martes, septiembre 24, 2013

Entonces vivía, ahora escribo......y sigo viviendo

I.  Ahora, cuando mi vida ya ha recorrido muchos caminos, si me paro a pensar en el despertar del verdadero deseo creo que me he de remontar al verano del 63, el verano de mis 13 años. Como cada año, los meses de julio y de agosto los pasábamos en la vieja casa de la abuela, un edificio de tres plantas que, como un viejo barco desarbolado colgaba sobe el barranco que caía a pico hasta el puerto. Un manto de arbustos tapizaba la ladera, en la que las menudas flores rosadas de las zarzas se entremezclaban con las azules de los don diegos y las azafranadas de las caléndulas ocultando toda la basura que los vecinos de las casas tirábamos desde las casas. El primer sábado de julio aterrizábamos nosotros a bordo de un enorme Citroen " pato " atestado de bártulos hasta la baca y que guiaba Tomé, un camionero que subía pescado a Madrid y que, en horas libres, hacía de taxista para los conocidos. Para entonces, la abuela y Edita, una mujer que hacía de chica para todo, se trasladaban a lo alto del pueblo a la casa de tía Paca, una pariente lejana del abuelo que tenía fama de bruja entre el vecindario, tal vez porque no se hablaba con nadie, tal vez por su nariz engarfiada y un ojo de cristal que siempre te miraba fijo sin ver o quien sabe si por no necesitar bajar al puerto a descargar pescado o traer agua de la fuente.






II. La casa de la abuela tenia tres pisos y estaba pintada de blanco con grandes desconches en las paredes por donde asomaba el gris de la arena de la playa usada para la construcción. La puerta de la calle pintada de añil, apagado el color por mil lluvias, estaba abierta todo el día lo mismo que la ventana que estaba rasgada casi a ras de suelo. El piso de viejos tablones de madera de pino olía a sal y a lejía, y a fuerza de fregoteos de la buena de Edita estaba casi blanco, pues toda la roña del piso parecía que se había trasladado a sus rodillas. Desde la calle se entraba directamente al comedor donde una larga mesa de castaño estaba rodeada por seis sillas de rejilla que, junto al aparador del fondo y la mecedora de la entrada, las había traído el abuelo cuando regresó de Cuba. En la pared de la izquierda colgaban dos marcos muy historiados en los que el estofado dorado se había ido borrando a la par que los rostros de las dos personas retratadas no se sabe cuando. Un reloj de péndulo que no funcionaba y una jaula con la puerta abierta pues el canario había muerto bajo las garras de un gato callejero contemplaban el mobiliario.
Un tabique de madera pintado de blanco separaba esta habitación de la cocina. Aquí no entraba más luz que la que se colaba por la puerta de la calle o de una triste bombilla colgada al final de un cable trenzado y tapizado por cagadas de cien mil moscas. Un fogón de carbón, un fregadero de piedra sobre el que colgaba el escurridor de madera colmado de platos desparejados y el estante para la " sella " donde se guardaba el agua fresca que Edita iba a buscar tres veces al día hasta la fuente, una mesa coja y una silla completaban la cocina. En un ángulo se abría la escalera que llevaba a los pisos de arriba y en ese rincón, oculto por otra mampara de madera, estaban el retrete y un lavabo más pequeño que un pañuelo. El baño era cosa de finos y, además, ya estaba el mar para bañarse. En caso de precisar más higiene, se ponía a calentar al sol una enorme tina de latón llena de agua en la puerta de la calle y allí nos fregoteaban a la vista de los vecinos.



Las escaleras desembocaban directamente en una pequeña alcoba sin ventanas que cumplía también las funciones de gabinete de costura. Era el cuarto de Edita durante el resto del año, que siempre debía de dormir con un ojo abierto por si a la abuela se le ocurría tomar una tila a las tantas de la noche para combatir el insomnio con un chorrito de aguardiente de hierbas que siempre venía bien para los intestinos. Pero en el verano era el cuarto de mi hermana Alicia que ocupaba la pequeña  cama turca compitiendo con una vieja máquina de coser " Singer " por el escaso espacio del cuarto. Una cortina de encaje que tuvo mejores tiempos separaba esta alcoba del dormitorio de la abuela, pero que en vacaciones ocupaban mis padres. La cama de los abuelos, un armatoste  enorme de nogal cubierta por una colcha de ganchillo tenía a la cabecera un sangrante Cristo de escayola. En la cómoda de rincón guardaba la abuela las sábanas del ajuar bordado para tía Concha que nunca estrenó porque a los veinte años se fugó con un pescador vasco, de los que venían a la captura de la anchoa con la que pescar los bonitos y que paraban todos en la casa de Isolina, al final de las escaleras que bajaban al puerto. Sobre la cómoda una enorme virgen del Carmen tenía siempre encendida una lamparilla de aceite porque era la guía de los marineros que cada tarde se hacían a la mar.




