domingo, julio 13, 2025

mis casas. I

En esta nueva entrada de mi blog pretendo hacer un repaso por las distintas viviendas por la que he ido pasando a lo largo de mi vida, a modo de un recorrido biográfico para hacer eso que tanto me gusta : repescar viejos recuerdos que andan perdidos por los rincones de la memoria.  
Nací en Pontevedra, donde habían destinado poco antes a mi padre, en un piso alquilado del que obviamente no tengo recuerdo alguno y que estaba situado en el centro de la ciudad  muy cerca de los desaparecidos almacenes Olmedo, como más de una vez se lo oí contar a mi madre. Otra cosa que me repetía es que yo no quería salir de la tripa y que me parió al decimo mes de embarazo " como las burras ", prueba de que o era muy cómodo o muy vago. De allí pasamos a León del que solo conservo el recuerdo de unas fotos en las que estoy muy abrigado, señal de que era en pleno invierno.






La primera casa que la que tengo recuerdo estaba situada al principio de la carretera de Abella, entonces en las afueras de la ciudad de Lugo. Era un segundo piso de una casa de vecinos con fachada gris que estaba situada entre huertas y pequeñas casas de planta baja, a medio camino entre el campo y la ciudad. En aquella época tenía dos o tres años y de ella conservo mis primeros recuerdos. Uno de ellos, el más vívido, es el descubrimiento de la muerte, como conté en otra parte de mi blog.  Tres o cuatro puertas más allá de nuestra casa murió un vecino, creo que barbero y allí que me fui de la mano de mi hermano mayor. Aún hoy el día tengo que grabadas las imágenes del velorio, propias de una película neorrealista italiana. Los tres escalones para acceder a la casa, un pasillo oscuro y una habitación angosta a la izquierda casi toda ella ocupada por el ataúd en el que estaba un hombre vestido de negro con una venda que le sujetaba la mandíbula,  apenas iluminada por unas velas, con un ramo de flores a sus pies y rodeado de un coro de mujeres plañideras. En las consiguientes pesadillas nocturnas que tuve por aquella época siempre recordaba que " era bonito porque el señor tenía fores... " 






Otro recuerdo muy vago es de una niña poco mayor que yo a cuya casa, no se muy bien por que, iba a jugar. Vivía cerca de la nuestra, al otro lado de un descampado y recuerdo jugar con ella sobre una vieja piel de oveja que tenía incrustados unos clavos oxidados. No se muy bien en que consistían los juegos, pero si que retozábamos encima. El olor a polvo rancio de la piel se confunde en mi memoria con otro más ácido de las bragas de la niña, que impregnaba mis manos.

De allí pasamos al número 8 de la calle del General Tella, situada al lado del parque Rosalía de Castro, todo un ascenso social pues cambiamos de una casa en las afueras a otra situada en un barrio en el que se mezclaban buenas viviendas situadas frente al parque con pequeñas casas de vecinos. La calle era corta y en ella había un taller de bicicletas que se alquilaban a perra gorda la hora y una tienda de ultramarinos con los sacos de legumbre a la entrada.
 ( Pequeña acotación histórica: el general Tella que daba nombre a la calle era un militar golpista del círculo de amistades del general Patacortas que después fue relegado del ejército por unas oscuras maniobras de corruptelas en la administración con desvío de fondos públicos para su fábrica de harinas y la reconstrucción del pazo familiar, donde se le obligó a hacer vida monacal. Aunque he leído que podía ser debido a sus veleidades monárquicas para restaurar los Borbones en España, teoría que me parece más veraz porque Franquito no quería perder comba en el mando supremo . Además tanto para él, como para su entorno y herederos la corrupción hemos visto que es como el aire que respiramos ).






