sábado, octubre 12, 2013

Postal desde Agadir

I.
Engracia dormita en un banco del jardín cercano a su casa, abandonada su cabeza en el nido que hacen sus manos apoyadas sobre el andador. Una docena de bancos desvencijados, una fuente de la que no mana agua y un par de parterres donde se agostan las flores porque el ayuntamiento anda con recortes y no tiene para jardineros. El ruido de los coches que pelean por avanzar por la calle que está a sus espaldas compite con el de una taladradora que repiquetea en una obra cercana no parecen quitarle, pero nada de eso parece quitarle el sueño.


Engracia es menuda como uno de esos pajarillos que picotean a sus piés y se diría que su cuerpo se ha ido resumiendo con el paso de los años. Apenas sí se ve su cabeza cubierta con un pañuelo negro del que se escapan unos cuantos rizos rebeldes, sus manos sarmentadas están surcadas por venas muy marcadas y más sinuosas que los meandros de un río cuando se acerca a la mar y el resto del cuerpo se pierden bajo un delantal floreado. Unos pies anormalmente grandes, o tal vez sean grandes las pantuflas que calza y unas medias gordas pues, aún en verano, no consigue que sus piernas entren en calor. Del andador cuelga un viejo bolso de plástico negro con un enorme cierre de latón dorado que está tan ajado como ella.
Engracia se despierta sobresaltada y se frota los ojos, tal vez cegada por la luz del sol. Ya se acerca la hora de comer y siente una punzada en la tripa. De pronto se da cuenta de que no está sola en el banco y enfoca sus ojos cegatosos hacia la figura que está sentada cerca suya. Da un respiro y se frota otra vez los ojos " Dios mío, sí es un negro " se le escapa sin querer.



" No señora, no soy negro, soy de Marruecos " le responde su acompañante. " Perdone que me haya sentado, pero me duelen los pies de andar todo el día dando vueltas ", añade, mientras señala el petate que ha depositado entre sus piernas. Engracia lo mira sin disimulo. Es un hombre de media edad, la piel curtida de mil soles, el pelo ensortijado con alguna mechón blanco ya, va vestido con una especie de túnica grisácea, los pies calzados con chanclas desgastadas, media docena de gorros de paja mejicanos ensartados en la cabeza, una ristra de gafas de sol colgadas al cuello, otra media docena de relojes en cada muñeca y un enorme transistor que ha dejado sobre el banco apoyado a su costado.
Pero tiene unos ojos reidores, como dátiles maduros que dejan traslucir la alegría de vivir.



Suena la una en un reloj cercano. Con paso cansino se acerca a ellos una mujer cargada con la bolsa de la compra. " Vamos señora, que ya va siendo hora de comer " le dice Darina, una mocetona rubia y regordeta que vive con ella desde hace unos meses. Engracia se resistió al principio, pero sus sobrinas impusieron su criterio para que no le faltase quien la cuidase, pero ahora se encuentra contenta en compañía de la, aunque intenta disimularlo. Al menos no está sola y le dan cariño, algo que a las sobrinas les cuesta soltar.
Engracia se levanta con trabajo, se apoya en el andador y después de dirigir un saludo con la cabeza y una sonrisa desvaída al moro, camina despacito hasta la casa cercana, seguida por los pasos cansinos de Darina.
Al día siguiente Engracia se siente impaciente por salir al jardín a dar el paseo diario. El cielo amenaza lluvia pero eso no impide que agarre el bolso, se apoye en el andador y se dirija hacia el banco donde suele descansar. Pero hoy no se duerme y mira con impaciencia a ver si aparece el hombre del día anterior. No puede olvidar su mirada cuando se despidieron. " Seré tonta, dice para sí, acordarme de un moro ", pero no para de pensar en él, por donde andará vendiendo y como habrá venido a parar por aquí.




Ese día se queda con las ganas y solo aparece por allí una vecina, una petarda que Engracia no soporta porque no hace más que contar y contar sus dolores sin dejarle meter baza con los suyos, mucho mayores y más importantes. Por eso la llegada de Darina es un alivio para ella. Los días siguientes ha de guardar cama por una maldita gripe y más de una vez recuerda la mirada del morito y un tibio calorcillo, poco más que la llama de una cerilla parece alegrar su pecho.
Cuando una semana después vuelve a salir a la calle cree divisar un bulto en su banco. Acelera el paso, a riesgo de dar un traspiés y a medida que se acerca ve que es él, oculto bajo la montaña de sombreros mejicanos, que la mira como se acerca, como si la esperase. Cuando llega al banco, este se levanta y la ayuda a acomodarse. Se saludan como viejos amigos y se produce un silencio embarazoso entre los dos.
Pero las ganas de hablar superan a la vergüenza y poco a poco se establece el diálogo. Es fácil. Cada uno desgrana su vida y salen las quejas poco a poco, como las perlas de un collar que se hubiese roto.



