Cuando te vas unos días a otra ciudad intentas planificarlo todo y preguntas a los amigos sobre un sitio en el que comer bien, desechas por intuición una u otra recomendación y te decides por uno y, para más seguridad, contrastas con la información de una guía de turismo que tienes sobre la mesa. Llamas para hacer la reserva, ante el miedo de llegar y no encontrar mesa libre.
POr eso, si estás en un un restaurante en el que has puesto muchas expectativas y ves como se van desmoronando una a una, por lo menos puedes aprovechar el tiempo en observar a los comensales que están situados a tu alrededor.
En este caso el restaurante que elegimos está en la parte vieja de la ciudad y cuesta llegar a él pues la calle, un estrecho callejón peatonal, les suena a todos los que vamos preguntando, pero nadie sabe localizarla a ciencia cierta. Finalmente te encuentras ante él y la primera alarma es observar en el escaparate refrigerado como se aburre una triste pescadilla sobre un mar de hielo picado. Entramos en el local, no hay niguna mesa ocupada y el cocinero recostado sobre la barra parece aburrirse tanto como la pescadilla de la entrada.
Nos sentamos en una mesa al azar, como es obvio ni contrastan la reserva y al ver la sala tan vacía pensamos en que nos hemos apurado en exceso y que la gente seguramente vendrá con ás calma. Nos ponen la carta delante, los titubeos de rigor en busca de lo más apetecible y el camarero recomienda que no tomemos muchos entrantes porque están preparando un delicioso arroz al horno. Ahora toca al vino y pedimos un blanco de la tierra que esté muy frío. Lo sirven en las copas de vidrio mientras, desde la vitrina que está ante nosotros, se aburren las copas de cristal fino y que uno, en su sibaritismo de segunda mano, cree son las indicadas.
Esperamos picoteando pan y segregando más y más jugos. Llega una segunda pareja, bueno al menos tendremos algo que mirar. Sos dos mujeres maduras, más o menos de nuestra misma edad y se sientan en oblicuo a nuestra mesa con lo que las posibilidades de mirarlas se reducen, pues no es cosa de voltearse. Una es delgadita, como si fuese " Tintín " vestido para una gala circense y que parece llevar la batuta. La otra es una matrona romana, fondona y vestida totalmente de negro. Cerveza sin alcóhol, nada de pan, solo medias raciones pide la que manda y le dice a su acompañante que hay que cuidarse.
Llega un entrante. Es sabroso pero escaso, el pan siempre ayuda. Parón tecnológico esperando que llegue más comida. Hace su entrada una familia que tiene todo el aspecto de ser habitual del restaurante. Encabeza la marcha la madre, una mujer rubia de unos cuarenta años que parece salida de una revista de modas. El padre, algo mayor, con barba entrecana y con ropa deportiva. Cierra el grupo, un chico de unos quince años vestido como un figurín con pantalones blancos de loneta, cinturon multicolor y camisa de marca a rayas azul y blancas. Se mueve como una grulla y parece que no coordinase los movimientos. La madre pide lo de siempre y comienza a fumar. Pitillo tras pitillo, sin parar a lo largo de toda la comida, alternando con largos tragos a la cerveza. Una, dos, tres cervezas muy frías, picoteando de la comida sin mirar en ningún momento a su marido y al hijo. Bebe, sobre todo fuma y come mirando al vacío, como si estuviese sola. El marido, por el contrario, presta toda la atención al hijo que mira de vez en cuando a hurtadillas a su madre pero busca el contacto del padre. Movimientos espasmódicos del cuello, el cuerpo girado hacia un lado, el crío parece estar en un continuo sobresalto mientras mendiga la atención del padre. Por una vez que se vuelve hacia su amdre, esta pega un respingo al sentir la amno de su hijo sobre su brazo desnudo.
Nuestra comida sigue su lento declinar. El supuesto plato fuerte es una mermada ración de arroz que ha sido recalentado en el microondas, por lo que prestamos atención al entorno. De la mesa que no vemos llegan amortiguadas las protestas de " Tintín " por el humo de la rubia y las recriminaciones a la amtrona apra que no coma tanto.
Hace su entrada en la sala el cocinero y se acerca a la mesa de los habituales. La madre aterriza en la sala y comienza una charla llena de sonrisas entre los dos, un partoleo trufado de risitas mientras padre e hijo siguen su dialogo callado.
No hay más. Viendo la comida, obviamos los postres. Unos cafés, pedimos la cuenta y salimos como si huyésemos. Bueno, al menos ya sabemos un sitio al que no pernsamos volver.
3 comentarios:
Jo, pues por lo menos podrías dar alguna pista de dónde es, para no caer ahí. Con lo cara que está la vida, da una rabia entrar en un sitio así, que a la próxima me muerdo un ojo.
En fin, si veo una pescadilla aburrida en el escaparate, no entraré.
te doy una pista.....si un dia vas por valencia consultame primero. Un abrazo
Vaya! Se me olvidó, al final, recomendarte alguno bueno ;-)
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