El portal estaba siempre muy frío incluso en pleno verano. Tres o cuatro peldaños de piedra jaspeada, una puerta de cristales y la angosta escalera para subir al cuarto piso, lógicamente sin ascensor. No recuerdo para nada los vecinos de los dos primeros pisos, pero en el tercero vivía una familia, los Bohorquez que tenían un par de mantequerías en la ciudad  y allí descubrí que había lujos tales como  el " Colacao ", el queso de bola y el jamón de York, cuando su hija, una cría pizpireta con gafas de metal y unas trenzas de ratita presumida, me invitaba a merendar. 
 La casa se la alquilamos a una tía de mi padre, la tía Filo por 500 pesetas al mes, cifra que se me quedó grabada porque mi madre repetía más de una vez a mi padre " pues para ser tu tía, bien que nos cobra 500 pesetas... ". La vivienda era bastante oscura y tenía un gran pasillo en cuyo final y a la izquierda  estaba la cocina, donde se hacía la vida porque el fogón estaba todo el día encendido y allí nunca faltaba el calor. A su lado estaba el comedor con su hermosa mesa de plátano de color burdeos y la sillería alrededor, que solo se usaba en ocasiones especiales. Una imagen que no olvidaré nunca es el rayo de sol que, atravesando la cortina, llegaba al suelo y la cantidad de pequeñas formas del polvo que flotaban en él y que yo creía eran personajillos de cuento que vivían en los rayos de luz y que intentaba atrapar entre mis dedos pero que se me escapaban siempre.





El comedor solo se usaba para comer en fechas importantes como el día que hice la primera comunión o para las comidas de Navidad. Recuerdo una nochebuena en especial, tendría yo unos seis o siete años, en la que vino la hermana de mi padre con unos amigos y el que entonces llamaba  su novio ( un arquitecto ricachón ,en realidad su amante...con el que acabaría casándose cincuenta años después ). Entre otras muchas cosas para la cena se habían asado unos capones de Villalba y yo, tragón de oficio y vocación, me ventilé una pata. Al final de la cena, me sentí mal y fui al baño para vomitar todo. De vuelta a la mesa me puse a lloriquear hasta que mi padre, que se había dado cuenta de mis desdichas, dijo a mi madre que me pusiese otro zanco...que me comí y ya no salió fuera, al menos por la boca.
O la noche de fin de año que, aunque se cenaba a la hora de costumbre, al terminar aparecía mi padre con cucharón en una mano y en la otra una sartén a la que aporreaba cantando las doce campanadas, lo suficientemente despacio para que la abuela María " la buena " no se atragantase con las uvas. Al final lo que más me gustaba era cuando mi padre, con el cigarro prendía la mecha a un par de cohetes en forma de chimenea que había comprado en el " bazar 0,95 " y que ascendían hasta el techo para abrirse allí dejando caer una lluvia de confeti con matasuegras o silbatos.
Contiguo al comedor había un cuarto muy oscuro cuya ventana daba a un patio de luces, no sé muy bien porque se llamaba así pues tenía cualquier cosa menos luz. La máquina de coser en un rincón y la mesa camilla en el centro con el sempiterno brasero encendido todo el invierno. Allí, con las faldas de la camilla cubriéndonos las piernas, nos sentábamos para comer o hacer los deberes mientras mi madre, de vez en cuando, se agachaba para echar una " firma " al cisco y mantener el calor. Hoy es el día que me siento ante una camilla e instintivamente me tapo pues me agrada sentirme protegido bajo sus faldas.

Un recuerdo doloroso. Me operaron de una absceso en la ingle derecha, dejándome una mecha de goma dentro de la incisión para que drenara bien y que el practicante venía a casa para curar. Un día, no se como se salió la maldita mecha y recuerdo con terror como la tuvo que introducir con ayuda de unas pinzas. Pienso que mis chillidos se oían en la calle. Para premiarme mi abuela me regaló una caja con construcciones de madera, de esas que llevaban 20 ó 30 piezas pintadas de colores con arcos y columnas que nunca se sostenían y que, a la mínima, se desmoronaba toda la estructura. Y sobre esa mesa se dejaba la bandeja con las copitas de anís y unos polvorones la noche de Reyes para que estos recuperasen fuerzas al traer los regalos, así como un capuchón de paja de los que llevaba la sidra" El gaitero " porque los camellos también tendrían hambre. A la mañana la bandeja estaba vacía, imagino que mi padre habría dado cuenta de su contenido. Y la paja a quemarse en el fogón.
Pronto descubrí el paraíso que podía ser la calle. Muy cerca de casa había una serrería de madera que fueron el lugar preferido cuando no estaban los trabajadores. Enormes torres formadas por tablones de pino colocados en forma de cuadrado, ideales para esconderse o para convertirlas en castillos desde los que defenderse de los ataques de los enemigos. Serrín para dejarse caer y palos que se convertían fácilmente en lanzas con las que enfrentarse a críos de otras partes. Mi hermano mayor, mas atrevido o más " pupas " cada poco se lesionaba y bajaba el solo al cercano hospital provincial, donde era conocido entre todas las monjas de la Caridad, para que le pincharan el suero antitetánico en la tripa.