III. Al final del último tramo de escalera se abría un cuarto que parecía de otro mundo, tal era la luz que lo inundaba. Una habitación espartana con dos camas de metal pintadas de azul cubiertas con viejas mantas del ejército, un aguamanil de hierro pintado de rojo bermellón en un ángulo y dos sillas de enea completaban todo el mobiliario. Tres ventanas rasgaban las paredes, dos que daban directamente sobre el mar y la otra sobre la huerta del señor Rosalío donde crecían las mejores peras que he comido en mi vida. Las peras de xagoaza, pequeñas y de un amarillo rojizo, feas como picadas de bicho pero que al morderlas liberaban todo su sabor, dulce como la miel, mientras su jugo lleno de aromas resbalaba por la barbilla. Apetecibles por el sabor, pero más por el riesgo que aparejaba el robarlas.
El suelo de la habitación, también de gastados listones de pino competía en blancura y en limpieza con los del resto de los pisos. Aquí, en este cuarto colgado de las nubes, me guarecía yo aislado de todo y de todos con la libertad que me daba estar encerrado para preparar el examen de química que había suspendido ese curso. Cada poco se oía la voz de mi madre desde abajo " ¿ Estás estudiando ? " y yo le respondía " Síiiiiiii "....mientras me sentaba en el alfeizar de una de las ventanas que daban sobre el puerto para ver como las gaviotas trenzaban su baile y fijarme en las pequeñas figuras de los hombres que cubiertos con los trajes de agua amarillos y con el cesto con la comida colgado del brazo se dirigían a las barcazas que los acercasen a sus barcos, que ya se preparaban para salir un día más a la mar. Las sirenas de los barcos comenzaban a rasgar el aire llamando a los más rezagados.
Todo menos estudiar, todavía faltaba mucho para finales de septiembre.




En cuanto acabábamos de comer trepaba los tres pisos a la carrera pretextando que iba a estudiar y me tumbaba en la cama con alguna novela que estuviese leyendo y que dejaba oculta bajo el colchón para que mi madre no me pillase. Estaba en la fase de evolución entre las novelas de vaqueros, ( Keith Luger era con mucho mi favorito con sus vaqueros de amplias espaldas y de seis pies y medio o casi siete de estatura ) hacia literatura más seria como los libros de Zane Grey o de Salgari que me había agenciado saqueando la biblioteca de mis tíos.
Allí, sobre la cama que había acercado hasta una de las ventanas para ver desde allí el mar, me tumbaba cubierto solo con un bañador. Me dejaba llevar poco a poco por la modorra, mientras disfrutaba rozando mi cuerpo casi desnudo,  blanquecino por el salitre de los baños en el mar, con la aspereza de las mantas, lamiendo la piel de los hombros impregnada con el salitre. Después me tumbaba boca abajo frotándome con las mantas que me producían una inexplicable sensación de placer, impensable y desconocida hasta ahora.




IV. Pronto descubrí que el mundo de la siesta daba para mucho más. Normalmente todos nos acostábamos dos o tres horas, hasta el momento en que caía la tarde para bajar a bañarnos en el puerto o acercarnos paseando por la orilla hasta el final del espigón para ver salir los barcos en busca de la pesca, del pan de cada día. Pero, como he dicho, la siesta era muy dilatada y por eso comencé a escabullirme de casa todos los días hacia las cuatro de la tarde. La falta de puertas entre los pisos me facilitaba la tarea y pronto me dí cuenta que el sexto escalón chirriaba, así que aprendí a saltarlo. Al pasar por el cuarto de mi hermana Alicia, si estaba despierta, con una mano me ponía el índice en la boca para indicarle chiton y con la otra mano hacía el gesto de rebanar el cuello para que entendiera mi amenaza. Una vez en la calle todo era fácil, a esa hora solo estaban despiertas las golondrinas que trenzaban sus vuelos de encaje en el cielo y trotaba hasta el cercano Campiño, una pradera que caía en suave pendiente hacia el mar y donde iban las mujeres a tender la ropa. Un arco de mampostería, único vestigio del antiguo fuerte que protegía la entrada a la ria, había perdido todo su poder, rodeado por los tendederos en los que las sábanas blancas azotadas por los vientos cortaban el aire como velas de un navío. Allí , muchas tardes, hacíamos batallas entre los del pueblo y los veraneantes y casi siempre llevábamos las de perder aunque la mayoría de las veces acababan las batallas de malas maneras perseguidos por las voces y las chanclas de alguna mujer que veía como no respetábamos la colada.



