sábado, agosto 27, 2011

Historias de Gomella


Viniendo desde el valle del Duero en dirección a Gomella, la carretera atraviesa primero el pueblo de Sarracenia, patria de los " ahumados " con los que es mejor no tener mucho trato, aunque ello siempre es difícil porque en sus calles no suele verse un alma y hace años que no se oye las voces de los críos jugando. A la salida del pueblo, a mano izquierda y en medio de una chopera, se encuentra el antiguo convento del santo Patrono cuyos restos custodiaban tres o cuatro monjes hasta que traspasaron el lugar a una agresiva orden de monjas de clausura que, adaptándose a los nuevos tiempos, han cambiado los largos hábitos y las prolongadas horas alternadas entre el rezo y la repostería, por el empleo de la ropa vaquera y el uso de deportivas, utilizando las nuevas tecnologías para captar a cada vez más jovencitas de buena familia que, a cambio de una jugosa dote, buscan realizarse en la paz del convento.
La carretera hasta entonces serpenteante, se endereza y sigue una larga recta flanqueada por tierras bien roturadas donde los viñedos asemejan salones de baile y que alternan con campos de cebada y girasol. Al final de la recta se encuentra Gomella, cuyas casas se desparraman sobre la ladera de una colina orientada al sur.
La entrada al pueblo es a través de un estrecho arco, resto de las murallas que cercaban a Gomella y, tras pasar la plaza mayor presidida por el ayuntamiento vemos en uno de sus ángulos una casona de piedra que ha pertenecido de siempre a los ricachones del lugar y en cuyo portón todavía se pueden las marcas de los golpes de azadón con los que intentaron derribarlo allá por los años de la guerra, cuando los desharrapados del lugar creían que era posible el reparto de tierras. Una larga calle hace de eje del pueblo. La calle Real se inicia a la altura de la parroquia de san Pedro cuya torre almenada más la hace parecer un fortín y siguiendo un trazado sinuoso con casonas a ambos lados, en su mayoría abandonadas, llegamos a una plaza en cuesta en cuyo lado sur se alza la iglesia de santa María. En la mayoría de las casas de la plaza en la que alternan antiguas casas de labranza con horrendos adefesios modernos hay el recuerdo de algún ahorcado. No se sabe por que extrañas circunstancias, la mayoría de los suicidas del pueblo, que han sido mucho, se han concentrado en las casas que se enfrentan a la parroquia.




La mayor parte de las viviendas están abandonadas durante el año y solo un puñado de ellas dejan ver el humo que sale perezosamente de sus chimeneas. En la parte alta del pueblo, el barrio de san Antón, estaba ocupada por los más pobres y la gente malvivía en casuchas de adobe y donde se soltaba todos los otoños un cochinillo, el cerdo de san Antón, que correteaba libremente entre las casas alimentánodose con las sobras de cada una, creciendo gordo y lustroso, para sacrificarlo a finales del mes de enero y subastándolo en partes para beneficio del santo.
En una de esas casuchas vivían el Basilio, un hombre pequeño y rechoncho como un tonel que tenía el oficio de pastor acompañado de su perro " el pesetas " un chucho pequeño y de aspecto granujiento que llevaba al cuello un collar en el que su dueño había engarzado unas pesetas rubias a las que había agujeredado para sujetarlas al cuero. Harto de estar solo se fué un día a la capital donde estuvo un tiempo trabajando como barrendero municipal y de donde se trajo con él a " la Pelicana " una mujer enorme con un gran buche que movía agitadamente cuando subía despacito las cuestas del barrio. Esta se trajo con ella una vieja roulotte que aposentaron en un solar tras la casa y a donde mandaba a dormir al marido las noches en que este le daba al jarro más de lo habitual.



La gente comentaba en el pueblo que habían tenido que reforzar la base de la cama dado el peso de los dos y que cuando uno giraba bruscamente el otro se iba al suelo. Pero " la Pelicana " pronto se cansó de los fríos del pueblo y un buen día desapareció dejando solos al marido y al " pesetas ". Al cabo de un tiempo el Basilio apareció cojeando por la plaza de la iglesia buscando que alguien lo llevase al médico porque como le había salido un nosequé en el pié, había calentado una lezna al rojo vivo como en las películas y con ella había intentado curarse.
Unas casas más arriba vivían el " Islas " y la " Canarias ", tal vez los más necesitados de todo el pueblo que no se sabe muy bien de lo que malvivían. Tenían una recua de críos y el mote les vino un día a causa de uno de ellos. Una tarde llegó uno de ellos a casa con el encargo de que el señor profesor le había dicho que como tarea para el día siguiente tenían que encontrar donde estaban las Islas Canarias. El sofoco de la pareja fue grande porque no tenían ni la menor idea de donde podía estar eso y se volvieron como locos buscando por la casa. A la mañana siguiente el padre se presentó humildmente ante el maestro y, mientra les daba vueltas a la gorra con nerviosismo, le confesó al señor profesor que por más que habían mirado su mujer y él, nada de nada. Subieron al desván, miraron entre las vigas llenas de telas de arañas, bajaron a la bodega, entraron en la cuadra del cochino, reptaron bajo los camastros y ni rastro de las islas esas. Y la gente baurizó a la pareja con el mote, que para algunas cosas son bien avispados.
Y como mi amigo Felix es una fuente inagotable de información, otro día seguiré con más historias de Gomella.

Nota: andando el tiempo el " pesetas " se coló un día en casa de la señora Mika que se lo encontró en una de las alcobas del piso de arriba en compañía de su perra " Laika, alias la bonitona " muy relajados ambos y al que ahuyentó a escobazos. Pasado el tiempo reglamentario y de esa unión al margen de la ley nació " el siete " un perro pequeño y vivaracho que sabe aullar por soleares y juega al baloncesto con el morro que ni el Gasol ese tan famoso.

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