viernes, abril 30, 2010

Los limoneros de Aleppo


Samer vivía solo en las afueras de la Ciudadela de Aleppo, en una vieja casa de adobe, casa en la que había nacido él y, antes que él su padre y antes aún el padre de su padre y el padre del padre de su padre y así hasta no recuerda cuantas generaciones que lo precedieron en el cuidado de la casa y el huerto. Samer era un hombre de cuerpo recio y espigado, con cuyos brazos fuertes y sarmentosos como cepas de vid que se dedicaba desde el amanecer a la puesta del sol a podar, injertar y cultivar todas las plantas de su huerta. Por otra parte, desde siempre el primogenito de la familia se habia dedicado a la elaboración de jabones, con fama de ser los mejores de Aleppo que después llevaban a vender las mujeres en los puestos del Zoco.
De los olivos de su huerto escogía las mejores aceitunas que llevaba a la almazara para conseguir el aceite más refinado, parte del cual mezclaba con las bayas de los laureles que crecían tras el horno, dejando que se macerasen hasta lograr un aceite suavemente perfumado. Todo ello lo mezclaba con sosa de Judea y a fuerza del trabajo diario, batiendo las tinas con sus grandes palas de cedro, al cabo de nueve meses conseguir las mejores pastillas de jabón, como si fuese el fruto de un embarazo.
Granados e higueras crecían en su huerto, pero de todos los árboles los más queridos eran sus seis limoneros lunares, aquellos que daban cosechas de limones a lo largo de todo el año y cuyos frutos eran los más perfumados de todo el valle de Aleppo. Todos los días los inspeccionaba centímetro a centímetro para encontrar cualquier imperfección, podaba las ramitas secas y las regaba con el agua de la fuente que brotaba entre los rosales de la tapia contigua a la mezquita de Omar. Recogía las cagadas de las tórtolas y mezclándolas con el sudor de su frente abonaba con ellas los limoneros.
Y todas las tardes, al final de la jornada, escogía cuatro o cinco limones y los exprimía en una jarra de cristal, la llenaba con el agua fresca de una fuente y se sentaba a meditar bajo el emparrado, mientras pasaba cuenta tras cuenta del rosario de ambar que había heredado de sus padres, ensimismándose con los vuelos frenéticos de las golondrinas, que trenzaban guirnaldas en el cielo azul para llevar comida a sus polluelos. Y así día tras día, año tras año.
En la parte opuesta a la mezquita, la finca de Samir lindaba con la de Ibrahim, un extranjero que había llegado hace unos años a Aleppo procedente de alguna remota aldea jordana del que no se sabía más que era inmensamente rico y que nadie podía explicar el origen de tal riqueza, por lo que corrían mil y un conjeturas sobre el modo en que había labrado su capital. Sobre una colina artificial hizo levantar un palacete de marmol rosa con incrustaciones de malaquita y lo rodeo de un primoroso jardín británico que diseñaron técnicos traidos ex profeso de Londres.
Pero todos aquellos que consiguieron entrar en su recinto donde se quedaban verdaderamente extasiados era cuando contemplaban los primorosos limoneros artificiales que habían creado los mejores orfebres de Damasco. Sus troncos de plata finamente cincelada brillaban como las corazas de los guerreros al chocar con los rayos de sol. Y en sus ramas de plata habían colocado limones de oro, entre hojas de esmeralda labradas con todo el primor.
Un día se corrió por el Zoco la voz de que Ibrahim languidecía en su lecho y que los médicos de la ciudad no se explicaban la causa de su mal. Aunque apenas se hablaba con su vecino, Samer decidió visitarlo una tarde y recogiendo los mejores limones de su huerto, los exprimió con esmero para no dejar caer ni una pepita en el jarro de cristal, añadío unos pétalos de azahar y un poco de agua fresca. En un cuenco dispuso los higos más dulces de sus higueras y cubriendo todo con un paño de lino inmaculadamente blanco, se encaminó a visitar a su vecino. Se sentó en un taburete a a su lado y permanecíeron los dos sin hablar, pero su presencia pareció aliviar a Ibrahim. Y así durante varias tardes, repitió el mismo ritual, preparando la limonada y llevando sus frutas más hermosas.
A los pocos días, inexplicablemente Samer enfermó también. De modo progresivo se sintió sin fuerzas para elaborar el jabón, ni ganas de cuidar su huerto, sentía como la energía iba abandonando su cuerpo poco a poco y apenas si podía pasar las cuentas de su rosario. Una vecina se acercaba de vez en cuando a ver como se encontraba y le llevaba un cuenco con sopa caliente, pero Samer apenas probaba bocado. Tan solo un día fué a visitarlo uno de los doctores de la Ciudadela pero después de tomarle el pulso y bajarle un párpado para ver el color de sus pupilas, salió meneando la cabeza y musitando no sé que frases de desconsuelo.
Ibrahim harto de probar pócimas de los médicos mandó a uno de sus criados al jardín con orden de que le trajese tres limones de oro y unas hojas de esmeralda. Con ellos fletó un avión privado con rumbo a Nueva York donde había reservado un ala del hospital Monte Sinai. Sondas, gomas, scanner, análisis complejos y toda la parafernalia puestas a su servicio hicieron que se fuese reponiendo. Un día uno de los hombres que lo acompañaban le dijo que tenía que darle una mala noticia, su vecino Samer había muerto. Alabado sea Dios, fue todo su comentario.
Fue preciso que enviasen otros dos limones de su huerto, porque la factura del hospital crecía como la espuma pero finalmente, una tarde mediados de mayo, los médicos dieron el alta a Ibrahim con gran pena por parte de la administracion del hospital, después de liquidar las últimas facturas. Un nuevo avión devolvió a Ibrahim y su séquito a Aleppo. Cuando llegó a su casa pidió que lo acercasen hasta el muro que separaba su finca de la del pobre Samer. El huerto tenía un aire de abandono y tristeza con matorrales que habían invadido todo y los limoneros estaban medio secos.
Ibrahim preguntó a su secretario de quien era ahora la huerta de su vecino. De nadie, Samer había muerto sin familia y ahora había que venderla para que cobrasen sus deudores. Ibrahim dijo que pagasen por ella lo que fuese, pero sin demostrar demasiado interés para evitar que se disparase el precio. Pocos días despues unos obreros tiraron el muro que separaba ambas fincas bajo la supervisión de Ibrahim que contemplaba la operación sentado bajo sus limoneros de oro, mientras pensaba que el dinero no da la felicidad, pero......

No hay comentarios: