sábado, julio 24, 2010

Vamos a por la entrada número 300


Don Pedro Antonio es un hombre honesto en la flor de la edad, tal como a él le gusta describirse. Cincuentón de talla media y cuerpo enjuto, como si la carne hubiese huido de sus huesos, muy blanco de tez, con una piel casi traslúcida, ojos claros y fríos que se dirían de gavilán enmarcados tras unos lentes de aro dorado con los cristales sin graduar pues es capaz de ver las nervaduras de un ala de mosca pero que usa porque piensa que le dan mayor aire de intelectual, una corona de pelos ralos y rubios rodeando las sienes y una calva tersa y brillante capaz de lucir hasta en la oscuridad como si el bullir de sus neuronas pujase por salir a través de la piel. Gasta barba recortada porque le da un aire a Cajal que a él se le antoja interesante, aunque a veces preferiría llevar la cara afeitada pues así su parecido con Marañón sería mayor.
Pedro Antonio se tiene en mucha estima y se considera un médico bueno, una persona excelente, un ser en posesión siempre de la verdad, por lo muchas veces a lo largo del día vuelva su cara sesgadamente hacia el cielo para dar gracias a Dios por haberlo creado así, tan repleto de humanidad, tan sencillamente perfecto pues necesita buscar muy atentamente en su interior para encontrarse el más leve fallo. Cada mañana se levanta muy temprano, apenas si luce el sol y, tras hacer concienciudamente la tabla de gimnasia sueca, aunque en su caso más bien debería llamarse prusiana,se ducha con agua fría sin importarle la época del año y frota todo su cuerpo con un guante de crin para activar la sangre y que esta fluye más rápida a su cerebro que está en perpetua ebullición. Se seca con una toalla aspera pues toda suavidad está desterrada de su entorno y se viste cuidadosamente, alternando el traje de paño con el de verano, pero siempre vestido en tonos apagados como corresponde a alguien de su clase. Se parapeta tras la corbata y abotona los gemelos en los puños de la camisa para que no haya un resquicio por el que acceder a su interior.
Entra en la cocina donde su mujer está esperando muerta de sueño con la bandeja del desayuno en las manos. Bebe el zumo de naranja que esta acaba de exprimir, pone dos pastillas de sacarina en el café con leche, café sin cafeina y leche descremada, por supuesto, da cinco vueltas con la cucharilla girando siempre a la derecha y bebe con parsimonia, se seca los labios con la servilleta que le ofrece su mujer. Esta inclina la cabeza para recibir un beso de despedida y don Pedro Antonio sale de casa, no sin antes recordarle a su mujer todas las tareas que ha de hacer en su ausencia. Se hace el desatendido para no oirla cuando dice una vez más lo bien que le vendrían unos guantes de piel forrados de borreguillo, ahora que va a ser su santo.
Ya en el portal, se abotona el " loden " verde musgo de arriba abajo, se calza el sombrero de fieltro y afianza la cartera de piel en la mano izquierda. Sale de casa levemente escorado hacia un lado en parte por el peso del portafolios y en parte porque le gusta caminar así, como si anduviese en diagonal. Lleva el mentón levemente hundido contra el pecho queriendo afectar una humildad que no siente, pues su mirada de águila vigila todo lo que se mueve a su alrededor y apoya la mano derecha sobre el pecho, afiánzandola en la gabardina como si fuese una garra.
Camina pausado saludando con una leve inclinación de la cabeza a todas las sombras que se cruzan a su paso, recorriendo los poco más de cien metros que separan su puerta de la iglesia de San Aniceto.
El templo está casi a oscuras y don Pedro Antonio avanza entre los bancos donde dormitan cuatro beatas en espera que comience la primera misa de la mañana. La mullida alfombra amortigua sus pasos y ahora sí yergue la cabeza mirando al frente como si estuviese en sus dominios. Hace una genuflexión ante el altar y se sitúa en el primer banco, pero no se sienta sinó que permanece de pié, actitud que mantendrá mientras dure la misa.
Ante él se situa el sacerdote que oficia la misa, don Paulino un cura simplón según opina nuestro eximio doctor porque nunca parece admirar en su justa medida las muestras de fervor de don Pedro Antonio que alterna inclinaciones de cabeza con golpes propinados con fuerza contra su pecho que resuenan en el silencio del templo. El buen cura muchas veces piensa que si hubiese que poner imagen carnal al fariseo de la parábola, don Pedro Antonio seria el prototipo. Avanza con unción para recibir la comunión de las manos del cura y regresa a su banco como Santa Teresa de Jesús en pleno arrebato místico.
En cuanto el cura esboza la bendición, recoge la cartera del suelo y sale a paso vivo de la iglesia para que las beatas se den cuenta de que es alguien que no puede perder el tiempo, porque tiene a muchos pacientes en espera de su consuelo. Abre con ímpetu la puerta batiente a punto de golpear a la mendiga que está sentada fuera y se encasqueta el sombrero. El camino hasta su consultorio lo salva en un santiamén, entra en el centro recomponiendo su imagen distante y cruza la sala de espera sorteando el asalto de los pacientes que van día tras día para ser atendidos, que no escuchados. Cuelga el abrigo y el sombrero, buscando posibles motas de polvo y se pone la bata. Mira el listado y suelta un gruñido de fastidio al ver lo que le espera.