A dos pasos de nuestra casa estaba el parque, todo un lujo donde perderse al salir del colegio, con el estanque de los patos que se peleaban por el pan duro que les llevaba y las malditas ocas que nos perseguían enloquecidas con ganas de picarnos los muslos cuando se enfurecían. O los pavos reales que abrían sus colas multicolores  y a los que nos gustaba perseguir para en su huida, pisarles la cola y conseguir arrancar una de las plumas, el mayor de los trofeos. Todo esto sin que estuviesen a la vista los municipales a los que llamábamos los " guripavos", vestidos de pana marrón con un chambergo y una enorme capa que, a modo de falda de camilla, los cubría y que entorpecía su carrera cuando
nos perseguían después haber hecho alguna trastada. Pero para eso llevaban su cayado que nos lanzaban muchas veces con errónea puntería.
Dos personas recuerdo. Una de ellas era una niña rubia con carita de manzana que vivía en las casas de la zona rica del barrio llamada Luisa y en la que me gustaba pensar como mi novia porque tenía una bici de chica, de esas que llevaban una redecilla multicolor en la rueda trasera. Aunque dudaba como novia entre ella o mi vecina del tercero, pues mientras una era como un anuncio de mantequilla holandesa, la otra era como una ratita presumida con gafas y unas trenzas muy apretadas con lazos...pero la comida siempre ha sido mi perdición.









El otro era un sacerdote, don José Palmón, un personaje peculiar para la época. Vivía al final de la calle, al lado de la tienda de ultramarinos y a su casa fui durante varias tardes para prepararme antes de mi primera comunión. No sé muy bien que me doctrina me daría, pero lo que si recuerdo es que no paraba de bromear y me enseño a comulgar con hostias sin consagrar a tragarlas sin dejarlas pegadas a la lengua o al paladar. Este cura era un tío casta se arremangaba la sotana a la cintura para viajar en " Vespa " y más de una ocasión se vino con nosotros a la playa para bañarse enfundado en su meyba a cuadros y con  un gorro de goma  en la cabeza para ocultar la tonsura, toda una osadía a mediados del pasado siglo.








De esos años recuerdo una paliza monumental, de las pocas que me dio mi padre. La tarde de Nochebuena no se como tenía dos pesetas en el bolsillo y se me ocurrió que no había forma mejor de gastarlas que yendo al cine. Y eso hice, me fui al cine Vitoria que estaba en la otra punta de la ciudad a ver una película de Tarzán en sesión continua, así que la vi dos o tres veces y cuando llegué a casa, a la hora de la cena, estaban todos locos buscándome. Mi padre me dio una panadera a mano y zapatilla y después me mandó a la cama sin cenar...el peor de los castigos para un tragón como yo. Menos mal que la intervención de mi abuela logró levantarme la  pena y me senté a la mesa con la familia, dando brincos porque tenía las nalgas muy trabajadas. 

Un día, al volver del colegio, estaba mi madre muy excitada. A mi padre le había correspondido uno de los nuevos pisos del  pabellón militar que se había terminado de construir en la calle Montevideo, muy cerca de la puerta de la muralla. Para allí nos fuimos. Y esta será parte de la siguiente historia. 







martes, febrero 25, 2025

NUESTRO CAMINO DE SANTIAGO. PARTE III

Las últimas etapas del Camino, en total doce días, las hicimos aprovechando las vacaciones del año siguiente.  Llegamos en tren a León y después de pasar la noche en un hotel, a la mañana siguiente emprendimos el último tramo de nuestro viaje. La salida de la ciudad, como todas las anteriores por la que pasamos, es monótona y árida, puro asfalto, hasta llegar a la Virgen del Camino. Pero, a partir de allí, todo mejoró. Para esta primera etapa había dos opciones y nosotros optamos por la que es un poco más larga, pues transcurre por pleno campo hasta llegar a Vilar de Mazarifes donde dormimos en uno de los pocos albergues que utilizamos en el Camino. Una casona antigua con una corrala porticada donde tendimos los sacos de dormir y que nos permitió dormirnos viendo las estrellas.

sábado, febrero 15, 2025

NUESTRO CAMINO DE SANTIAGO. PARTE II

La segunda parte del Camino de Santiago lo hicimos a lo largo del verano en seis etapas desde Burgos a León aprovechando días libres. La salida de la ciudad de Burgos una vez superada la universidad y la ermita de san Amaro, es casi tan fea y árida como la entrada pero pronto se termina la ciudad y el Camino se abre a un campo inmenso, totalmente diferente al los paisaje que habíamos visto en las etapas del Norte.

