lunes, septiembre 19, 2011

ALFONSO. V: LA MILI



Esto lo cuento yo porque, al no haber hecho la mili, tengo que aprovecharme de las historias de los demás.

Si alguien pensase en la imagen marcial de un soldado la última persona que le vendría a la memoria es Alfonso. Según he oido contar, no creo que hubiese uniforme con más manchas de grasa en la historia del glorioso ejército español ni soldado que marcase peor el paso que él. Tuvo suerte pues en el sorteo le tocó quedar en casa y solo tuvo que pasar fuera el peridodo de campamento.
Los fríos del páramo leonés hay que sufrirlos en propia carne para saber como clavan sus dardos en el cuerpo pero a los veinte años se puede con todo, especialmente si se tiene la certeza de que los fines de semana se puede bajar a León y divertirse con la hija de la dueña de la pensión allá por el barrio " húmedo " donde se alojaba los días que tenían permiso. Para pasar de su cuartucho al cuarto de baño tenía que atravesar por la cocina, donde colgaban las sábanas de la colada para secarse al amor de la lumbre. Por eso el primer sábado que se alojó allí, después de dar dos vueltas en slip de la habitación al baño y ver como la moza se quedaba colgada de su paquete, supo que la batalla estaba ganada.
El periodo de campamento terminó pronto y, a pesar de los intentos de los instructores, no hubo modo de manejase bien el fusil y diese en la diana durante las prácticas de tiro. Llegó el momento de jurar la bandera y mientras desfilaba vió a su madre con cara de felicidad acompañada de sus dos hermanos y el padrastro que estaban entre las demás familias esperando a que terminase el desfile para abrazarlo. Lo que no supo hasta más tarde que su madre tuvo que echar un pulso para obligar a que el padrastro también estuviese presente, a pesar de que este se negaba en redondo a acudir. Pero un semana de hacerle dormir en el suelo sobre la alfombra del dormitorio y la negativa de hacer uso del sacrosanto sacramento le hicieron cambiar de idea y formar parte del grupo, con cara de cordero avinagrado.




En Valladolid lo destinaron a Infantería, en San Quintín, glorioso regimiento, allá por las afueras de la carretera que va hacia Soria. Le dieron pase de pernocta lo que le permitía hacer la mili como si fuese a la oficina y pasar las noches en casa. De ahí lo de la grasa del uniforme pues envolvía los bocatas de tortilla en papel de estraza y los llevaba en el bolsillo de las perneras hasta la hora del almuerzo.
Con tal de estar rebajado de servicios se apuntaba a un bombardeo y lo mismo se hizo furbolista que gimnasta y no se apuntó a bailárín de claqué porque esas mariconadas no tienen cabida en nuestro glorioso ejército. Unos días antes de navidades pidieron un voluntario para ir con un convoy de explosivos con destino a Madrid. Lo metieron con otro doldadito en un vagón de carga donde entraba el frío por todas las rendijas de los tablones de madera y así, entumecidos y medio helados llegaron a la capital. El tren quedó en una vía muerta casi en el fin del mundo y después de cambiar el uniforme por ropa de calle Alfonso y su compañero dejaron abandonado el vagón, cerrando la puerta con un simple alambre.
Tras dos días de golferío alternando con las funciones de teatro en el que vió por primera vez a la Nuria quedándose deslumbrado con los montajes de Victor Gómez y comiendo bocatas de calamares en los alrededores de la plaza Mayor, el día de Nochebuena volvió en busca del vagón abandonado, al que le costó dios y ayuda encontrar, pero después de dar vueltas y más vueltas por las vías del tren, lo encontró cuando ya desesperaba y allí seguía con su alambre a a puerta y la carga en su sitio. Poco después llegó el otro soldado y los dos juntos buscaron a quien hacer entrega de la carga y tras montones de trámites pudo poder volver con tiempo a cenar en casa de la madre.



Poco después lo ascendieron a cabo primera pero poco le duró el cargo porque no tenía la menor capacidad de hacerse obedecer y los demás soldados lo toreaban, por lo que en menos de una semana se encontró de nuevo formando parte del pelotón. Pero, dado que siempre fué como una lagartija, no cesaba de apuntarse a todo aquello que le librase de las tareas desagradables. Mañanas de cuartel, de marchas interminables y de prácticas fallidas de tiro seguidas de tardes disfrutadas con su pandilla y así hasta que llegó el ansiado momento de liberarse.

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