mucha más suavidad porque a sus puntiagudas orejas ha llegado el dulce tañido de un laúd, que le provoca una gran curiosidad.
El camino trapa serpenteando a lo largo de una colina en cuya parte más elevada se alza un viejo castillo. Su mole imponente oscurece un poco el panorama y sus lienzos de muralla están abrazados por el foso lleno de agua. El gnomo no consigue ver a nadie y observa que el puente levadizo está cerrado.
El gnomo ve aparecer de entre los arbustos situados al pie de la torre a un figura multicolor a la que, con el laúd en su espalda, le da un aire de caracol. Desde lejos se da cuenta de que la culera de su jubón es de otro color y que está vestido con harapos. Pero el trovador trepa como un mono por la escala mientras las manos que están en la ventana urgen su subida hasta, oh desgracia, una flecha lanzada desde lo alto de la muralla rasga el aire en busca de su espalda. El silbido de la flecha es sustituido por el alarido del trovador que se precipita al foso, todo ello tapado por el grito desgarrador que parece salir de las manos agarrotadas en el alfeizar de la ventana.
TULLERIAS
El gnomo no quiere saber nada más y huye despavorido, abandonando la protección de la seta. En su loca huida tropieza una y mil veces en las raíces que parecen buscar sus pies para hacerlo caer y no para hasta que su corazón parece salirse por su boca. Toma un respiro y sigue huyendo hasta atravesar el bosque en sentido opuesto hasta que otro rebumbio vuelve a llamar su atención.
Una algarabía de risas, una ascendente cadena de chillidos llena el aire y los autores de tamaño escándalo son un grupo de unos quince o veinte niños que juegan entre los parterres de las Tullerías. Un colorido racimo de globos está sujeto por una cuerda de seda a una rama de un cerezo cuajado de flores y el grupo de niños componen una sinfonía de colores que compite con el de las flores que llenan los parterres del jardín. Unos cuantos niños juegan al escondite, mientras otros pocos, tirados en el suelo, lanzan canicas de colores contra el gua que han hecho al pié de un rosal. Todo es luminosidad y alegría y el gnomo, confiado en la poca estatura de los niños, se atreve a dejar su escondite y se va acercando con disimulo al grupo.
Uno de los niños agachados en el suelo se sorprende al ver la figurilla a la altura de sus ojos y se la señala a sus compañeros. Después, con suma delicadeza, lo levanta del suelo y comienza a acariciar su larga barba entrecana mientras otro de los niños da tirones al cascabel que pende de su gorro puntiagudo.
Pronto todos los niños han hecho un corro en torno al gnomo que no sabe si asustarse o sentirse feliz y este, a pesar de la diferencia de tamaño y a riesgo de ser aplastado por algún niño, participa en sus correrías.
BIDLO
Un chirrido creciente se impone a las risas. Un ritmo cansino y machacón que es causado por el lento avance de una enorme carreta a través de una avenida de las Tullerías, va destrozando a su paso todo lo que encuentra. Una pareja de grandes bueyes tira lentamente de ella, hundiendo sus pezuñas en la tierra mientras balancean lentamente sus cabezotas coronadas por guirnaldas de flores que caen a lo largo de sus flancos. Un enjambre de moscas los siguen y las bestias intentan espantarlas con sus rabos, pero aquellas no paran de importunar a las bestias. El carro avanza solo, sin una mano que la guíe, hasta llegar a la altura donde los niños juegan con el gnomo.
Una escala de cuerda aparece como por arte de magia en uno de los costados del carromato y uno de los niños, el más intrépido, trepa por ella como un gamo hasta la lecho y blandiendo una espada de madera llama a toda la para que lo sigan. Pronto trepan todos los demás, pero el último del grupo al oír un débil gemido se vuelve atrás y ve con el pobre gnomo esboza un puchero porque no quiere quedarse solo. El niño lo recoge del suelo, lo mete en el peto de sus pantalones y suben los dos a la carreta, donde el resto de los niños se han distribuido a lo largo de los dos bancos situados sobre el lecho.