Comienza el rosario de quejas de cada día. No se me quita la tos, quiero que me vea el de los huesos, creo que se me ha caido la matriz, recetas de pañales para mi marido, deme otras pastillas para el riego....no hay nada nuevo y a todos procura darles un muletazo rápido para que dejen libre la silla y la ocupe otra nueva cara, otra nueva queja. A media mañana hace un alto y saca un yogur y una manzana de la cartera pues no quiere salir a desayunar con los demás, que no saben más que gastar y gastar. Además siempre está en pleitos con los demás trabajadores del centro y bien por carta o a través del teléfono, raro es el día que no manda una queja a la Dirección sobre lo mal que trabajan los demás....y al tiempo dejando entreveer lo bien que lo hace él.
Termina el almuerzo y llama por teléfono a su mujer para no perder el control del hogar, pues ya se sabe que uno no puede fiarse de las mujeres. Cuando esta termina de dar cuentas le recuerda con timidez lo de sus guantes y él corta rápido diciendo que tiene mucho trabajo, que ya está todo controlado mientras mira hacia un rincón de su mesa donde hay un paquete con dos tomos de " Nueva fisiología de la mujer menopáusica " que, con gran esfuerzo por el desembolso, don Pedro Antonio ha comprado pensando en regalárselos a ella el día del santo con ánimo de sacarle provecho él, como es lógico.
Brucamente se abre la puerta de la consulta y asoma su cara un celador para decirle que hay una señora de la cercana Residencia de Ancianitos Desválidos esperando desde hace dos horas, que no tiene cita pero no se encuentra bien y que está sentada en la silla de ruedas y la monjita que la acompaña dice que está toda meada y sin comer. Don Pedro Antonio contesta con displicencia que si no tiene cita, tendrá que esperar al final de la consulta, que todos tienen la misma prisa. El celador cierra de un portazo y don Pedro Antonio piensa en que ya no hay modales ni categorias, que poco se respeta ahora a los médicos. Echa una mirada de conmiseración hacia la imagen de El Padre que preside su mesa, aprieta su muslo derecho para que el cilicio se clave más en sus magras carnes y prosigue en su tarea de elaborar una carta de queja a la Dirección sobre la mala actuación profesional de dos compañeros de su centro. " Se van a enterar estos ", piensa mientras suelta un resoplido de satisfación. El creciente murmullo de la sala de espera lo vuelve a la realidad y se levanta cojeando, creo que he apretado demasiado el cilicio, piensa miemtras hace pasar una nueva tanda de quejosos.
A trompicones avanza la mañana atendiendo a nuevos pacientes a los que atiende malamente, eso sí, sin dejar de soltar su retahila preferida sobre lo mucho que él trabaja, cuantos sacrificios le cuesta su profesión mientras el resto de zánganos de su centro no hacen nada y lo poco que la Dirección aprecia su entrega. Los pacientes tragan el sermón con la vana esperanza de ser atendidos mejor pero todo se queda en eso, una vana esperanza. Cuando acaba con el último de los citados se asoma a la sala de espera para hacer pasar a la vieja sin cita, pero ya se ha ido. " Es que hoy día no hay ni paciencia... ".
Cuando don Pedro Antonio intenta cerrar la puerta, esta se abre de nuevo bruscamente y el empellón lo hace trastabillear. Entra uno de sus compañeros con aire enfurecido y tras cerrar la puerta de una patada se dirige hacia él y lo agarra por pechera mientras su otro puño lo planta ante su cara " Como me vuelva a decir otro paciente que me llamas comunista y hablas mal de mi, tengo dos soluciones: o te denuncio ante el Colegio Médico o le digo a uno de los gitanos de mi consulta, por cuatro cuartos, que te raje las tripas ". Don Pedro Antonio se zafa y se parapeta tras la mesa pero su compañero sigue detrás y empieza un baile por la consulta uno tras el otro, mientras arrecian los improperios a los que se contraponen los apagados quejidos del eximio doctor.
Lanzando su última amenaza, el compañero abandona la consulta y don Pedro Antonio se deja caer en su asiento recuperando el aliento poco a poco. Se ordena la ropa y mira a la imagen de El Padre a quien a la que ofrece este nuevo sufrimiento, " que duro es ser tan bueno y tan incomprendido " dice mientras se remanga la pernera para quitar el cilicio que está destrozando su pierna y lo deja caer en un cajón de la mesa.
Se levanta, se asegura de dejar cerrados todos los cajones de su mesa,cambia la bata por el abrigo y se dispone a salir. De pronto se fija en el paquete con los libros que se ha comprado y lo mete en su cartera. " Que contenta se va a poner Dolores cuando se lo dé el día de su santo " piensa mientras suelta una risita. Se encasqueta el sombrero y abandona la consulta. Atraviesa el vestíbulo sin despedirse de los compañeros que están allí rodeando al hijoputa que lo han ofendido,y mientras sale del centro un reguero de risas en sordina lo persiguen. " Cabrones, ya os llegará la hora " dice en voz lo suficiente baja para no ser oido y enfila el camino de casa.

3 comentarios:

El oso blandito dijo...

La imagen de fariseio me gusta, pero ya le odio, que asquito de médico!!!!
Fantastica descripción Carlos, felicidades me encnata!!!

redondeado dijo...

Qué buenos los muñecos de la foto. Como pueda me hago uno. Y qué odioso el personaje... ¡Si me he puesto de mala leche y todo! ¡Como me cruce con el, se va a enterar, hombre!

cal_2 dijo...

Pues espero que nunca te cruces con él como médico, Redondeado porque existe....y lo he retratado suave...