Atardecer en Firenze

En el verano del 77 ó del 78 fuimos de vacaciones a Italia con una pareja de amigos, de esos a los que con lo años le pierdes la pista, pero de los que nunca te olvidas y que desearías encontrar de nuevo. En nuestro flamante 127 y con una vieja tienda de campaña que nos prestaron en Burgos nos fuimos los cuatro a recorrer el pais en una época en la que todavia nos estábamos sacudiendo de encima las telarañas que cubrían la vida cotidiana de España.

Europa era para nosotros la libertad de poder respirar sin ahogos, hablar sin miedos no necesitando echar una mirada furtiva alrededor por si alguien podía estar escuchándonos. Y así emprendimos el viaje, sin importar las estrecheces del coche o la incomodidad de armar una tienda que parecía un desecho de las guerras púnicas.
De todo el viaje solo voy a recordar una tarde en Florencia. Era a finales de agosto y después de asentarnos en el camping situado en las laderas de una colina que domina la ciudad, fuimos caminando seguro que haciendo muchas risas disfrutando de todos los detalles, en especial de la luminosidad del cielo. En la Toscana hay una luz especial, como esa veladura suave que matiza un buen cuadro y que no sé describir pero que es de una belleza única.
La caminata es larga pero no cansina, en especial cuando te vas adentrando en la parte antigua de la ciudad una vez cruzado el Arno. Con el plano en la mano llegamos a nuestra meta, la Piazza della Signoria no sin antes haber cruzado en ambos sentidos el Puente Vecchio. A esas horas, la plaza era un hervidero de gente y había corrillos de personas por toda partes. Un grupo de españoles cantando " Clavelitos " y pasando la bota de vino, malabaristas, tragafuegos y hasta un pianista que había traido un piano de cola montado sobre una carra y que estaba tocando a la entrada de la Galeria de los Uffizi.
Había que celebrarlo y nos sentamos en la terraza de una coctelería que estaba en un alto desde el que se dominaba la plaza. La ocasión lo merecía y aunque llevábamos las pesetas un poco justas lanzamos a pedir un combinado. La carta era un galimatías para nosotros que poco más que la sangría conocíamos. Mira, esto suena como de película, un Bloood Mary. Soltamos las liras, muchas más de lo que nos podíamos, pero Florencía se lo merecía. Mierda, si se trata de salsa de tomate con alcóhol, vaya gasto inútil. En la mesa contigua a nosotros un hombre mayor muy elegantemente vestido con un traje de color salmón y un sombrero panamá, seguro que es actor de cine pensamos, tomaba su copa mientras jugueteaba con la empuñadura de un bastón de plata.
De pronto se paró un Fiat 500 delante de nosotros. De lado del acompañante salío como si se desplegase una mujer mulata alta, muy alta. Una mulata bellísima de un altura inhabitual en una mujer que asentaba su cuerpo sobre unos zapatos de tacón inverosimilmente altos. Iba vestida tan solo con una especie de delantal de lamé de plata que llegaba hasta el inicio de sus muslos sujeto al cuerpo por una cadena y que dejaba ver sus flancos desnudos . Dios mio, estaba practicamente desnuda. La mujer inclinó su cuerpo como si fuese una cigueña para despedirse del conductor del vehículo, luego se enderezó, sacudió su maravillosa cabellera riza y empezó a cruzar en diagonal la plaza, bamoboleando sus caderas como si fuera la quilla de un navío mientras todos la mirábamos boquiabiertos.
Esto es Europa. A nuestro lado el hombre mayor con las manos apoyadas en el bastón dejaba escapar una sonrisa pícara.