Los bueyes se han detenido y la carreta no avanza, lo que provoca el desasosiego de los niños que ya esperaban iniciar un mundo de aventuras. El gnomo se escabulle y avanza sobre los lomos de uno de los bueyes hasta llegar al cabezal de la carreta. Se acerca a una de las orejas de un buey y dice unas palabras que los niños no escuchan. Después corretea hasta el otro buey y repite el mismo sortilegio.
Como por arte de magia, los bueyes sacuden sus cabezas, dejando caer una lluvia de flores sobre la tierra removida por sus pezuñas y reanudan su lenta marcha, mientras una explosión de alegría brota de todas las gargantas.
BALLET DE POLLUELOS
El cacareo desaforado de una gallina de plumas blancas como la nieve interrumpe el jolgorio. La gallina, alas en jarra, mira con aire desafiante a los bueyes y a toda su comitiva, mientras da golpes con una pata contra el suelo. Después señala hacia el borde del camino donde está su camada de polluelos recién salidos de sus cascarones, a punto de ser aplastados por las ruedas del carro. Los polluelos brincan para salir de los restos de las cáscaras donde han estado hasta hace poco.
El gnomo, al hacerse cargo del motivo que enfadó tanto a la mamá gallina, salta a tierra, se acerca a la enojada gallina y le dice unas palabras dulces como la miel, al tiempo que con su manecita, atusa las plumas del lomo de la enfurecida madre, que se va calmando poco a poco, hasta conseguir hacerla coclear de alegría. La gallina se acerca a sus polluelos, les arenga y los pone e fila tras ella.
Del carro baja un cesto de paja unido a una cuerda donde se meten los animales y los niños van elevándolo hasta el carro. El gnomo, que no quiere perderse la fiesta, da un salto y sube dentro también. Ya todos sobre el lecho de la carreta emprenden un baile en el cual los niños se mueven con cuidado de no aplastar a los animales. Y los bueyes, tras un silbido del gnomo, prosiguen su caminar.
DOS JUDÍOS POLACOS
Abraham y Levi, tan enzarzados se encuentran en su discusión, que ni notan como una enorme carreta tirada por bueyes acaba de pasar a su lado, a pesar de la algarabía que producen los que van viajando en ella. Pero ellos siguen a lo suyo y el carromato acaba perdiéndose tras un recodo del camino.
Abraham Araronson es un imponente personaje, cuya enorme tripa se balancea como la proa de un buque cada vez que se inclina hacia su amigo para dar más fuerza a sus palabras. El sudor le chorrea por entre los rizos de su peluca rojiza y el sol lanza destellos al chocar contra los dijes de oro que adornan su chaleco de seda moldava.
Por el contrario Levi Abramsky, intenta defenderse de la verborrea que cae sobre el como una lluvia torrencial y encoge aún más su cuerpecillo, arqueando sus patitas de alambre. Pero cada vez que responde a su contrincante parece crecer un par de palmos y harapos que lo cubren cobran aire de dignidad. Y toda la trifulca por una docena de huevos de oca que Leví llevó hace una semana a casa de Abraham y que este se niega a pagar aduciendo que no eran frescos pues en más de la mitad había polluelos dentro. Y Leví intenta que, al menos, le pague la mitad que consumió, pero Abraham lo amenaza con demandarlo ante el juez de paz de la aldea por intento de envenenamiento.
Y así siguen los dos, enzarzados en la discusión, sin que ninguno ceda un ápice de sus argumentos, pero esto forma parte de la diversión porque ambos saben que al final llegarán a un acuerdo, como les ha pasado en otras ocasiones.
Siguen y siguen caminando y discutiendo mientras se dirigen al el cercano mercado donde ambos esperan hacer negocio a costa de algún incauto.
EL MERCADO DE LIMOGES
Cuando la pareja de judíos entra en la ciudad de Limoges, el sol ya ha alcanzado todo su poderío. Abraham se seca el sudor de la frente con un gastado pañuelo de hierbas que lleva rodeando su cuello de toro, contento en su interior porque sabe que está a punto de derrotar a su vecino. Este corretea a su alrededor como si las carrerillas que da para no perder paso, reforzaran sus débiles argumentos .