Una de esas tardes me encontré a Pepeiño recostado en el arco. Era un año menor que yo. aunque casi me sacaba la cabeza. Yo lo admiraba de ver como cazaba a los pulpos en las pozas de Peña Salgueira cuando bajaba la marea. Ponía su pie desnudo delante de una de las cuevas de las rocas y comenzaba a agitar los dedos para que sirviesen de cebo. El pulpo que estaba agazapado lanzaba sus brazos para cazar el cebo, enroscándose en su pierna, momento en el que Pepeiño lo agarraba con fuerza y lo soltaba, dándole golpes contra la roca hasta que el pulpo estaba muerto. Su pierna llena de moratones era para los demás críos que lo admirábamos como condecoraciones al valor.
Sin apenas moverse me preguntó que que hacía por allí y le conté que me gustaba chospar por el monte para pasar el rato hasta que los demás se levantasen de la siesta, que era un petardeo pasarse la vida tumbado. Me acuclillé para hablar más cerca y le conté que había descubierto lo bonitos que estaban los campos en esta época, como me gustaba el olor de la tierra húmeda en las leiras y poder meterme entre los maizales para arrancar una panocha de maíz  tierna y comérmela sentado en la hierba mientras me hacía un bigote con sus barbas.




Aunque lo mejor de todo era subir bordeando la costa hasta la trasera de la huerta de doña Paca y saltar la tapia por un lado que estaba medio vencida para saquear sus manzanos. La tía Paca era tan roñosa que solo nos dejaba comer las manzanas medio podridas que estaban caídas al pie de los árboles, aunque estos se doblasen por el peso de los frutos y siempre que íbamos a su casa, mandaba a su criada la Eufemia que nos vigilase para que no robásemos nada. Por eso me sentía feliz cuando iba a la prea, para darle un buen palo a los manzanos y escapar con los bolsillos repletos de fruta.
Pepeiño, dando un buen salto, se puso de pie y me dijo que si lo dejaba acompañar, que eso de robar fruta, o de cambiarla de dueño, como decía él le gustaba por la vida. Subimos por el camino que estaba medio cegado por zarzas sin dar importancia a los arañazos que íbamos cosechando en las piernas. Saltamos la tapia y nos subimos cada uno a su árbol, no bajando bajamos hasta tener los bolsillos llenos, metiendo las sobrantes por el hueco de la camisa. Al bajar, Pepeiño sacudió con fuerza su árbol para tirar al suelo cuantas más manzanas, mejor y salimos corriendo pues nos pareció oír chillar a la bruja o a su criada desde la casa. Nos sentamos más abajo, en un talud cubierto de hierba mirando al mar y comimos manzanas hasta que nos dolió la tripa. Después nos tumbamos muy cerca, sintiendo por una parte la humedad de la hierba en la espalda y el calor de los cuerpos, muy juntos el uno al otro.




V. La Eufemia era la criada que cuidaba a doña Paca y, según el parecer de la gente, tan bruja como su dueña. Era muy pequeña, una enana a la que yo le sacaba la cabeza, con la cara de geniecillo surcada de mil arrugas como si le hubiesen pasado un rastrillo por las mejillas y el pelo ensortijado, de color rojizo que tenía un carácter endiabladamente arisco. Cuando íbamos mi hermana y yo a ver a la abuela que estaba viviendo con ellas durante el verano para dejarnos sitio en la casa de abajo, no nos dejaba pasar del pasillo de la entrada atenta a que no nos colásemos en la cocina o, lo que es peor, en la despensa de la casa. Se daba aires de gran señora cuando colgaba el capacho del brazo que casi arrastraba para ir a la tienda de la Isolina ya allí galleaba ante las demás mujeres presumiendo que en casa de la señora se comía de lo mejor. Pero tanto alarde no evitaba que estuviese alerta a que Isolina no le robase en el peso, que todos sabían lo ladrona que era, como se apresuraba a apostillar a la mínima.
Todos los domingos del año se emperifollaba como si fuese una caja de bombones con lazo incluido, guantes de encaje porque " eran de señorita ",  el pelo más prieto si cabe que a diario  rezumando brillantina, bien rociada de " maderas de oriente " y con los morros pintados de bermellón que usaba con generosidad sobrepasando largamente el contorno de sus labios. Con las zapatillas de paño calzadas y los zapatos de vestir en una mano, el bolso de plexiglás y el paraguas en la otra, subía la cuesta del pueblo hasta la cercana carretera y recorría los tres kilómetros hasta el vecino pueblo con tiempo para llegar a la función de cine.