A media tarde nos acercamos a un pequeño albergue situado un poco al margen del Camino. Arroyo de san Bol es un pequeño edificio moderno que se levanta sobre las antiguas ruinas de un monasterio. El albergue parece estar situado en medio de un paraíso y desde su entrada desciende una hermosa pradera rodeada de chopos con una fuente de agua muy fría en su centro. El atardecer con el sol de oro poniéndose, los cantos de cientos y cientos de pájaros,, el rumor del viento entre los árboles y esa agua que era como un bálsamo. Metí la cabeza en el agua y la bebí con glotonería, olvidando las penurias del día.




sábado, febrero 01, 2025

NUESTRO CAMINO DE SANTIAGO. PARTE I

Para nosotros recorrer el  Camino de Santiago era un viejo sueño sin visos de realidad hasta que, a principios del año 2000, contactó con Alfonso una amiga madrileña para decirle que había organizado, junto a un grupo de compañeros de trabajo, un itinerario del Camino para hacer desde Roncesvalles a Burgos aprovechando las vacaciones de Semana Santa. Nos apuntamos sin dudarlo y esto nos permitió realizar una de las experiencias más hermosas a lo largo de nuestra vida. 

Para llevar a cabo el Camino con una cierta comodidad se necesitan unas  30 etapas desde Roncesvalles hasta Santiago de Compostela y nosotros lo dividimos en tres fases, usando para ello los periodos de vacaciones. 



martes, diciembre 17, 2024

¿ Navidad ?

 

Por primera vez desde hace 18 años, no me encuentro con ganas ni animo  de escribir mi cuento de Navidad. Y lo siento enormemente pero no veo motivos para escribir algo festivo, con la que está cayendo sobre nuestras espaldas. En un mundo donde impera el odio y la mentira, donde los más zafios y sin sentimientos se convierten en figuras a imitar, en este mundo donde hay personas que dicen que descendemos de la primera pareja que vivió en el paraíso y que los que pensamos que lo hacemos de un mono, por nuestro mal creer, debemos de caer en brazos de la Santa Inquisición, no tiene lugar la risa.

Una digresión chusca:  Si es verdad que descendemos de la primera pareja, ¿ alguien se ha parado a pensar en que si es cierto que Adán y Eva tuvieron tres hijos varones, de donde sale la segunda mujer ?,  ¿ tal vez de incesto entre Eva y uno de sus tres hijos ?.  

Pero lo más importante es que en la actualidad Palestina está destrozada y sus habitantes masacrados, así  ¿ que escenario voy a plantear para escribir mi cuento ? Mientras todos los demás miramos hacia otro lado o nos complacemos aplaudiendo a Trump y demás energúmenos, el único lugar que se me ocurre es el de la huida a Egipto... y todo, porque todavía no funcionan los viajes a la Luna.  

domingo, junio 16, 2024

SE HA IDO FRANÇOISE...

 Acaba de morir Françoise Hardy y, como tantas veces que hay algo que me conmueve, se han agolpado montones de recuerdos. En el año 1965 yo estaba interno en un colegio de frailes en Santiago de Compostela. Durante ese curso se murió mi padre y, con él, se fueron los ingresos de la familia. Mi madre, que siempre supo sacar ocho pesetas de un " duro " me mandaba lo que podía para mis gastos que, como es fácil imaginar, no eran muchos.




