miércoles, abril 07, 2010

LA SOTANA


A mediados de los años 70 volvía Fermín de pasar unos días en el Pais Vasco en casa de unos amigos. Tenía que tomar el tren en Tolosa para regresar a casa. Era a finales de un mes de julio, en la estación apretaba el sol de mediodía, apenas soplaba un poco de aire bochornoso y la cantina estaba cerrada, con lo que tuvo que intentar calmar la sed con el agua caliente que salía como un hilillo de un grifo que había cerca del andén. Fermín tendría apenas veinte años, delgado como un junco, con el mechón rebelde que le tapaba la frente, tan feliz con sus pantalones blancos muy ajustados y un nicki rojo que se había comprado en San Sebastián, a pesar de que sabía que su madre le montaría una bronca cuando lo viese vestido así.
Llegó renqueante el tren a la estación, deteniéndose con un estruendo de hierros asmáticos y Fermín se subió al vagón que se había parado cerca del él. Se internó por el pasillo mirando dentro de los compartimentos en busca de un sitio libre pero estos venían llenos de gente o, en aquellos que podía haber espacio, este lo ocupaba una persona tumbada que miraba con cara de pocos amigos a aquel que pretendía entrometerse.
En el siguiente vagón la situación no parecía cambiar pero Fermín siguió entreabriendo las puertas correderas para echar un vistazo dentro. Cuando desesperaba de encontrar acomodo oyó una voz que le chistaba desde el fondo del departamento. " Joven, joven, que aquí podemos hacerle un hueco ". Fermín abrió del todo la puerta corredera y entró saludando a las personas que ya estaban sentadas.
En un extremo sonreía beatífico el hombre que le llamó, un cura rechoncho y mofletudo, con la cara congestionada por el calor y por la opresión del alzacuellos de celulosa que ahorá tenía suelto, tal vez para no sofocarse más. A su lado dos chiquillos se movían inquietos y en el asiento de enfrente una mujer mayor y un matrimonio de media edad ocupaban casi todo el espacio libre.
Fermín dió las gracias, colocó su bolsa de viaje en la rejilla y se sentó al lado de uno de los críos que rapidamente empezó a acribilarlo a preguntas para, sin darle un respiro, le dijo que eran de un pueblo de Palencia que volvían a casa con sus padres y la abuela y que el cura del fondo era muy bueno pues les había dado dos estampitas de la Virgen y un caramelo de menta a cada uno. Al oir este comentario el cura esbozó una sonrisa untuosa y un gesto de satisfacción cubrió su cara rubicunda.
De pronto el padre dió un par de palmadas y le dijo a la mujer que sacase la cesta con la comida, que ya eran buenas horas y todavía no habían probado bocado desde el desayuno. En el hueco que dejaron libre entre la mujer y la abuela extendieron un mantel de cuadros y colocaron encima una tartera con filetes empanados, otra con una tortilla de patatas cortada en cuadros, una hogaza de pan y medio queso. El padre invitó al cura y a Fermín a participar pues allí había comida de sobra para todos. Después abrió una navaja y agarrando la hogaza, la apoyó en la tripa cortando gruesas rebanadas que fué ofreciendo a casa uno para que la usasen como plato. La abuela distribuyó servilletas a todos y comenzó la ronda de la comida. El padre ofreció la bota de vino al cura en primer lugar el cual, tras dar un buen trago, se la ofreció a Fermín. Los niños se peleaban por la botella de gaseosa, mientras la abuela intentaba poner orden infructuosamente.
Comieron hasta que apenas quedó nada sobre el mantel y la conversación cada vez se hizo más fluida, tal vez por los efectos del vino o por la satisfacción de llenar la tripa. El cura rebuscó en la flatriquera y sacando una petaca y un librillo de papel de fumar ofreció una ronda a los hombres. Después, mientras echaba una bocanada, comentó que a él la buena comida le provocaba un sueño muy profundo.
Después comenzó una especie de juego de prestidigitación para redistribuir a todos los ocupantes del compartimento, mientras hablaba del santuario de Loyola donde había hecho unos ejercicios espirituales con los Jesuitas y de los que venía muy edificado. Mandó levantar a Fermín para que la abuela ocupase su asiento, pues así estaba cerca de la puerta y allí el calor era menor. En cuanto a los niños les mandó pasarse al banco de enfrente, al lado de su madre pues al ir sentados a favor del tren no se marearían. Y en cuanto a Fermín, el cura dando una palmada sobre la felpa del asiento, le dijo que se sentase a su lado.
Volvió a pasar otra ronda de tabaco que el padre aceptó encantado y después de guardar la petaca en el bolsillo, el buen cura dijo que le pesaban los párpados y que iba a echarse una siestecita, que esperaba no roncar para no molestar a las señoras. Se retrepó bien en el asiento y, cogiendo el borde de su sotana la extendió como si fuese un manto, cubriendo casi por entero las piernas de Fermín que estaba expectante a su costado, metiendo después las manos en los bolsillos de la sotana. Las perneras de su pantalón blanco desaparecieron como si las ocultasen las alas negras de un murciélago.
Los niños se callaron, las mujeres comenzaron a cabecear mientras el padre apuraba el cigarrillo. En cuanto al cura comenzó a respirar pausada y rítmicamente como si estuviese en el más profundo de los sueños. Pero su mano izquierda comenzó a reptar sinuosamente, apoyándose al desgaire sobre el muslo derecho de Fermín. Este contuvo la respiración y miró al cura pero este parecía seguir en el más beatífico de los mundos. Tras unos minutos la mano avanzó otro poco y así, en varias etapas, alcanzó la bragueta de Fermín.
Este, dando un bufido, se levantó y salió al pasillo pretestando que el calor de dentro, no lo dejaba dormir. Abrió la ventanilla y sacó la cabeza dejando que el aire le alborotase el pelo y le llenase la boca de sabor a carbonilla. De vez en cuando echaba una ojeada al interior pero todos dormían plácidamente, incluido el cura. A mediatarde se abrió la puerta y desde dentro le ofrecieron la merienda pero respondió que no tenía hambre y hizo caso omiso de las cabezadas que le dirigía el buen cura.
El tren siguió renqueante su camino subiendo cuestas y parando en todas las estaciones con Fermín afianzado en su ventanilla como si fuese un centinela hasta que ya, con la noche cerrada, hizo su entrada en la estación de Valladolid bajo la gran estructura de hierro forjado. Fermín entró en el compartimento donde el cura ya estaba de pié despidiendose de la familia y les dijo un rápido adios a todos.
Mientras avanzaba por el pasilló oyó como lo seguía la voz del cura " Chico, chico si un día me necesitas, estoy a tu disposición el parroquia de Santa Susana ". Fermín aceleró el paso, empujando a la gente que bajaba y ganó el andén con ánimo de esfumarse lo antes posible. Cruzó la avenida pasando junto a la estatua de Colón y se adentró en el frescor nocturno del parque.

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