La primera casa que la que tengo recuerdo estaba situada al principio de la carretera de Abella, entonces en las afueras de la ciudad de Lugo. Era un segundo piso de una casa de vecinos con fachada gris que estaba situada entre huertas y pequeñas casas de planta baja, a medio camino entre el campo y la ciudad. En aquella época tenía dos o tres años y de ella conservo mis primeros recuerdos. Uno de ellos, el más vívido, es el descubrimiento de la muerte, como conté en otra parte de mi blog. Tres o cuatro puertas más allá de nuestra casa murió un vecino, creo que barbero y allí que me fui de la mano de mi hermano mayor. Aún hoy el día tengo que grabadas las imágenes del velorio, propias de una película neorrealista italiana. Los tres escalones para acceder a la casa, un pasillo oscuro y una habitación angosta a la izquierda casi toda ella ocupada por el ataúd en el que estaba un hombre vestido de negro con una venda que le sujetaba la mandíbula, apenas iluminada por unas velas, con un ramo de flores a sus pies y rodeado de un coro de mujeres plañideras. En las consiguientes pesadillas nocturnas que tuve por aquella época siempre recordaba que " era bonito porque el señor tenía fores... "
Otro recuerdo muy vago es de una niña poco mayor que yo a cuya casa, no se muy bien por que, iba a jugar. Vivía cerca de la nuestra, al otro lado de un descampado y recuerdo jugar con ella sobre una vieja piel de oveja que tenía incrustados unos clavos oxidados. No se muy bien en que consistían los juegos, pero si que retozábamos encima. El olor a polvo rancio de la piel se confunde en mi memoria con otro más ácido de las bragas de la niña, que impregnaba mis manos.
De allí pasamos al número 8 de la calle del General Tella, situada al lado del parque Rosalía de Castro, todo un ascenso social pues cambiamos de una casa en las afueras a otra situada en un barrio en el que se mezclaban buenas viviendas situadas frente al parque con pequeñas casas de vecinos. La calle era corta y en ella había un taller de bicicletas que se alquilaban a perra gorda la hora y una tienda de ultramarinos con los sacos de legumbre a la entrada.
( Pequeña acotación histórica: el general Tella que daba nombre a la calle era un militar golpista del círculo de amistades del general Patacortas que después fue relegado del ejército por unas oscuras maniobras de corruptelas en la administración con desvío de fondos públicos para su fábrica de harinas y la reconstrucción del pazo familiar, donde se le obligó a hacer vida monacal. Aunque he leído que podía ser debido a sus veleidades monárquicas para restaurar los Borbones en España, teoría que me parece más veraz porque Franquito no quería perder comba en el mando supremo . Además tanto para él, como para su entorno y herederos la corrupción hemos visto que es como el aire que respiramos ).
La casa se la alquilamos a una tía de mi padre, la tía Filo por 500 pesetas al mes, cifra que se me quedó grabada porque mi madre repetía más de una vez a mi padre " pues para ser tu tía, bien que nos cobra 500 pesetas... ". La vivienda era bastante oscura y tenía un gran pasillo en cuyo final y a la izquierda estaba la cocina, donde se hacía la vida porque el fogón estaba todo el día encendido y allí nunca faltaba el calor. A su lado estaba el comedor con su hermosa mesa de plátano de color burdeos y la sillería alrededor, que solo se usaba en ocasiones especiales. Una imagen que no olvidaré nunca es el rayo de sol que, atravesando la cortina, llegaba al suelo y la cantidad de pequeñas formas del polvo que flotaban en él y que yo creía eran personajillos de cuento que vivían en los rayos de luz y que intentaba atrapar entre mis dedos pero que se me escapaban siempre.
El comedor solo se usaba para comer en fechas importantes como el día que hice la primera comunión o para las comidas de Navidad. Recuerdo una nochebuena en especial, tendría yo unos seis o siete años, en la que vino la hermana de mi padre con unos amigos y el que entonces llamaba su novio ( un arquitecto ricachón ,en realidad su amante...con el que acabaría casándose cincuenta años después ). Entre otras muchas cosas para la cena se habían asado unos capones de Villalba y yo, tragón de oficio y vocación, me ventilé una pata. Al final de la cena, me sentí mal y fui al baño para vomitar todo. De vuelta a la mesa me puse a lloriquear hasta que mi padre, que se había dado cuenta de mis desdichas, dijo a mi madre que me pusiese otro zanco...que me comí y ya no salió fuera, al menos por la boca.
