viernes, diciembre 19, 2014

Un cuento casi navideño o la vieja hoja de higuera

En un muy lejano país, allí donde el cielo se diría que parece confundirse con la tierra había hace muchos, muchos años un valle muy profundo, rodeado de inmensas montañas cubiertas de cedros que resguardaban el palacio de un rey muy anciano y de una gran sabiduría, respetado por sus súbditos por su gran bondad y temido al tiempo por su fama de mago. En los inmensos jardines que rodeaban al palacio,
árboles de todas las especies competían en belleza con los más hermosos rosales, cuidados con esmero por un batallón de sirvientes que los mantenían en perfecto estado . De entre todos ellos, había una viejísima higuera en el centro del patio al que se abrían los aposentos del rey, que era la más querida de este y a la que se prodigaban todas las atenciones, pues bajo ella dormía la siesta el soberano cuando los calores del estío apretaban con más fuerza.




Al llegar el final del verano, la higuera fue perdiendo sus hojas poco a poco y a sus pies se extendía una alfombra de hojarasca seca del color del oro viejo. Cuando llegaron los primeros vientos fríos que bajaban de la montaña y el rey se vio obligado a refugiarse en sus aposentos para dormir la siesta, solo una hoja resistía tesonera unida a la rama, pues no quería abandonar el lugar en el que había brotado, el único hogar que había conocido, mientras lloraba amargamente su soledad, añorando la compañía de las demás hojas, las risas de las gentes que se cobijaban bajo el árbol o el calor del sol que se filtraba, tejiendo filigranas en el suelo .





Cuanto más soplaba el viento, más terca se asía la hoja hasta que un día, falta de savia y de fuerzas, se dejó llevar, mientras el aire apagaba los sollozos que emitía débilmente . Al fin se veía sola, lejos de su hogar. El viento la llevó bailando como una peonza hasta que la depositó sobre las alforjas de una de las mulas que, ricamente enjaezada, esperaba con paciencia a que la comitiva de la formaba parte se pusiese en marcha.
Con gran revuelo de gente a su alrededor, hizo su aparición en medio del patio de armas el viejo rey al que ayudaron sus sirvientes a acomodarse a lomos del camello real. Los sirvientes montaron en sus cabalgaduras y poco a poco se puso en marcha la caravana real, mientras corrían cuchicheos entre aquellos sobre los motivos que habían llevado al viejo rey a emprender un viaje tan largo, al punto del que no se estaba seguro del punto de destino.



 

Se sucedieron las etapas, escalando montañas y descendiendo a valles por gargantas escarpadas, pasaron sed atravesando llanuras desérticas y cruzaron ríos tan anchos como la mar, sin que la hoja abandonase nunca la alforja en la que se había alojado y en la que iban los presentes que el viejo rey pretendía entregar al llegar a su destino. Casi sin fuerzas, agotada la savia que la nutría, la hoja de higuera mantenía un débil recuerdo de su época de brillantez.
La caravana avanzaba lentamente y cada vez se hacía más extensa pues a lo largo del trayecto se le sumaron otras dos que provenían de reinos aún más lejanos y cuyos soberanos parecían competir no en edad con nuestro viejo rey, sino en riqueza y sabiduría.





 
Llegó el crudo invierno, ráfagas de aire esparcían los copos de nieve a lo largo de la caravana y todos se arrebujaban en sus ropas de abrigo para combatir el frío reinante.
Hasta que un atardecer se produjo una gran agitación pues los tres reyes gritaban como posesos que su destino estaba muy cerca. Una tierra muy pobre se extendía ante ellos. En las afueras de una aldea perdida, parecía estar su meta. Grupos de pastores formaban grupos en la entrada de una vieja cuadra y hacia ella se dirigieron temblando de emoción los tres reyes.
Un gran revuelo se produjo cuando uno de ellos volvió a salir dando órdenes a sus criados de que desembalasen todos los presentes que habían traído. Entre el desorden reinante llevaron la hoja de higuera ya seca con los regalos y al depositar estos a los pies de un niño recién nacido, la hoja  se soltó y cayó dando vueltas sobre el pecho del niño, haciéndole cosquillas.


Éste, riendo, la tomo entre sus manos y la agitó con alborozo y al pronto la hoja notó como si una fuerza desconocida invadiese todo su cuerpo reseco y se convirtió en una estrella de oro y diamantes, que el rey más viejo tomó entre sus manos para depositarla sobre la entrada de la cuadra, como signo de majestad para todos aquellos que se acercaban a tan mísero lugar.
Pero la vieja hoja de higuera, que en parte se sentía llena de orgullo, al ver en lo que se había transformado allá, muy en lo hondo de su ser sintió un resquemor de amargura pues, pensaba ella, que ya que la habían convertido en estrella, hubiese preferido que fuese en estrella de Hollywood.

1 comentario:

pequeño dijo...

Que bonito