Aunque lo de menos era el cine, salvo si ponía alguna de amor o de mucho llorar, porque para  poder la ver la película tenía que sentar el culo en el reborde de su butaca. Lo más importante era que por el mismo precio podía entrar después a " La favorita " la sala de fiestas en la que actuaba la afamada orquesta " Los Platinos " con su vocalista PepiñoSalgueiro " el rey de la maraca criolla ". Sin dar tiempo a que encendiesen las luces del cine salía al trotecillo que le permitían sus piececitos calzados con los zapatos vestir para llegar la primera a la sala y ocupar el palco que estaba a la derecha del escenario.
Trepaba al asiento como podía y sacando el guante de la mano izquierda, apoyaba esta en el reborde del palco dejándola caer para que se viese bien el reloj y la pulsera de fantasía que había comprado unas navidades en la Coruña. Mientras tomaba a pequeños sorbos el " Orange Crush " para que durase más, no perdía de vista la pista para controlar las chicas que salían a bailar ( " todas unas perdidas " ) y los chicos que las apretaban de más por si alguno se fijaba en ella y a las diez en punto, bajaba del asiento, recogía el paraguas y el bolso y, tras calzarse las zapatillas, volvía como alma en pena a la casa donde invariablemente doña Paca la ponía como hoja de perejil al llegar.




VI. A partir del primer encuentro con Pepeiño hicimos el acuerdo tácito de vernos todas las tardes a la misma hora. El siempre llegaba primero y me esperaba recostado en el muro. El camino era siempre el mismo, bordeando la playa por el camino del monte, un estrecho sendero entre las tapias traseras de las casas de la parte alta del pueblo y la caída a pico sobre el mar, con el rumor del aire que agitaba las ramas de los altos eucaliptos que bordeaban el camino y la vista perdida en la inmensidad del mar. El talud del primer día se convirtió en la meta de todas nuestras correrías y allí nos tumbábamos sobre la hierba, protegidos de toda mirada por el maizal que nos rodeaba, siempre con el mar frente a nosotros. Pronto comenzaron los juegos, peleas sobre la hierba seguidas de roces para dejarse caer rendidos al final. Pero un día dimos un paso mas y nos bajamos los bañadores para comprobar si teníamos pelitos " allí ", algo que se convirtió en parte de nuestra rutina. Las primeras pajas en compañía, tal ve las únicas que recuerdo, sintiendo su costado contra el mío , su jadeo y el mío entremezclados luchando por quien acababa primero, para acabar sudorosos y rendidos sobre la hierba con la mirada perdida en las nubes que cruzaban sobre nuestras cabezas. Quedarse adormilado sintiendo el calor de su cuerpo junto al mío, oír su respiración acompasada tras el esfuerzo es una sensación que no olvidaré jamás. La unión de la visión cielo, el ruido del mar al fondo y el calor de otra persona, es una conjunción maravillosa.






Pero poco nos duraba el quedarse quietos, de un salto nos poníamos en marcha que había que estrujar el rato que quedaba de la siesta a los demás. Unas veces bajábamos hasta la cercana playa de Arnela a través de un camino de cabras pero nunca nos bañábamos allí por tratarse de una playa umbría donde nunca daba el sol y la arena siempre estaba muy fría. Pisar la arena tan fría, dejarse hundir hasta los tobillos mientras a nuestros alrededor saltaban las pulgas de arena, unos bichitos pequeños y casi transparentes. Pero pronto seguíamos la ruta hasta el monte del Pobre donde estaba el mayor tesoro. Allí, bajo los eucaliptos que se agitaban continuamente, movidos por el aire que venía de la costa, se encontraban las moras más maduras y grandes de la zona, que dejaban churretes de vino tinto en nuestra cara y, lo que peor, en las camisetas con el consiguiente riesgo de bronca al volver a casa.
Volver siempre corriendo con el miedo de que mi madre se hubiese despertado y descubriese mi escapada prometiendo que nunca volvería a hacerlo. Pero esos buenos propósitos duraban hasta la siesta del día siguiente.







