miércoles, diciembre 23, 2020

navidad en el año de la peste


Palestina estaba asolada por la más negra de las epidemias. Una fiebre extenuante que había llegado a través de los integrantes de una caravana de comerciantes procedente de Samarcanda se había extendido como la mala hierba entre toda la gente de los pueblos y del campo, diezmando la población palestina. No sabiendo como atajar la sangría el rey Herodes tomó la determinación de que nadie podía moverse de su casa y ordenó desplegar sus tropas por todos los caminos de su reino para controlar que se cumpliese su voluntad. 




Esta orden chocó con el edicto de Augusto que obligaba a que todo el mundo debía acudir a su punto de origen para ser incluido en el censo y, de este modo, poder apretar las tuercas y que nadie se escapase de ser sangrado por la Hacienda romana. Ser un gran Imperio llevaba aparejado cuantiosos gastos y todo el mundo romano debía apoquinar para sostener el esplendor del divino Augusto.

Este enfrentamiento pilló a una humilde pareja a las puertas de la ciudad de Belén. El, un hombre que caminaba encogido y con miedo mirando a todas partes para escapar de los policías mientras tiraba del ramal de un borriquillo sobre cuyo lomo se sentaba a duras penas una jovencita que no sabía como ponerse pues su descomunal tripa la estorbaba. Menos mal que llegaron a los arrabales de Belén al atardecer, antes de que la noche fría pudiese engullirlos y comprobaron con alegría que en un margen del camino había una posada de aspecto destartalado aunque, a pesar de no ser noche todavía, estaba cerrada a cal y canto. 



José se acercó a la puerta y golpeó con su bastón, al principio con timidez pero, al ver que nadie acudía su llamada, fue intensificando la fuerza de los golpes porque pensaba que no le oían. De pronto se abrió un ventanuco a la altura del tejado por donde salió la cara y un brazo del posadero que, con manifiesto enfado, preguntó porque querían romper la puerta. José , con gran humildad, pidió posada para él y su mujer pero el posadero con Vox enojada dijo que siguieran camino, que allí no querían inmigrantes sin papeles y que seguramente contagiados de la peste y, además, la mujer parecía una de esas " menas " que invadían el país. Y desapareció, cerrando el ventanuco de un golpazo.

José agarró de nuevo el ramal y se adentró por la callejas de Belén. Las escasas puertas que estaban abiertas se cerraban con estrépito al acercarse ellos y no vieron a un alma fuera de las viviendas. Llegaron al final del pueblo cuando ya el viento frío les cortaba el aliento, cada vez más tristes y desanimados. Ya, en las afueras de Belén vieron una casucha que creyeron abandonada y, dando una patada a la puerta, se metieron los dos, bueno los tres porque el borriquillo los siguió dispuesto a no pasar frío. José A la escasa luz del atardecer vieron que el interior estaba arrasado, fruto de un prolongado abandono pero un débil mugido los asustó. En un rincón, sobre un montón de paja, sesteaba una vaca que parecía no tener fuerzas ni para plantarse de pie.



Se dejaron caer los dos sobre la paja, el burro se acercó a olisquear a la vaca y María sacó un trozo de queso y unos dátiles del zurrón que comieron ella y José. De cansados que estaban, se durmieron enseguida agradecidos al calor que irradiaba el aliento de la vaca y del borriquillo. A lo largo de la noche José creyó sentir entre sueños una musiquilla celestial y una luz muy bella, pero como estaba tan agotado, se arrebujó bien en su manto y se dio la vuelta para seguir durmiendo.

La luz se colaba por las innumerables rendijas de la casucha cuando un griterío lo despertó. Se sentó sobre la paja mientras se frotaba los ojos y vio que, a su lado, María con gesto plácido, acunaba a un bebé, su bebé al que parió sola y sin ayuda durante la noche. Sin reponerse de la sorpresa, José se acercó a la puerta para ver que pasaba en el exterior. Había dos grupos enfrentados en medio de los cuales una persona que portaba el chuzo de alguacil en una mano y un pergamino en la otra intentaba poner paz. Al ver a José le alargó el pergamino pero, para no tocarlo, lo dejó caer a sus pies. De viva voz le dijo que el dueño de la casucha lo había acusado de ser un " okupa " y que tenían que abandonarla.

A sus palabras arreciaron los gritos de los dos grupos. Uno de ellos gritaba que eran una pobre gente que merecía refugio, máxime que tenían con ellos a un recién nacido mientras el otro los acusaba de inmigrantes sin papeles que venía a quitar el pan a los nativos. Las voces iban subiendo de tono ante el asombro de José y la impotencia del alguacil cuando irrumpió de pronto un grupo de soldados romanos que impusieron la pax romana. A los defensores de los inmigrantes los cubrieron de zurriagazos mientras daban golpecitos cómplices al resto y en unos minutos despejaron las inmediaciones de la casucha.


Al poco rato unos tímidos golpes en la puerta obligaron a José a acercarse de nuevo. Ante él había tres pastores con el rostro cubierto por máscaras de piel de oveja que le ofrecieron unos quesos y una jarra con leche de oveja, preguntando si podían acercarse a adorar al Niño, pero sin tocarlo y a dos metros de distancia para no contagiarlo, tal como mandaba el edicto de Herodes. Se cumplió el ritual mientras un ángel sentado sobre una de las vigas del techado agitaba sus alas de las que se desprendió una pluma blanquísima que bajo revoloteando a los pies de uno de los pastores.

Este se agachó y después de acariciar suavemente su mejilla con ella se la tendió a José que la recibió gratamente sorprendido. El pastor dijo a sus compañeros que debían volver a la majada, no fuese que se extraviaran las ovejas y, ya en la puerta, se volvió con lentitud lanzando una larga mirada a José mientras le guiñaba un ojo, dejando a José sumido en la sorpresa.



Según el protocolo de cada año ahora tocaba la aparición de la estrella precediendo a los Reyes Magos, pero esta llevaba dos días luciendo día y noche sobre la cabaña sin rastro de las Majestades, con el  consiguiente trastocamiento de toda la tradición. José no hacía más que asomarse a la puerta pero por allí no aparecía nadie hasta que vio pasar al alguacil. Le preguntó a voces que sucedía y este le contestó que los Reyes estaban detenidos en un control a unos kilómetros de Belén, que se habían visto forzados a un confinamiento porque estaban contagiados dos pajes de Baltasar. Así que ni vendrían ni se los esperaba de momento.

Los astrólogos al servicio de Herodes vertieron en los oídos del  rey que la epidemia no cesaría de momento y a este funesto presagio unieron la amenaza de que en esos días nacería un niño en Belén que, pasados los años, lo iba a destronar acabando con su chiringuito. Así que a grandes males, grandes remedios pensó él y aprovechando que tenía a las tropas movilizadas dio orden de que pasasen por la piedra a todo recién nacido en la zona, a lo que se aplicaron con toda la profesionalidad de la que siempre hacen muestra, sobre todo ante un enemigo tan indefenso.



Gracias a que el pastor de la pluma de ángel había pasado unas horas muy agradables con el capitán de la guardia palatina, pudo enterarse de los planes de Herodes, por lo que le faltó tiempo para acercarse a la casucha y explicarle a José el peligro que se avecinaba sobre ellos. José montó a María y al niño sobre el burro, hizo un hatillo con cuatro trapos y le dijo al pastor que se quedase con la vaca y aprovechando la luz del amanecer enfilaron un angosto camino entre las montañas, mientras el pastor le decía adiós con una mano mientras con la otra quitaba una lagrima furtiva de su mejilla.

María preguntó a José hacia donde se dirigían y el contestó  " siempre al sur ". Al sur se encontraba Egipto, una tierra hermosa,  llena de sol y libre de la peste y hacia allí encaminaron sus pasos. 

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