O la noche de fin de año que, aunque se cenaba a la hora de costumbre, al terminar aparecía mi padre con cucharón en una mano y en la otra una sartén a la que aporreaba cantando las doce campanadas, lo suficientemente despacio para que la abuela María " la buena " no se atragantase con las uvas. Al final lo que más me gustaba era cuando mi padre, con el cigarro prendía la mecha a un par de cohetes en forma de chimenea que había comprado en el " bazar 0,95 " y que ascendían hasta el techo para abrirse allí dejando caer una lluvia de confeti con matasuegras o silbatos.
Contiguo al comedor había un cuarto muy oscuro cuya ventana daba a un patio de luces, no sé muy bien porque se llamaba así pues tenía cualquier cosa menos luz. La máquina de coser en un rincón y la mesa camilla en el centro con el sempiterno brasero encendido todo el invierno. Allí, con las faldas de la camilla cubriéndonos las piernas, nos sentábamos para comer o hacer los deberes mientras mi madre, de vez en cuando, se agachaba para echar una " firma " al cisco y mantener el calor. Hoy es el día que me siento ante una camilla e instintivamente me tapo pues me agrada sentirme protegido bajo sus faldas.
Un recuerdo doloroso. Me operaron de una absceso en la ingle derecha, dejándome una mecha de goma dentro de la incisión para que drenara bien y que el practicante venía a casa para curar. Un día, no se como se salió la maldita mecha y recuerdo con terror como la tuvo que introducir con ayuda de unas pinzas. Pienso que mis chillidos se oían en la calle. Para premiarme mi abuela me regaló una caja con construcciones de madera, de esas que llevaban 20 ó 30 piezas pintadas de colores con arcos y columnas que nunca se sostenían y que, a la mínima, se desmoronaba toda la estructura. Y sobre esa mesa se dejaba la bandeja con las copitas de anís y unos polvorones la noche de Reyes para que estos recuperasen fuerzas al traer los regalos, así como un capuchón de paja de los que llevaba la sidra" El gaitero " porque los camellos también tendrían hambre. A la mañana la bandeja estaba vacía, imagino que mi padre habría dado cuenta de su contenido. Y la paja a quemarse en el fogón.
Pronto descubrí el paraíso que podía ser la calle. Muy cerca de casa había una serrería de madera que fueron el lugar preferido cuando no estaban los trabajadores. Enormes torres formadas por tablones de pino colocados en forma de cuadrado, ideales para esconderse o para convertirlas en castillos desde los que defenderse de los ataques de los enemigos. Serrín para dejarse caer y palos que se convertían fácilmente en lanzas con las que enfrentarse a críos de otras partes. Mi hermano mayor, mas atrevido o más " pupas " cada poco se lesionaba y bajaba el solo al cercano hospital provincial, donde era conocido entre todas las monjas de la Caridad, para que le pincharan el suero antitetánico en la tripa.
A dos pasos de nuestra casa estaba el parque, todo un lujo donde perderse al salir del colegio, con el estanque de los patos que se peleaban por el pan duro que les llevaba y las malditas ocas que nos perseguían enloquecidas con ganas de picarnos los muslos cuando se enfurecían. O los pavos reales que abrían sus colas multicolores y a los que nos gustaba perseguir para en su huida, pisarles la cola y conseguir arrancar una de las plumas, el mayor de los trofeos. Todo esto sin que estuviesen a la vista los municipales a los que llamábamos los " guripavos", vestidos de pana marrón con un chambergo y una enorme capa que, a modo de falda de camilla, los cubría y que entorpecía su carrera cuando
nos perseguían después haber hecho alguna trastada. Pero para eso llevaban su cayado que nos lanzaban muchas veces con errónea puntería.
Dos personas recuerdo. Una de ellas era una niña rubia con carita de manzana que vivía en las casas de la zona rica del barrio llamada Luisa y en la que me gustaba pensar como mi novia porque tenía una bici de chica, de esas que llevaban una redecilla multicolor en la rueda trasera. Aunque dudaba como novia entre ella o mi vecina del tercero, pues mientras una era como un anuncio de mantequilla holandesa, la otra era como una ratita presumida con gafas y unas trenzas muy apretadas con lazos...pero la comida siempre ha sido mi perdición.