jueves, mayo 06, 2010

ORLANDO PANDO DE AZPILICUETA


Nada de lo relacionado con Orlando Pando de Azpilicueta tenía que ver con la realidad de la vida. Ni su nombre era Orlando ( pero el de Eutimio Ovidio Sanchez Perlado con el que lo cristianaron no era de su agrado, así que adoptó otro más heroico, en consonancia con lo que él soñana ser ), ni tampoco era vasco como podría deducirse de su segundo apellido, pero siempre pensó que presentarse así ante los demás le confería más prestigio porque imaginaba que las Vascongadas tenían más abolengo ante el mundo que la pobre Castilla de sus orígenes. En realidad había nacido en un pueblecito cercano a Villalpando donde vivió sus primeros años hasta que el ansia de medrar y de ampliar sus horizontes le obligó a enfilar carretera adelante hasta llegar a Valladolid y de allí, tras unos años oscuros de los que nunca quiso hablar, hizo su entrada en Madrid, ciudad con la que se sintió identificado nada más pisar el asfalto de sus calles y de respirar el aire contaminado por los coches que subían y bajaban sin cesar por la Gran Vía.
Lo primero que hizo nada más llegar a la capital fue buscar una imprenta donde le imprimieron cien tarjetas de visita con su nombre en letras góticas y que soltaba a la primera de cambio a todo el que intimaba con él. Busco cobijo en una pensión de la Calle del Carmen que regía Doña Florita, una asturiana fondona viuda de un asentador de abastos que iba todo el día envuelta en una bata de flores que le llegaba hasta los piés, calzada con unas chinelas de odalisca y que tenía dos tetas tan enormes que llamaban impetuosamnete a las puertas medio minuto antes de que ella llegara. La comida no era muy allá, pero la patrona procuraba colmar los platos con potaje y se dejaba pellizcar el culo cuando pasaba sopera en mano sirviendo a sus pupilos, así que Orlando se sintió en la gloria desde el primer momento. Como el dinero se iba como la espuma, probó suerte en mil oficios desde lampista a ayudante de domador de leones en el Circo Price, pero de todos salió más o menos escarmentado porque le proporcionaban poco dinero y un sin fin de disgustos. En sus ratos libres hacía de poeta y sentado ante el velador de algún café cercano a la Plaza Mayor enhebraba versos como cuentas de un collar y escribía letras de canciones que soñaba con que se las estrenase Marifé o alguna cantante de tronío, mientras tomaba a sorbitos un carajillo.
Desde siempre a Orlando le gustaba hacer las cosas al revés. Impresionado siempre por las mujeres rotundas, de anchas caderas y pecho firme, cuyos andares seguía como embelesado, tac-tac pisando fuerte en el empedrado de la calle, fue a enamorarse de una mujercita de no más de un metro de altura con la que compartía pupilaje en la pensión de doña Florita y que formaba parte del elenco del " Bombero torero ". Cándida era linda como una muñeca " pepona " de cartón con su carita rubicunda y su melena de rizos rubios que, en cuanto intimaron, se la subía a sus rodillas y podía abarcarla por entero, porque como bien decía era muy recogidita.
Pero doña Florita andaba siempre al quite porque su casa sería pobre, pero a decente no la ganaba ni el capellán de las Salesas, así que en cuanto veía que los novios se hacían arrumacos se acercaba muy digna, bamboleando sus pechos como proas de navío y decía que esas cosas, hasta que no tuviesen libro de familia, ella no las permitía. Y para evitar tentaciones, cambió el dormitorio a la pobre Cándida, que estaba dos puertas por medio del de Orlando y la mandó a un chamizo al final del pasillo, con la disculpa de que ella necesitaba poco espacio y allí se encontraría más a su gusto .
Pero un golpe de suerte cambió todo. A Cándida le ofrecieron trabajo en la portería de un colegío de monjas y aunque el sueldo era pequeño, llevaba pareja la casa y un huertecillo. Al principio la madre Suuperiora torció el morro cuando Cándida dijo que aceptaba si podía vivir con ella Orlando, eso sí, casándose primero, pero al final entró en razones cuando esta le explico que su novio era un hombre muy habilidoso y sería el perfecto cachicán para las monjas.
