En uno de los primeros escritos de este blog que titulé " La señorita Asunción y la señorita Maruja " relataba mi iniciación al mundo escolar basándolo en el recuerdo de dos personas maravillosas que ahora, a pesar de haber pasado más de medio siglo , sigo evocando a menudo siempre con un gran cariño y, si supiese dibujar, seguro que sería capaz de trazar sus retratos con total precisión. Ahora, casi siete años después, retomo estos personajes como iniciación a lo que quiero narrar a continuación. Para evitaros la búsqueda de dicho escrito voy a intentar recrearlas porque, como me gusta repetir, las personas seguimos vivas mientras alguien piense en nosotros. Mis primeras maestras eran una pareja muy peculiar y ahora, con todo lo que he visto en la vida, juraría que no solo eran compañeras en la docencia, sino que compartían muchas cosas más.
La señorita Asunción era una mujer madura y frescachona, como si se tratase de una matrona de película neorrealista italiana. Lo primero que recuerdo de ella era una gran melena de pelo negro en la que chispeaba algun hilo de plata, rizada y exuberante, que le gustaba ahuecar con las manos y sacudirla como si fuese una leona. Los ojos muy negros, las cejas depiladas y perfiladas con carboncillo en forma de murciélago, una larga linea de tizne que alargaba sus ojos, los rabios de intenso color rojo y un lunar sobre el labio superior que sombreaba un discreto bigotillo. Blusas de flores por el que asomaba un pecho poderoso y ceñidas faldas de tubo, se movía al andar como una jaca. Había sido maestra durante la República y a veces dejaba escapar vivencias de cuando formaba parte de un grupo que luchaba por escolarizar a niños en las montañas do Caurel. Al terminar la guerra fue represaliada y se le retiró el titulo de maestra nacional, por lo que sobrevivió desasnando a hijos de amigos en una escuela que montó al final de la plaza del Campo, muy cerca ya del barrio de putas.
La imagen que tengo de Maruja es más difusa. Mayor que su amiga, la más refinada del duo, era una mujer menuda de cuerpo, siempre vestida como una señora con el pelo rubio ceniza peinado con un moño a lo Grace Kelly, trabajaba por las mañanas como enfermera cuidando niños en un centro de Auxilio Social y, dadas sus buenas relaciones con los jerarcas del Régimen, imagino que era la que proporcionaba un paraguas protector a su amiga, a la que ayudaba dando clase por las tardes.
Otra cosa es lo que hicieran las dos fuera del colegio pero era muy habitual verlas al final de la tarde tomando unos " chatos " de vino en los bares de la Ruanueva siempre rodeadas de hombres, sobre los que señoreaba la risa estridente de Asunción. Y ya, cuando era un poco mayor, pude escuchar los cotilleos entre escandalizados y divertidos, que hacían sobre sus andanzas con hombres casados o viudas de tronío, como cuando vistieron con sus camisones al gobernador civil o a un primo mío, severo director de banco en horas laborables y un tanto libertino, cuando dejaba a su mujer oficial en casa.
Todo esta larga introdución sirve como enlace para dar pie a lo que quería recordar. A las doce y media se terminaban las clases de la mañana y después de plegar el infamante babi de cuadritos sobre el pupitre, cogía el cabás de madera con una calcamonía de colores sobre la tapa y en donde llevaba la enciclopedia y demás útiles de desasnar y enfilaba hacia la plaza del Campo con su fuente redonda donde me subía al reborde para beber agua fresca que manaba del caño situado a los pies de un san Antonio de piedra. Al bajar cruzaba hasta la librería Alonso donde me quedaba un rato admirando aquellas plumas o unas enormes cajas de lápices de colores de " Alpino " y que soñaba con usar un día. Atravesaba la plaza hasta el escaparate de la pastelería y, con la nariz pegada al cristal me relamía pensando en los " suizos " espolvoreados de azúcar o en unos caramelos en forma de concha de peregrino. Enfilaba la Ruanueva dejando a un lado el escaparate del " Ferreirós " donde los culos de cigalas formaban montones alternando con fuentes de nécoras o centollos. Al oir las campanadas de la una desde la cercana catedral, aceleraba un poco el paso porque sabía que mi padre me estaba esperando.
