sábado, enero 02, 2016

La Gumer

La Gumer siempre ha vivido en medio de las vida de los demás. Ya desde moza cuando la mandaba su madre a por agua a la fuente de la cuesta del castillo, se demoraba en llenar su cántaro esperando a que lo hicieran las demás y allí, entre una y otra cosa, irse enterando de la vida de todo dios y  de lo que contaban las otras mujeres. Que si había llegado un nuevo vecino al barrio de san Antón, que si el cura hacía cada vez las misas más largas o que si la Charito ponía con disimulo el dedo en la balanza para engañar en el peso.









La Gumer se aburría en casa con el muermo de marido que le había tocado en suerte, con menos vida que una pajarita de papel y al que nada hacía reaccionar, siempre apalancado en su rincón de la cocina, el culo en el taburete y la cabeza en el humo que salía por la chimenea. Hijos que la alegraran no tuvo ninguno y por no tener ni tuvo una mala movición que demostrase que su cuerpo reaccionaba ante algo y con la que poder contrarrestar los embarazos que sus vecinas contaban con pelos y señales a la mínima ocasión.
Por eso siempre ha querido vivir la vida de los demás, saber lo que les pasa y hacerlo suyo. Ahora de vieja, poco puede hacer. Vecinos en el pueblo cada vez hay menos, unos porque han emigrado en busca de tierras mejores, otros porque han subido a cuestas el camino sin retorno que lleva al cementerio. Menos mal que le queda el consultorio de don Angel. Cuatro días a la semana está la primera en la sala de espera del médico y se va haciendo la remolona, dejando su vez a los demás con la disculpa de que nadie la espera, para quedarse hasta el final. Y mientras se dedica a preguntar a los demás como llevan la tensión o el colesterol.








 Se ha convertido en una experta en la salud de sus vecinos y no hay quien pueda ocultarla cuantos triglicéridos tiene o como le va el azúcar. Pero lo que más le preocupa es saber el nivel de la tensión de los vecinos.  Tiene archivadas en la memorias todas las alzas y bajas de la tensión arterial de todos los que frecuentan el consultorio. Por eso cuando más feliz se encuentra es en verano, cuando el pueblo se llena de gente que vuelve al redil y puede ampliar el radio de sus pesquisas.
Ahí está el Carramplas que cualquier día la espicha porque no baja de los 20 de tensión, pero que no deja el porrón. O la Crescen que está más roja que un pimiento asado y que pone tocino hasta al café del desayuno o la Hilaria que va todos los meses a que le hagan el analís del azúcar y después no toma las medicinas y se pone morada a dulces de las monjitas.









Y así, preguntando a uno, controlando a otro, se va haciendo con los datos que la interesan y se preocupa de todos menos de si misma. Hasta que una noche le da un reventón a una vena de la cabeza y se queda pajarita.
La sorpresa la llevan al abrir sus últimas voluntades pues ha pedido que la incineren y que echen sus cenizas en el jardincillo que hay ante el consultorio para, de un modo o de otro, seguir controlando desde la otra vida a los que acudan al médico.












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