lunes, noviembre 08, 2010

Los yanomami




Hoy va de viajes. Contratamos un circuito por la India y Nepal a través de la agencia Catay que, adelanto, resultó de primera. El itinerario era un poco a la carta y lo que más nos atrajo de él, aparte del destino en sí, es que era para un reducido grupo de personas y que se demoraba en los destinos más tiempo del habitual en los circuitos al uso.
Pero no voy a hablar del viaje, sino de los compañeros del mismo. Nuestro grupo lo integrábamos seis personas y los desplazamientos, una vez llegados a los destinos, los hacíamos en taxi y acompañados de un guia local lo que nos permitió conocer las más variopintas personalidades. Desde el viejo profesor vestido con un traje de lino impecablemente blanco y deshilachado en las bocamangas, paraguas naranja que usaba como puntero para señalar, con su aspecto enjuto y su larga barba de chivo parecía un Valle Inclán al que le hubieses reimplantado el brazo que nos guió por Agra, hasta el jovencito deportista de aspecto agitanado que ligó con uno del grupo con el que se perdió por las frondas de Khajuraho.

Un pequeño repaso a nuestro grupo. Aparte de nosotros dos, estaba una pareja de chicos valencianos con los que congeniamos desde el primer momento. De unos 35 a 40 años, llamémosle Pedro y Antón, eran una personas curiosas y desde la primera ojeada en el aeropuerto comprendimos los cuatro que íbamos a hacer buenas migas. Pedro era un enfermero extrovertido ( e imagino que siga siendo )y muy lanzado que no tenía la menor traba por abordar a cualquier persona como seductor nato que era. Rubio y rubicundo, con el pelo rizo y unas gruesas gafas de miope, siempre sonriente, era el atrevimiento hecho persona pero su caracter simpático hacía que todo pareciese normal. Toda su curiosidad era saber si los shirk, esos personajes que no se cortan nunca la barba ni el pelo que llevan oculto bajo un enorme rodete, se afeitaban los bajos y en cuanto se ponía uno a tiro con su ingles chapurreado les lanzaba la pregunta dispuesto a comprobar in situ si era verdad, ante el estupor de estos. Su compañero era mucho más retraido, con un caracter muy dulce pero capaz de las explosiones de cólera más fuertes que he visto en mi vida. En su infancia había sido pastor de cabras en Andalucía y que no podía olvidar las miserias que había pasado de niño. Eso hacía que fuese muy limosnero y se le iba el dinero de la mano cuando se acercaban mendigos al grupo. Al principio de viaje nos llevaron a visitar la estación de Calcuta, cuyo inmenso hall estaba lleno de viajeros y mendigos. Antón se fijó en un viejo ciego que estaba tirado en un rincón, se apiadó de él y se acercó a un puesto ambulante donde compró un racimo de plátanos con ánimo de dárselo. En mal momento. Al darse cuenta las personas que estaban alrededor de que había reparto gratis se avalanzaron sobre el ciego y los plátanos desaarecieron en un santiamén. El viejp quedó tirado en el suelo, tundido por los otros mendigos y vociferando, imagino que acordándose de nuestras santas madres.


Esa misma noche, de vuelta al hotel, se acercó una persona a nuestro. Se trataba de un ingeniero catalán que llevaba varios meses trabajando en Calcuta y al oir hablar en español tuvo un vuelco de alegría. Estaba tan feliz que nos pidió compartir la cena con nosotros para poder hablar en español, pues llevaba varios meses sin hacerlo. Se presentó con una botella de Rioja que tenía guardada en su habitación para un hecho como este y brindamos con tinto para acompañar la comida hindú.

Para terminar con esta pareja, otra péqueña anécdota. Todos los atardeceres, Antón le preparaba el " hatillo " a su compañero para que saliese de ronda por los jardines del hotel en donde nos tocase pernoctar. Le ponía un billete de diez dólares, un paquete de kleenex y un preservativo porque, según nos contaron ellos, los guardias de seguridad de los hoteles se buscaban un sobresueldo complaciendo a los turistas de ambos sexos que se dejaban perder entre el follaje, a la búsqueda de un poco de calor y color exótico.