Engracia se siente muy sola. " Darina es buena, añade, pero es de esas rusas o de ahí arriba y me cuida bien, pero no la entiendo y pasamos todo el día viendo la tele. Y de mis sobrinas, mejor ni hablo. Esas vienen, mangonean todo, me controlan la cartilla y siempre están pidiendo cosas. Que si una tele, que si libros para el cole de los niños....parece que les ha hecho la boca un fraile . Pero de cariño, ni un tanto así ", dice mientras señala la uña del meñique.
Asad le cuenta que nació en una aldea muy pobre, que harto de cuidar cabras de los demás a cambio de comer aire, se echó el hatillo al hombro hasta llegar al mar. La patera. La policía y el miedo, siempre el miedo. Los plásticos de los invernaderos de Almeria y sus patronos, peores que la policía. Andar dando tumbos para sobrevivir. Andar siempre. Andar y andar.


El banco se hace testigo de los encuentros casi diarios. Las penas fluyen con más facilidad que las alegrías, tal vez porque sean mucho mayores y poco a poco se establece un lazo de afecto entre los dos. Engracia deja el pañuelo negro en casa y le dice a Darina que la lleve hasta el mercadillo el miércoles siguientes. Se compra dos batas de colores alegres y una sandalias plateadas. Y por la tarde pide que la acompañe hasta la peluquería de donde sale muy contenta con el pelo tintado y una permanente como la que se hacía antes, para las fiestas. Y con unas gafas de Armani, llenas de pedrería y más falsas que Judas, regalo de Asad.
Pero la alegría se la cortaron de golpe a la puerta de casa, cuando se encontró con sus sobrinas que venían de inspección. " Más te valía tener sentido común e ir al club de jubilados, a jugar a la canasta con las de tu edad, en lugar de ponerte así, a tus años, que pareces una cualquiera ", le espetan entre otras lindezas, antes de salir corriendo a buscar a sus criaturas que estaban en clase de flamenco o de vaya usted a saber cual. " Y ponte otra vez el pañuelo negro, que eres una viejaaaa....." oyó antes de que arrancase el coche con las dos víboras dentro.




 

Al día siguiente todo fueron lágrimas por parte de Engracia y frases de consuelo por parte de Asad, palabras entrecortadas y quejas enlazadas con sonrisas grisáceas. Y la sensación de que se establecían lazos de afecto y de complicidad entre los dos. Mientras Engracia se lamenta de su vida llena de agobio, siempre trabajando, primero cuidando a sus padres, después haciéndose cargo de las sobrinas que solo veían en ella una hucha ambulante, Asad le habla de una casita de adobe muy lejana, del pollino y de las chumberas en el patio, de las gallinas picoteando el grano, de la luz del cielo y del fuego de los atardeceres, con el cielo empedrado de nubes rojizas. Y Engracia se va serenando mientras pierde su mirada apagada en los ojos de dátil de Asad.

II.
Loles, una de las sobrinas de Engracia, al encender el móvil al final de la clase de Pilates, ve caer una cascada de llamadas de Darina en la pantalla del cacharro. " A ver si le ha dado un perrenque a la vieja ", piensa mientras marca el número de la criada.  Esta parece estar esperando su llamada porque no da tiempo a que suene el teléfono. Una torbellino de palabras inconexas salen del aparato y Loles cree adivinar que la tía Engracia ha desaparecido. Agarra la bolsa de deportes y camino del coche pone en alerta a su hermana. Pasa a recogerla por el banco donde trabaja y llegan las dos a la casa de la tía.




Darina las espera con la puerta abierta, el rostro surcado de lágrimas mientras se retuerce las manos con nerviosismo. Nada, que ha llegado a casa como cada mañana y después de preparar el desayuno subió con la bandeja a la habitación de la señora y se encontró con la cama sin deshacer y ni rastros de la señora. Las sobrinas la apartan a un lado y se precipitan al cuarto de la tía.
Allí se encuentran con el armario ropero abierto de par en par, así como los cajones de la vieja cómoda de castaño. Sobre la cama sin deshacer está dobladas primorosamente la bata, la toquilla de punto y la pañoleta negra. A un lado están dobladas las gafas de concha que usaba para leer novelas de Corín Tellado y la cartilla de la caja de ahorros puesta a cero. Ante la cama estaban las pantuflas perfectamente alineadas, como unos náufragos sobre la alfombra y a su lado el andador al que había atado un lazo rojo.



III.
 Las sobrinas se movieron como locas buscando a la tía y así fue todo un revuelo durante una semana. En los hospitales no había nadie ingresada con ese nombre, la policía les dijo que no se podía buscar si no había un motivo, que harto trabajo tenían y que la señora podía haber desaparecido voluntariamente.. Pero al cabo de ese tiempo llegó una carta certificada a casa de Loles, con el nombre de la tía en el remite.
Al rasgar el sobre con nerviosismo se cayó una fotografía al suelo. Sobre un fondo de arena dorada y un inmenso cielo azul la tía Engracia, porque esa parece la tía Engracia con treinta años menos, con una pamela de paja en una mano y vestida con un bañador de lunares rojos sonreía a la cámara, mientras deja caer su cuerpo en el brazo de un hombre maduro y moreno. En el reverso, escrito con letra picuda, ponía " Recuerdos desde la playa de Agadir. Engracia ".
Del sobre sacaron un par de documentos escritos en árabe que iban acompañados de la traducción al español para facilitar su comprensión. Uno era una copia del testamento de tía Engracia y otra del libro de familia de ella y un tal Asad Ziani.




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