Hacia la mitad de la Ruanueva se abría una plaza irregular donde se congregaban todos los negocios de antiguedades de la ciudad y que, según contaba la gente, cerraban a cal y canto los días en que la " señora ", vamos la mujer de Franco, llegaba a la ciudad porque entraba en las tiendas y se encaprichaba de las mejores piezas dando orden de que se las mandasen al Pardo, sabiendo que nunca se cobrarían. En un ángulo de la plaza estaba el Gobierno Militar, donde trabajaba mi padre. Cruzaba el amplio portalón saludando a los soldados que dormitaban en un banco de madera al fondo y subía las anchas escaleras de piedra ocultas bajo una deshilachada alfombra roja y entraba en el despacho de mi padre, empujando la puerta batiente.
Cuando yo tenía de ocho a diez años, mi padre ocupaba el puesto de secretario del General y cuando yo llegaba a su despacho,estaba todo atareado preparando la enorme carpeta en la que tenía ordenados todos los escritos para pasar a que firmase su superior. Vestido con el uniforme militar, pasando continuamente un dedo por el cuello para aliviar la sensación de ahogo que le provocaba el celuloide que comprimía su cuello corto y grueso, comprobaba que los escritos estuviesen bien redactados.
Despues de darle un beso, cogía el ABC de encima de su escritorio y me iba al sillón del fondo donde, unas vez vistas las fotos de huecograbado, iba derecho a las páginas de las esquelas para devorarlas con atención una tras otra. Cuanto mayor fuese la esquela y más títulos tuviese el fallecido, mejor. Tras el nombre y el consabido " después de haber recibido los últimos sacramentos de mano de su santidad ", etc me leía todos los títulos que dejaba tras de sí el muerto. Caballero de la Orden de una cosa, Barón o Vizconde de la otra, etc. y siempre fallecidos " bajo el amparo del manto de la Virgen del Pilar ". En mi ignorancia me imaginaba que había un motorista encargado de ir de muerto en muerto llevando el consabido manto para que muriese bien amparado y me daba pena el trajín que tenía que darse el pobre motorista para complacer a la familia de tanto muerto ilustre.
A veces, si la firma de mi padre se prolongaba, bajaba al jardín porque desde niño me ha encantado gozar viendo las flores. Había rosales de todo tipo y lilos cuyo olor me emocionaba. Pero presidiéndolo todo había un enorme magnolio cuyas flores de esa belleza sencilla y de tacto untuoso siempre me han encantado pero que, al estar las ramas tan fuera de mi alcance, me contentaba con recoger las que había caidas sobre la hierba. Ya cuando era mayor, recuerdo haber ido una tarde acompañado de Juan Carlos, un compañero de instituto también de los que podemos decir joven de rara sensibilidad y que vivía y los dos formamos un enorme ramo de rosas que llevamos a su madrina. Nos recibió en casa vestida con un kimono más propio de madama que de señora bien y tras agradecerme el ramo con un billete de cinco pesetas me pringó las mejillas con rouge prometiendo más billetes a cada nuevo ramo. Pero aunque repetí la visita dos veces, en ambas se hizo la tonta y no abrió el monedero con lo que se terminaron las visitas.
Si me demoraba en el jardín aparecía un soldado diciendo que ya era tarde y que mi padre me estaba esperando en la calle. Salía al trote porque a partir de ese momento empezaba lo mejor del día. Rehacíamos el camino hasta las inmediaciones de la catedral para iniciar el circuito de cada día.
Yo esperaba sin decir nada hasta que mi padre depositaba ante mi el platillo con su tapa, y algun amigo más, que sabía de mi triperío, hacía lo mismo colocando sus tapas para que me las comiese: una croqueta, o un trozo de tortilla o de empanada o algunos con guiso de calamares o de riñones. Una tras otra, me comía todas las tapas esperando a una nueva ronda de vinos seguida de otra ronda de tapas.
De allí se seguía a otros bares: el " Cinco vigas ", el " Triacastela ", el " A rua " y así hasta recorrer al menos una docena de bares, unos con unas tapas más ricas que otros, pero en todos yo me tomaba la correspondiente ración, sin perdonar una. Había un orden riguroso para pagar las rondas y uno invitaba en un sitio y otro en el siguiente, pero lo que peor toleraban los mayores era la figura del gorrón. Por eso se producían verdaderas peleas para pagar. Mientras, yo seguía a lo mío, zampándome todo.
Hacía las dos y pico se iniciaba la despedida porque había que estar en casa a las dos y media en punto, sentados cada uno en su sitio en la mesa, mientras se oía la sintonía que anunciaba el " parte " con las noticias. Y a pesar de todo, yo no perdonaba nada de mi ración
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