VII. El verano siguiente no veía el momento de volver al pueblo de la abuela. Durante el viaje, apretados dentro del coche entre todos los bártulos necesarios para pasar las vacaciones, hubiese querido saltar fuera y empujar el coche para que corriese más. Llegamos, la abuela estaba esperando para recibirnos y ayuda a descargar el equipaje a regañadientes pero, en un descuido de mi madre, me escabullí hasta la cuesta de la fuente donde vivía Pepeiño. No estaba en casa y una vecina me dijo que había bajado al puerto a ayudar a su madre para sacar unas perras.
Esa noche no paraba de dar vueltas en la cama y por la ventana abierta se colaban las sirenas de los barcos que volvían a puerto anunciando su llegada, más prolongadas cuanto mayor era la carga que traían. Los golpes en las puertas llamando una mujer a otra para avisar que había que bajar a la lonja, que había faena al menos para  esa noche se fueron apagando a medida que entraba la luz del amanecer por la ventana. Metí prisa para comer cuanto antes y subir a la fiesta y casi le pegue un sopapo a mi hermana porque se hacía la remolona, pero una mirada de mi madre contuvo mi intención. Subimos todos al fin, para  esperar desde lo alto de la escalera a oír la respiración acompasada de los demás y entonces bajé despacito evitando el sexto escalón para que su ruido no despertase a mis padres. Salí a la calle como una exhalación y corrí hasta el Campillo pero no encontré a mi amigo. De repente, una sábana se agitó como un fantasma y riendo salió tras ella Pepeiño.
Y emprendimos la ruta del pasado verano.



VIII. Pasaron los largos y fríos meses de invierno, parecía que no iba a llegar el momento de volver a la playa pero finalmente llegó el día en que salimos de casa. Ese año, entre mis cosas, no solo iban los inseparables libros de texto que tenía que estudiar durante el verano, sino una libreta que había escondido en el fondo de una maleta. Los últimos meses de curso, influenciado por el batiburrillo de lecturas pues devoraba todo papel impreso que cayese en mis manos, salvo los temas de química o de matemáticas que me provocaban hastío infinito, comencé mis andanzas como poeta infame, vicio que me duró unos cuantos años y de del cual todavía guardo una carpeta con estos engendros de los que, no sé bien por qué, me resisto a quemar. He pensado en poner alguno pero es tal la vergüenza que me da releerlos que no creo debo castigar a nadie con su lectura.
No solo me había dado por la lectura desordenada pasando de Knut Hamsum a Vicky Baum a temas tan profundos, tan prohibidos como " La máscara de carne " de van der Meersch, sino que me tragaba los textos moralizantes de García Salve o de Jean Marie Buck con su " Dios hablará esta noche "en la que las ansias de purificarme, de dejar a un lado los apetitos carnales chocaban con mis cada vez más frecuentes desahogos.




La llegada al pueblo de la abuela fue un calco de los anteriores años. Salí en busca de mi inseparable amigo de los pasados veranos pero, a pesar de que me pasé toda la tarde rondando por los alrededores de su casa no pude verlo. A la mañana siguiente bajé a la playa muy temprano pero las horas pasaron y no aparecía Manolo ( ya el verano anterior, al despedirme, me pidió que le llamase así ). Llegaron los otros chicos, alguno de mis primos o los muchachos del pueblo pero ni rastro de él y no me atreví a preguntar. Al tercer día me encontré a su madre saliendo del la tienda de Isolina y me contó que Pepe, como ya se había hecho grande, salía a la mar con su padre, que un jornal solo en casa no daba para nada.
Las tardes de siesta solo ya no eran lo mismo. Reanudé los paseos, las visitas a la playa donde me parecía que la arena estaba más fría que otros años y me aventuré solo por el monte a recoger moras, pero nada era igual. El viento entre las ramas de los eucaliptos era más amenazante, las moras sabían más amargas y las pajas eran mucho más aburridas, un simple trámite a cumplir.
El día de la fiesta me lo encontré casi de bruces cuando volvía a casa de mis andanzas. Pepe se había vestido ya de hombre y yo me sentí ridículo dentro de mis pantalones cortos. Una sombra de bigote y el dominio con el que fumaba un " chester " marcaban el foso que se había creado entre ambos. Quise saludarle, darle un abrazo pero él se llevó la mano a la frente y lanzó un saludo chuleta al aire y, sin decirme nada, emprendió la bajada hacia el puerto, donde lo estaba esperando una chica.




