viernes, septiembre 03, 2010

Las siestas de agosto


El verano de mis 17 años fué el primero que pasamos sin papá. Se había muerto unos meses antes y mi madre, tan muchos esfuerzos, consiguió que la abuela nos dejase su casa de la playa para cambiar de aires o, lo que era mucho mas difil, de ánimo. En esa época la recuerdo siempre vestida de negro, ese maldito ropaje negro de cuervo que tardó tantos años en abandonar y que va unido en mi memoria a esa sonrisa llena de tristeza, cuando no a los ojos enrojecidos de tanto llorar a escondidas.
La casa de la abuela estaba medio destartalada, era un viejo edificio estrecho que tenía tres alturas situado en la calleja que desembocaba en el camino del viejo castillo que coronaba la playa, apenas los restos de una arcada de piedra cubiertos con matas de silvas. La casa estaba pintada de un blanco azulado y en las paredes alternaba el encalado con los desconchones a través de los cuales asomaba el cemento mezclado con la arena de la playa con la que la habían construido y si raspabas con las uñas se desprendían fragmentos de conchas y trozos de caracolillos junto a laminillas que parecían de plata. Pero había que hacerlo sin que te viesen, o la bronca era segura. Un estrecho camino de tierra separaba la casa del terraplén que caía abruptamente hacia el mar totalmente cubierto por matas de capuchinas que tapizaban el desmonte de su color naranja, compitiendo y que competían con los " don diegos " de color azulado que luchaban por ocupar todo el espacio. En un rincón la abuela había plantado unas matas de fresas pero nos había prohibido acercarnos a ellas y respetábamos esa orden porque nos sabíamos espiados por Rosalía, la vecina de la casa de al lado que dormía con los ojos abiertos y que sabíamos estaba deseosa de soltar veneno sobre nosotros en cuanto apareciese la abuela.
Me gustaba levantarme muy temprano cuando arribaban los pesqueros a puerto y observar como las flores, cerradas toda la noche, se iban desperezando al contacto del sol, su superficie brillante por la humedad de la noche.
Las dos primeras plantas de la casa eran muy oscuras pero la última, donde dormía yo, era todo lo contrario. La ocupaba una sola habitación abierta al mar por dos grandes ventanas, una al norte y la otra al este, con marcos de madera de un rojo desvaido por la acción del sol y del salitre. Mi dormitorio parecía que estuviese colgado en el aire a punto de precipitarse sobre el puerto. El piso era de madera, largos tablones de pino basto, muy blancos tras cientos de fregoteos, con el olor a lejía incrustado en ellos. Contra una pared estaban las dos camas de metal pintadas de azulón. Las sábanas eran ásperas y llenas de remiendos y era difícl distinguir cual de las piezas era la original. Se cubrían con dos viejas mantas del ejército de color de pelo de rata que raspaban solo con mirarlas.
De lunes a viernes ahí estaba mi paraiso. Los fines de semana venía mi hermano mayor y me tocaba compartir el dormitorio con él, pero el resto de los días era todo para mi. Aunque había un inconveniente. Ese año había suspendido el examen técnico de " Preu ", las malditas matematicas y tenia que aprovechar las tardes para repasar todo el temario e intentar aprobar en septiembre.
Las siestas. Que delicia esas siestas. Subía a mi nido después de comer, seguido por la voz de mi madre que me recordaba que no perdiese el tiempo y me quedaba desnudo, solo con el calzoncillo de algodón blanco y me tumbaba en la cama, con el calor de la playa todavía metido en el cuerpo y frotaba la espalda contra la manta áspera como hace un gato que busca la caricia de la mano de su amo.
La limpidez del cielo parecía inundar la habitación y toda la luz de la calle rebotaba contra las paredes blancas. El zumbido somnoliento de las moscas competía con el ronroneo monótono del motor de las barcazas que se movían por el puerto y todo ello: luz, calor, ruido formaban parte de mi. Metía las manos bajo el elástico del calzoncillo y una serie de movientos muy rápidos, cada vez más frenéticos hacían que me corriera y con los dedos extendía el semen sobre mi tripa. Me gustaba olisquear las manos para captar ese aroma mezcla de sudor, semen y sardinas asadas que habiamos comido al mediodia.
Después venía el sueño hasta que la voz de mi madre, llamando desde la planta baja, me despertaba con el cuerpo bañado en sudor.
" Estudiassssssssssssssss ????? "
" Síiiiiiiiiiiiiiii " respondía mientras me desperezaba y cogía los apuntes que se aburrían en la silla al lado de mi cama.

3 comentarios:

Rubentxo dijo...

Hermosas descripciones. Preciosos paisajes . A pesar de los fluidos corporales que aparecen (jeje) a mí me huele a nostalgia, a sonrisas y a paz.
Saludos.

cal_2 dijo...

Los fluidos son parte de la vida. En este caso, de mi vida. Saludos

El oso blandito dijo...

Carlos, me ha encnatado.... debe ser que tu patio... digo jardin, te inspira. El detalle del cemento con pechinas me parece precioso!!!
Yo tambien hubiera rascado jejejej