La Gumer se aburría en casa con el muermo de marido que le había tocado en suerte, con menos vida que una pajarita de papel y al que nada hacía reaccionar, siempre apalancado en su rincón de la cocina, el culo en el taburete y la cabeza en el humo que salía por la chimenea. Hijos que la alegraran no tuvo ninguno y por no tener ni tuvo una mala movición que demostrase que su cuerpo reaccionaba ante algo y con la que poder contrarrestar los embarazos que sus vecinas contaban con pelos y señales a la mínima ocasión.
Por eso siempre ha querido vivir la vida de los demás, saber lo que les pasa y hacerlo suyo. Ahora de vieja, poco puede hacer. Vecinos en el pueblo cada vez hay menos, unos porque han emigrado en busca de tierras mejores, otros porque han subido a cuestas el camino sin retorno que lleva al cementerio. Menos mal que le queda el consultorio de don Angel. Cuatro días a la semana está la primera en la sala de espera del médico y se va haciendo la remolona, dejando su vez a los demás con la disculpa de que nadie la espera, para quedarse hasta el final. Y mientras se dedica a preguntar a los demás como llevan la tensión o el colesterol.
Ahí está el Carramplas que cualquier día la espicha porque no baja de los 20 de tensión, pero que no deja el porrón. O la Crescen que está más roja que un pimiento asado y que pone tocino hasta al café del desayuno o la Hilaria que va todos los meses a que le hagan el analís del azúcar y después no toma las medicinas y se pone morada a dulces de las monjitas.
Y así, preguntando a uno, controlando a otro, se va haciendo con los datos que la interesan y se preocupa de todos menos de si misma. Hasta que una noche le da un reventón a una vena de la cabeza y se queda pajarita.
La sorpresa la llevan al abrir sus últimas voluntades pues ha pedido que la incineren y que echen sus cenizas en el jardincillo que hay ante el consultorio para, de un modo o de otro, seguir controlando desde la otra vida a los que acudan al médico.
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