Todos los domingos, junto a un par de compañeros del colegio, nos íbamos a la cafetería del Hostal de los Reyes Católicos a tomar un café, que procurábamos tomar muy lentamente para que nos durase y poder rentabilizar el gasto. No recuerdo sus nombres pero tengo su imagen grabada en la memoria. Uno de ellos era de Vigo y tenía las mejillas siempre coloradas como si tuviese frío, un pelo en cepillo que le semejaba a un puercoespín y que siempre hablaba como si estuviese enfadado. El otro, de origen suizo, era dulce de carácter , con un pelo casi blanco y unos ojos de un azul muy intenso, con la sonrisa siempre en los labios.  Después de café salíamos a la plaza del Obradoiro, entonces un inmenso parking, para ver los coches de lujo que estaban aparcados delante del Hostal. Comparábamos unos con otros y tomábamos notas para escribir a las fábricas y pedirles catálogos. Siempre respondían y recuerdo que los de la " Mercedes " junto al catálogo a todo color, enviaban un alfiler de corbata de plata con su imagen.    




De allí nos íbamos a la Rúa do Franco donde siempre ha habido más bares que portales. Nuestro destino era el " 34 " porque allí había una máquina de discos. Metías una moneda de cinco pesetas y podías ver un corto de un artista cantando su canción. No eran las típicas " jukebox ", pues nuestra máquina no solo permitía oír la canción, sino ver al artista cantando.

Las preferidas de mis compañeros eran las gemelas Kessler, dos espléndidas gemelas alemanas que eran como dos copas de champagne.  Rubias y curvilíneas , eran una pura sincronía de belleza. Ahora, al buscar datos sobre ellas en internet, acabo de leer ahora que en su testamento han pedido que sus cenizas se mezclen con la de su madre para estar siempre unidas.





Pero mi canción era siempre " Tous les garçons et les filles " de Françoise Hardy. Con un precioso vestido de campesina, la cantante iba desgranando la letra de su canción subida en el balcón trasero de un trenecillo que recorría el bosque de Bolonia. Nosotros esperábamos muy atentos a los momentos finales en los que, una ráfaga de aire venida de no se sabe donde, levantaba las faldas de la cantante y nos dejaban ver fugazmente sus piernas y su ropa interior. 





Después, entre contentos y apesadumbrados porque se había terminado la canción, nos íbamos a pasar el resto de la tarde por la Herradura, paseo arriba y abajo porque se nos había terminado el dinero del fin de semana. Y si llovía, cosa muy frecuente, nos tocaba recorrer los soportales de la Rúa Nova  hasta el momento de volver a nuestro encierro para toda las semana.









   

martes, marzo 19, 2024

" La magnolia ", prendas finas para niño y bebé


En la planta baja de la casa de mis abuelos había un pequeño local donde se vendía ropa para niños de buena familia, prendas de marca y  buena hechura para las criaturitas de familias de bien, que no tenía nada que ver con la que se vendía en alguna de las mercerías de los alrededores. La tienda era muy pequeña, apenas seis metros por diez a la que se accedía por la puerta situada entre dos pequeños escaparates en los que se exponían las prendas más hermosas como reclamo. Ropa de cristianar, mantones de bebé, vestidos bordados con nido de abeja y vestidos de primera comunión. En el interior dos pequeños mostradores en forma de " ele " y al fondo, tras una cortinilla, se entraba a una especie de tugurio lleno de cajas, donde no cabía más que una persona encorvada y el retrete al fondo. Y reinando en medio de este espacio estaban las " tres magnolias " que se movían sin parar y sin chocar entre ellas en lugar tan reducido, más aún cuando se añadían las clientas y sus retoños.  




Ese local se lo había alquilado en tiempos inmemoriales una señora a mi abuela y ella fue la iniciadora del negocio que llevaba con ayuda de una chica muy pizpireta que, a la muerte de ella, se hizo cargo del negocio y que lo tomó como si fuese ya propiedad suya. 

Esta primera " magnolia " a la que llamaremos Carmen era, en la época en la que conocí, una mujer cuarentona ajamonada, con una fosca melena muy negra, un cuerpo lleno de curvas y unos labios pintados de un rojo intenso, una sonrisa siempre fija entre pícara e inocente que le hacía parecer la protagonista de una película neorrealista italiana. Era la jefa del negocio y todas las demás la obedecían con total sumisión y su voz cantarina era la que prevalecía en todo momento.  

La segunda " magnolia " era Eloísa, segunda en el mando del negocio pero primera en edad, muy redicha en el habla, culona y educada, con chapetas rojas en las mejillas siempre encendidas como si las untase a conciencia con colorete y pelo rubio pajizo, como de rata. De todo sabía y de todo opinaba y tan solo se callaba ante la mirada admonitoria de Carmen.