Muy tempranito, apenas amanecido, en una mañana de mediados de abril salió la comitiva de la boda de casa de Doña Florita, la cual había cambiado su eterna bata de flores y sus chinelas de pompones por el traje de raso negro con el que se había casado y en el que entró a duras penas. A su lado y casi oculta tras su humanidad iba Cándida ataviada con un trajecito rosa que ocultaba malamente su vientre que había crecido de modo prodigioso en los últimos tiempos. Tras ellas caminaban otros dos eternos pupilos de la pensión, Don Froilán, un catedrático de latín ya jubilado y de su ganchete Ofelia que tenía una parada de vísceras y sangrecilla en el cercano mercado de abastos. Y cerrando la comitiva iba Orlando, entre eufórico y avergonzado como autor del bombo que le había hecho a Cándida.
La boda se despachó en un pis pas porque no era cosa de que las beatas que iban a misa de ocho en San Ginés vieran un espectáculo tan poco edificante. Sin darles tiempo a los novios a que se besasen, el cura los sacó a todos a la calle y se fueron de festejo a una churrería próxima invitados por la Doña, que estaba dispuesta a tirar la casa por la ventana y que mientras untaba una " porra " en el chocolate, se secaba una lagrimita con su pañolito de encaje.
Y a media tarde, en una vieja bicicleta que les prestaron, ataron su parco equipaje y se fue la pareja de luna de miel, pedaleando el pobre Orlando desde la calle del Carmen hasta el barrio de " la Prospe " donde estaba el convento de las Reverendas Madres de la santa Farlopa , con la pobre Cándida sentada en la barra de la bici, apretando con fuerza el libro de familia recién estrenado y que, nada más llegar agitó ante la madre Superiora como si fuese el salvaconducto que les permitiese acceder a su nueva morada. Pero lo que tranquilizó sobremanera a la monja fue el vistazo que echó a Orlando de arriba a abajo y para sus adentros se dijo que con esas hechuras, mal iba a excitar la concupiscencia del rebaño de ovejitas que tenía en su congregación.
La pareja se asentó en la casita de la portería donde colocaron las cuatro cosas que formaban su ajuar y comenzó una nueva rutina para los dos. Del bombo de Cándida salió una corneta, pues era tanto lo que berreaba la niña, Palomita se llamaba, que más que berridos parecía que lanzaba trompetazos y entre los cuidados de la niña y los mandados de las monjas, Cándida andaba todo el día como un zascandil de acá para allá.
Pero Orlando se lo tomó con más calma y atedía a las órdenes de las monjas con toda la parsimonia del mundo. Desde la ventana del cuartucho donde tenía las herramientas se divisaba la torre del convento y dejaba pasar a las horas que iban cayendo del reloj de la torre como si ya tuviese toda la tarea rematada.
Una vez asentada su vida, dió en pensar en viejas ideas que había dejado un tanto apartadas. En pensar y en ponerlas en práctica. Una de ella era conseguir que los bonsais alcanzasen el tamaño de árboles reales y se aplica con esmero a hacer injertos y cruces con granados enanos para lograr que cada vez fuesen haciéndose mayores, recurriendo a abonos que se imaginaba pudiesen ayudarle a lograr su sueño. Y en un corralito que había tras la casa, criaba gallinas de Guinea que, tras sucesivos cruces, iba consiguiendo otras cada vez mayores y esperaba obtener una especie que llegase a ser tan grande como avestruces.
La vida transcurria plácidamente en su rincón. Cándida cada vez se iba haciendo más recogidita, Orlando tambien se encorvaba por el peso de los años y el reuma y Palomita se hizo Paloma, convirtiéndose se convirtió en una moza tan alta y esbelta que parecía un imposible ser el fruto de esa pareja y en cuanto pudo salió volando del nido. Mientras, las monjas seguían con su gori-gori cada vez más viejas y en menor número y el viejo reloj dejaba caer las horas cansinamente. Y en un rincón del huerto el cementerio de las monjas, reventando de flores y verdor, los esperaba a todos con santa paciencia.

3 comentarios:

relatosweb dijo...

Un relato muy chulo, hace que mi cabeza se sitúe en los 50-60, cuando los colegios de curas y monjas aún tenían sus propios huertos pero que seguramente hoy...sean patios recubiertos por hormigón o quizá moles de edificios en las que vivan y se quejen cientos de vecinos por el ruido que hacen los niños a la hora del patio...
pero si es 'terreno sagrado' igual, hasta lo han respetado, jejejeje
Vivan las mesoneras de tetas grandes, jejejeje, muy buena.

un saludo, fenómeno

cal_2 dijo...

Es que uno ha leido mucho a Cela y a otros señores y por algun lado me sale. Y gracias por estar al quite. Espero que te prodigues, amigo

Anónimo dijo...

Joder mira que escribes bien pero anda mira a ver si nos haces reir un poco potque llevas una temporadita que ya te digo yo.