Pasan ante la capilla de san Aurelio en la que el gremio de los carniceros de la ciudad está festejando a su santo patrón. El olor a morcilla fresca, la vista de la carne sangrante dispuesta sobre un mostrador que está a un costado de la capilla, espantan a la pareja de contendientes que se escabullen por una callejuela para desembocar en la plaza del marcado.
Una borrachera de colores se presenta ante sus ojos. Puestos de telas de lana de Flandes, de encajes de Malinas o de sedas de Tamerlán, alternan con otros de especies cuyo olor emborracha los sentidos. El balido de los corderos o el cacareo de las gallinas compite con las voces de las personas que compran y venden en cada rincón del mercado.
En una esquina del mercado se produce un altercado. Una oronda granjera compite por el sitio donde colocar sus banastos con verduras recién cortadas de la huerta con una circunspecta matrona que quiere exponer los cacharros de cerámica que ha hecho su marido. Las dos reclaman el mismo derecho a ocupar un único espacio y de las palabras pasan a los hechos. Se agarran de los vestidos, se arrancan las cofias de encaje y se inicia un vuelo de rábanos y nabos que coincide con el estrépito de la cerámica al hacerse añicos contra el empedrado de la plaza.
Aparecen los alguaciles con ánimo de poner orden en tanto revuelo, pero se tienen que retirar porque el coro de mujeres que animaba alternativamente a una u otra contendientes, se vuelve en bloque contra ellos, arrasando en su avance a nuestros dos buenos judíos que ya estaban a punto de llegar a un acuerdo.
CATACUMBAS
Los dos judíos se escabullen del jaleo y acaban por refugiarse en la taberna de la vieja Nicolasa donde, después de trasegar varias jarras de cerveza negra como su alma y usar mucha saliva, acaban por superar sus diferencias. Aunque, como siempre, Abraham se embolsa las monedas y David se queda con los cumplidos. Por eso Abraham sigue siendo rico y David cada vez tiene menos.
Cuando a David se le acaban las monedas, a la Nicolasa se le acaba la paciencia y pone a los dos amigos de patitas en mitad de la calle. Estos salen eufóricos, intercambiando promesas de amistad eterna y van dando tumbos por la calzada, hundiendo las botas en el barro del camino. Y así, cogidos de los hombros y destrozando canciones llegan a las afueras de la ciudad, a una zona en la que, de estar en plena lucidez, no se acercarían ni a plena luz del día. Negros nubarrones apenas dejan ver el cielo y un estruendo de truenos retumba sobre sus cabezas, como si todos los dioses estuviesen dando portazos en sus aposentos celestiales.
Una cortina de agua se precipita sobre ellos y se meten en el primer hueco que encuentran en su huida un boquete medio enterrado entre unos lienzos de muralla derruidos y cubiertos de hiedra.
Agotados, se dejan caer en el suelo de la cueva y haciendo un rodete con sus chales para emplearlos como almohadas, se estiran y al momento sus ronquidos atruenan el aire y al rebotar el sonido contra la bóveda de la cueva, se amplifica y se expande a su alrededor.
LA CABAÑA SOBRE PATAS DE GALLINA
Pero los dos judíos no dormirían tan tranquilos si supiesen que en uno de los recovecos de las catacumbas se ha aposentado la maléfica bruja Baba-Yaga en busca de carne fresca con la que saciar su hambre insaciable.
Más que mala, malísima, la bruja se mueve a grandes zancadas sobre sus dos piernas, una normal aunque llena de varices y la otra en la que la carne se ha volatilizado y se asienta sobre sus huesos. Desgreñada y bizca, sus manos son como garfios que arrancan la carne de sus víctimas para engullirla continuamente, más insaciable que un concejal de urbanismo del partido popular.