La tercera " magnolia " era Celia una mujer anodina de edad indefinida, físico desvaído, que parecía una ratita tartamuda y que no pinchaba ni cortaba en el cotarro y que estaba siempre a las órdenes de sus hermanas. Era tan poca cosa que ahora que, a pesar del paso de los años conservo la imagen de las otras dos, de ella no recuerdo más que una nebulosa.




Pero la familia no se acababa ahí. Faltaba la mayor de las hermanas, Nicolasa, que reinaba sobre el local a distancia pues era quien controlaba todo desde el domicilio familiar, como si fuera una verdadera matrona romana. Con el tiempo añadió a las tres magnolias a una hija suya, Juanita, una verdadera belleza en la flor de la edad a la que solo afeaba un bracito y una mano que apenas habían crecido remoloneando con respecto al resto del cuerpo y que asemejaban mano y brazo de bebé, defecto que procuraba siempre ocultar con un pañito para que la gente no se apiadase de ella. Pretendían que Juanita heredara el negocio, como si de una familia dinástica se tratase, para seguir haciendo dinero mientras nos pagaban un alquiler de miseria que no había modo de actualizar. 

Y completaba el grupo familiar un hermano, Joaquín, el único varón entre tantas faldas que, todos los días a las ocho de la tarde, las esperaba en los soportales de la casa frente a los que estaba la tienda para acompañarlas y protegerlas en el camino de vuelta a casa, guiándolas como si de un rebaño de pavitas se tratase. En esa casa vivía una pareja muy curiosa a la que la gente llamaba " España y Portugal ": ella, España, era un mujer imponente con un pecho que iba tres pasos por delante de su cuerpo y de la que se decía que había tenido otros dos maridos y él, Portugal, un alfeñique siempre con abrigo tanto en invierno y verano. Pero volvamos a  Joaquín que mira el reloj mientras las espera.  Grande, rubicundo con el pelo bien engominado y oculto tras unas enormes gafas de sol, ceñido con el cinturón de la gabardina parecía un miembro de la " secreta ". Pero siempre, antes de pasar a recogerlas, se daba un garbeo por los cercanos wáteres que había en los jardines frente al convento de los capuchinos. 




Como el local era tan pequeño y ellas tenían muchas existencias le pidieron el favor a mi madre de usar uno de los amplios cuartos del desván de nuestra casa como almacén y no tener que dejarlo en su casa. Y esto convirtió las escaleras de casa en un lugar de desfile continuo a lo largo del día donde se sabía quien subía según el ruido que hacía: el taconeo fuerte y gracioso de Carmen, el andar como si se deslizase de Eloísa o el traqueteo saltarín de Celia que, normalmente, era la que cargaba con las cajas más pesadas. De vez en cuando aparecía por allí Carmen acompañada de un hombretón muy moreno con aires de patriarca gitano que les compraba la ropa pasada de moda con lo que sacaban género de en medio y, de paso, unas pesetas que siempre venían bien. Después aparecía la ratita y entre ella y el gitano bajaban cajas y cajas llenas de género. 

Los viernes a la tarde mi madre me había encomendad una tarea odiosa, que era limpiar los objetos de  plata que había en casa. Con parsimonia iba colocando toda la plata en una de las escaleras que iban de nuestro piso al desván y armado de paciencia, con un trapo y un bote de " Netol " iba poco a poco limpiando y sacando brillo a la plata. Uno de esos viernes oí el taconeo fuerte de Pilar y su parloteo acompañado de un ruido de pisadas fuertes. Era el gitano que había venido a llevarse maulas. 



Me saludaron al pasar y yo seguí sacando brillo. Al cabo de un buen rato oí pisadas sigilosas, como de un gato y apareció Eloísa que, haciendo  una señal con el dedo puesto ante los labios para pedirme silencio, pasó a mi lado y siguió camino del desván. De pronto un estrépito sonó sobre mis cabeza, unos gritos agudos estallaron como truenos y apareció el gitano bajando las escaleras como un rayo mientras se entremetía la ropa y poco después una Carmen llorosa seguida de su hermana iracunda. Apareció mi madre, me metió en casa tirándome del brazo y cerró la puerta de casa de golpe. Y ya no supe más.