IX. Las siestas perdieron el aliciente de los pasados veranos y ya no sentía necesidad de esperar a que todos durmiesen en casa para escabullirme. Los temas de química se aburrían sin que yo les dedicase  la menor atención y me pasaba las horas muertas asomado a la ventana mirando, al mar en busca de inspiración porque veía en mi un poeta en ciernes. Bendita inconsciencia. Y no solo poeta, algo mucho peor, aspiraba a ser un místico porque todos los engendros que escribía en aquella época estaban plagados de los tópicos que leía, pasando del deseo de encontrar a la compañera del alma a dedicarme al amor ideal y entregar mi vida a las más altas empresas. Pero, cuando se me pasaba el arrobo, recurría a desahogarme con las manos hasta quedar relajado y lleno de remordimientos.
Siguieron las mañanas en la playa y las tardes en mi nido, escribiendo una y otra vez mis poemas, incluso me atreví a mandar una oración a un programa matinal de radio que, dado lo enrevesado que estaba escrito, el locutor leyó con tono de choteo no disimulado. Pero yo seguía en lo mismo, alternando las efusiones del alma con las manualidades.




Alguna tarde cambié de dirección y en lugar de bajar al puerto para intentar pescar alguna faneca o darme un baño en la escollera, comencé a visitar la capilla que estaba en las afueras del pueblo. Una pequeña edificación de piedra, con las paredes amarillas de liquen y con un campanario que más parecía un palomar que otra cosa, situada al final de la cuesta que subía desde la fuente y el lavadero. Al pasar por delante, las mujeres sin cesar en su parloteo, vigilaban quien subía y bajaba por la cuesta de la iglesia, sin dejar de golpear la colada contra las losas del lavadero.
Dentro de la iglesia no solía haber nadie a esas horas, de no ser alguna vieja que dormitase en su banco con el rosario entre las manos. El olor de los cirios quemados, las flores silvestres dispuestas en pequeños búcaros de loza azul y la luz de la tarde que se colaba por la puerta entreabierta se han quedado grabados en mí. Me solía sentar en un rincón para no ser visto por algún indiscreto para pedir ser una persona normal, como los demás chicos de la playa, como mis primos o los que jugaban al fútbol en la arena mientras no perdía de vista a las chicas que tonteaban a su alrededor. Me daba miedo a ser diferente y repetía mi petición al pequeño Cristo del altar. No comprendía porque me había tocado a mi ser así, porque no miraba a las chicas y se me iban los ojos tras los bañadores de los chicos.






X. Llegó el domingo, en el lavadero había un par de mujeres haciendo la colada,  una era la madre de  que me siguió con la mirada al pasar junto a ellas. La campana de la iglesia llamaba a misa y, en la cuesta, la gente endomingada acudía a su llamada. Delante de mi iban dos chicas más o menos de mi edad, con vestidos de flores y una diadema en el pelo cada una. Hablaban en francés, o así me lo pareció, mientras de vez en cuando miraban hacía mi echando risitas. Seguro que eran emigrantes de vacaciones. De pronto una de ellas, se torció un pie y estuvo a punto de caer. " Mala cona me parta, que me escarallo o pé ", exclamó dejando salir sus raíces.
Por no reírme, apuré el paso y llegué hasta la puerta de la iglesia. pero no llegué a entrar. Sentí que un chico me miraba fijamente. Tal vez un poco mayor que yo no dejaba de mirarme con descaro. Al principio intenté disimular y no mirarlo, pero fue mayor mi deseo de hacerlo que el ansia de ser un tipo duro. El chico esbozó una sonrisa, se pasó el índice por los labios dibujando un beso y con la cabeza hizo un gesto a la arboleda que se extendía tras la iglesia. Se dio la vuelta y sin volverse a mirar, encaminó sus pasos lentamente hacia los árboles.
Sin dudarlo, seguí tras él.

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