La cabaña en la que habita está construida sobre enormes patas de gallina y está llena de restos de sus víctimas. Un olor pestilente envuelve todo y la mugre se enseñorea por todas partes. Un cercado de espinos coronados por los cráneos mondos y lirondos de aquellos que han caído en sus manos, añaden más terror a todo lo que lo rodea. Y en un rincón descansa la escoba plateada sobre la que la bruja se desplaza por el mundo en busca de nueva caza, mientras la cabaña la siguen corriendo sobre sus enormes patas de gallina.
Baba-Yaga, que siente punzadas de hambre en su estómago, levanta la cabeza y con su ganchuda nariz ventea la cercanía de caza. Agarra una linterna y comienza a husmear por los pasillos de las catacumbas hasta desembocar en la cueva donde duermen su borrachera los dos judíos.
De pronto Baba-Yaga tropieza con una piedra y se golpea en su pata de hueso, lo que le provoca un dolor insufrible. Da un alarido inhumano y esto hace que los dos borrachos se despierten asustados.
Al abrir los ojos y ver ante ellos a la bruja inmunda, cuya imagen es magnificada por la luz de la linterna, echan a correr los dos como alma que lleva el diablo, buscando la salida de las catacumbas.
LA GRAN PUERTA DE KIEV
La estepa se extiende como una inmensa bandeja de plata atravesada por la serpenteante carretera que tiene por meta la gran ciudad, sombreada por enormes masas de castaños de indias. Y al final se yergue la mole de la Gran Puerta que abre y cierra el paso a los caminantes a la ciudad de Kiev. Un enjambre de callejuelas se extiende por la ciudad, atravesada en todas las direcciones por interminables avenidas y un sin fin de puentes para unir todas las islas que conforman la ciudad, en la que el agua y el verdor de sus bosques parecen señorear. Palacios de todo tipo, a cada cual más apabullante, parecen tener por función empequeñecer a los caminantes, labor en la que compiten las enormes cúpulas de iglesias y monasterios coronadas por formas como inmensas cebollas de oro en las que se refleja el sol de la tarde.
En la explanada en la que muere la carretera de acceso a la Gran Puerta, una obra en la que el rosa de sus paredes de cerámica combina con el dorado de sus torres.
Un grupo heterogéneo de viejos conocidos nuestros se acerca por la carretera y se muestra a nuestros ojos. El andar cansino de los bueyes arrastrando la carreta en la que saltan y bailan unos angelotes que divierten y hacen rabiar al viejo gnomo, se detiene al pie de la Puerta. El trovador desengañado lanza su sonrisa y sus canciones a los viandantes, ocultando con su melodía la tristeza por el abandono de la princesa. Las mujeres del mercado entremezclan las risotadas con las discusiones.
Repentinamente una barahúnda descomunal altera todo el desequilibrio de sonidos. Los dos viejos judíos gritan despavoridos ante el inmediato temor a ser engullidos por la vieja bruja que los persigue seguida por su cabaña movida que se desplaza sobre inmensas patas de gallina. Y el desequilibrio se convierte en un unánime alarido de todos los que se encuentran ante la Gran Puerta, iniciándose la desbandada general.
David siente ya las garras de Baba-Yaga en sus brazos y teme morir en breve pero de pronto surge un inmenso estrépito producido por el repique de todas las campanas de la ciudad. Cientos y cientos de ellas resonando sobre calles, palacios y lagos producen un sonido dulce y profundo que llena a todos de paz, salvo a la vieja Baba-Yaga que intenta taparse los oídos para que el repique no llegue hasta su reseco corazón. La bruja se monta en su enorme escoba de plata, monta a su zaga a la cabaña de patas de gallina y se pierde en el cielo de la tarde como una inmensa nube de negrura y azufre.
Ante la Gran Puerta se congregan todos nuestros viejos conocidos que, unidos a los habitantes de la ciudad, inician una enloquecida zarabanda siguiendo el ritmo de la música de las campañas.
Dulces y luces, vino y cerveza. Y alegría desbordante para que nunca falte la fiesta mientras, poco a poco, van enmudeciendo las campanas y aparecen las primeras estrellas en el cielo de la estepa.
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