lunes, septiembre 06, 2010

Cinco de septiembre


Cinco de septiembre a las nueve de la tarde. Casi es de noche y se palpa ambiente de fiesta entre las personas que hacemos tiempo ante la puerta de la iglesia. El día ha sido muy bochornoso pero comienza a subir una brisa suave desde la orilla del río que alivia el agobio de las horas previas. La cercana plaza es un hervidero de gente y las puertas de los bares están atestadas de hombres esperando con un vaso en la mano a que salgan sus mujeres de la novena.
Parece que la función ha llegado a su fín y aparecen presurosas grupitos de personas por las puertas laterales del templo pero el sacristán abre trabajosamente las hojas del portón central con tal estrépito que las personas nos volvemos a mirar hacia allá. Del interior del templo lleva el olor a incieso y los acordes del órgano que acompañan a los cantantes del coro. Se escapan las primeras estrofas del himno al Cristo " Tiene Jesús en su mirada amor...." escuchamos, mientras comienzan a salir borbotones de personas.
Se van formado grupos, remolinos de personas que desde el pasado año no se han visto y la gente intercambia comentarios a la vez en que se fija en los estragos que ha hecho el tiempo. Las fiestas son el imán que hace volver a las personas en busca de sus orígenes, una forma de retomar el contacto con los amigos, con la familia. Saludo a distro y siniestro, aunque por mi maldita timidez hubiera preferido que no me viese nadie. El ritual es esperar a que salgan las personas queridas para hacer el paseillo todos juntos en la cercana plaza.
Se oyen las exclamaciones de alegría cuando se encienden las guirnaldas de luces de colores en la plaza y a continuación se ilumina toda la fachada de la iglesia siluetada por cientos de bombillas. Suena el ruido de las primeras bombas de palenque anunciando el comienzo de la fiesta y todos los perros ahuyan con el estrépito.



La primera en salir es la tía Julia redonda como una albondiga, bonachona, con el vestido manchado de harina, seguro que ha dejado el bizcocho en el horno camino de la iglesia. Reidora, su voz es cantarina, pero este año apenas habla y se expresa con mohines graciosos, no quiere abrir la boca para que no se le caiga la pelota de algodón que aprieta entre las encías para simular unos dientes que no ha podido ponerse porque la pensión da para poco y el dentista es muy caro.
Al momento aparece mi madre. Todavía esbelta, intenta mantenerse lo más erguida posible para disimular su cojera, porque rechaza la ayuda de un bastón que supla su falta de estabilidad. Recién salida de la peluqueria, con el pelo rubio cardado que han fijado con litros de laca para que no se lo mueva ni un tornado, avanza feliz como un pavo real con el traje color marfil que ha estrenado esta tarde. Como una niña pequeña, reparte besos y saludos hasta llegar donde nosotros.
Tras ella viene tía Pacita con ese inconfundible aire se nurse inglesa que adquirió como un barniz después de tantos años de trabajar en Londres. Pelo plateado, sonrisa dulce y plácida, habla muy suave lo que dificulta que se pueda escucharle entre tanto rebumbio.
La iglesia casi se ha vaciado, aparecen las beatas rezagadas que parece que abandonan el templo a rastras y ya han terminado las últimas estrofas del himno del Cristo. Desde la plaza llega el estrépito de la banda de música que ha dado comienzo al concierto-vermouth. El sacristán empuja las hojas del portón penosamente y al fin aparece la más mayor de todas, tia Inmaculada rodeada de sus dos hijas, siempre necesitada de escolta hasta para las cosas más nimias, se queja de que una jaqueca horrible apenas si le ha dejado centrar su atención en el predicador. Sus hijas se miran por encima de su cabeza intercambiando signos de complicidad mientras una de ellas busca con ansiedad donde puede estar su marido. Seguro que a estas horas ya ha invitado a todo el mundo como si fuera un señor, sin pensar en las filigranas que ha de hacer ella para conseguir el dinero
Por fin nos ponemos en marcha hacia la plaza donde suena un pasodoble. A mi lo que me gusta, es la zarzuela cecea tía Julia mientras sujeta el algodón que casi se le cae al suelo. Busco una mesa libre delante del café de " El Juez " pero no hay ninguna libre. Tia Inmaculada se queja de que ahora, no solo le duele la cabeza, sino que el callo del pié derecho la está matando. Finalmente acarreo una silla de aquí y otra de allí hasta que las tengo acomodadas a todas. Tónicas y " Nescafé " descafeinado para todas. La banda de música ataca con brío la jota de " La Dolores " y mi madre y tía Julia no pueden evitar mover los piés al compás a pesar del siseo reprobatorio de tía Inmaculada.
Todas. Se han ido todas. Hace siete años largos que se fué la última. Desde hace ocho años no he vuelto a esperar a nadie a la salida de la novena.

2 comentarios:

relatosweb dijo...

Un clásico donde los haya: bautizos, bodas, comuniones, romerías, misa de 8 ó 12...da igual; y la gente, parecida. Eso sí, lo que me ha dejado de medio lado es el final del relato (real o ficticio. Pero es lo que tienen estos breves pero intensos escritos y tú los cuentas de maravilla.

:D

cal_2 dijo...

Todo, salvo los nombres, es real. Y la vida es asi, llena de huecos que uno no sabe como tapar y recurre a estos subterfugios para espantar los demonios,