Bueno, creo que me he enrollado en demasía y todavía no hablé de los " Yanomami ". Esta era la tercera pareja del grupo, un matrimonio de Mallorca a la que nosotros bautizamos con este mote desde el primer día. Los yanomamos son una etnia de indígenas que viven en el Amazona y el hecho de ponerles tal nombre se debió a que el año anterior habíamos estado de vacaciones por aquellas tierras y el marido tenia aire aindiado. Pero nada más lejos de la realidad. Los yanomamos son indígenas que viven en santa unión con el medio ambiente, salidarios al máximo entre ellos, no contaminan ni agreden al medio ambiente, al contrario se integran en él. Vamos todo lo contrario que esta pareja.
De unos treinta y tantos años, ella era lo que se llama una chica mona, rubita, con boquita de piñón y aire aniñado, muy dada a poner mohines y hacer remilgos cuando hablaba. Eso sí, sabía de todo aunque su sapiencia la superaba la de su marido, docto donde los haya. Este era enjuto y renegrido, con el pelo moreno y lacio, muy pegado al cráneo con su buena ración de gomina. Era técnico de algo y doctor en todo, pues no había tema de conversación que no dominase. Aunque, si he de ser sincero, pronto se acabaron las ocasiones de hablar en profundidad con ellos y nos limitamos a soportarnos todos educadamente.

Desde el primer momento nos llamó la atención su afán de comprar de todo. Cuando el coche llegaba a algún punto, nosotros cuatro empuñábamos las cámaras de fotos y seguíamos al guía hacia el monumento a visitar, pero estos dos ponían el radar en busca de cualquier tienda en los alrededores y se ensimismaban ante las baratijas. Y siempre compraban algo, ufanándose de haber engañado al comerciante. Inocentes...
Casi al inicio del viaje se feriaron un buda del tamaño de un balón de futbol, recubierto de oro según nos comentaron entusiásticamente y que no apearon de sus brazos en todo el tiempo, como si fuese su hijo más querido. En cada traslado se turnaban para acarrearlo en su regazo y era lo primero que había que acomodar en el vehículo.
Las cosas comenzaron a ir mal cuando se negaron a dar propinas a los porteadores. Sí, ya sé que esto de las propinas es injusto, pero para muchos de ellos era su única fuente de ingresos. Como éramos seis viajeros pero solo recibían propina de cuatro, se quejaban descontentos porque no les cuadraban las cuentas. Por eso, al tercer o cuarto día, cada vez que amontonábamos nuestros equipajes ante los vehículos hacíamos saber a los porteadores que esa pareja no apoquinaba y entonces le montaban el correspondiente pollo. Pero como si nada, ni se inmutaban, entrando tan dignamente en los coches, ignorando los puños que se alzaban fuera de las ventanillas.

Creo que fué en Agra donde les odié con mayor intensidad. Al regresar al hotel cargados de paquetes estaban de lo más felices porque habían regateado tanto a los porteadores que habían conseguido que los tansportasen en esos carrichoches tirados por personas a la mitad de lo que habíamos pagado el resto. Y cuando nos llevaron a visitar el Taj Mahal, se quedaron en los jardines, sin entrar en el mausoleo porque había que descalzarse.....y pagar unas rupias para que nos guardasen el calzado. El como de la cicatería, viajar desde España y quedarse fuera por no soltar cuatro perras....
En una de las etapas del viaje coincidimos en el hotel con otra excursión de españoles. El guía, que era un lince de los negocios, nos invitó a una reunión en su habitación con el fin de enseñarnos unas chucherias. Sedas hindues, chales y perfumes. Como algo misterioso nos ofrecío láminas grabadas de marfi, pero las rechazamos al estar prohibido su comercio. De pronto, abrió un maletín y saco un viejo estuche forrado de terciopelo rojo. Dentro iban un aderezo de rubíes que dijo que no podía vender por nada del mundo, porque era un encargo que le había pedido llevar un joyero de Delhi. Nos despedimos porque somos los turistas menos compradores del mundo y al cabo de un rato, mientras hacíamos tiempo en el hall esperando la cena, llegaron los yanomami y ella, con una sonrisa de triunfo, nos mostró las joyas que su marido había conseguido comprar a pesar de la resistencia del guía...
Una última historieta. La parejita contó que como regalo de bodas recibieron una lámpara de esas que tienen mil cristales de roca. Se dedicaron a inspeccionar uno por uno y cuando encontraban un fallo se presentaban en la tienda para que se lo cambiasen. Y así a lo largo de seis meses hasta que no encontraron más fallos. Me imagino la cara del dependiente cada vez que los viese aparecer por la puerta de la tienda con un cristalito en la mano.
Volvimos a España y perdimos su pista. Por suerte.

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