viernes, abril 03, 2009

El día en el que le toqué el pecho a Ava Gardner



El sol del atardecer dora todo el valle, las viñas parecen de oro y los racimos ocultos en sus cucuruchos de papel blanco adquieren una imagen de cuento de hadas. Los críos arrastran sus piés descalzos por el polvo seco del camino y todavía traen el cuerpo húmedo tras haberse pasado toda la tarde chapoteando en el Vinalopó. Se van empujando unos a otros y sus gritos compiten con la algarabía de los estorninos que buscan acomodo para pasar la noche en los pinos que están a la vera del camino. Los burros enfilan el pueblo con paso cansino soñando con el sueño de los jumentos cansados en el establo donde descansar tras toda una jornada de faena. Allá en lo alto, señoreando el pueblo, está la iglesia de la virgen con su inmensa cúpula pintada de un azul que compite con color del cielo.
Allá por la entrada al pueblo a través de la vereda de Castilla se levanta una nube de polvo como cuando sopla con fuerza el levante, pero hoy no hay viento. La nube se va acercando a la Glorieta y entre ella se ven fulgores de metal debidos a los reflejos del sol poniente. Unos bocinazos desaforados espantan a las bestias y asustan a las viejas que cotorrean en sus sillas de enea sentadas delante de las casas. Todo el mundo mira con atención la causa de aquel desvarío y el chirrido de las ruedas al frenar en seco aumenta el desconcierto.
Dos enormes " haigas " negros y plateados se han detenido y por una de las ventanillas se asoma la cabeza de un ser de aspecto infernal con la cara de caballo llena de pecas y el pelo del color de las carlotas. Masca como si rumiase heno y pregunta a gritos en un tono de voz que parece un trueno si hay algún mesón en el pueblo donde poder descansar y refrescarse las polvorientas gargantas. Uno de los viejos se arma de valor y dice que allí, a un costado de la plaza están " Los Arcos " con buen vino de la tierra y que tiene camas con sábanas de algodón y jabón de olor en las palanganas del aseo.
Se abren las puertas de los coches y saltan a la calle el hombre que preguntó y otros dos tan sanguíneos como él y otro más negro que una noche sin luna. Y dos mujeres de piel muy blanca parapetadas tras unas enormes gafas de sol, cubiertas con pamelas de paja atadas a la barbilla. Las viejas miran al grupo con desagrado. Estas zorras llevan pantalones y fuman como si fuesen hombres y tienen los labios más embadurnados que las pilinguis que vienen por fiestas, se dicen en cuchicheos unas a otras juntando sus cabezas cubiertas por pañuelos hasta formar una rosa negra.
El grupo de forasteros se encamina entre risas y voces hasta la puerta del mesón. El hombretón que parece ser el más decidido de todos da unas palmadas y pide por señas que les saquen unas mesas y unas sillas bajo el emparrado de la entrada. Se sientan y dan voces reclamando vino fresco y algo para comer. Como por arte de magia aparecen unas jarras de vino tinto y un plato con magras de jamón y un queso que chorrea aceite.
Una de las mujeres, la más joven, se saca lentamente las gafas negras, desata la cinta que sujeta la pamela a su barbilla y la deja sobre un banco cercano. Es una mujer de unos cuarenta años, hermosa como nunca se había visto antes por aquí. Sacude su maravillosa melena mientras una sonrisa hechicera inunda su rostro lentamente, apareciendo poco a poco del mismo modo que aparece el sol cuando nace tras los montes del Levante. Las personas que miran a cierta distancia del grupo no pierden detalle hasta que uno de los críos, dicen que es el Panojo, grita que esa mujer era la que hacía de perdida en la película que habían puesto en las fiestas de la Virgen, la de " Mogambo ", una actriz de Jollivú. Sí, dijeron a coro los otros críos, es la Ava Garne, seguro. Mirad como fuma, suelta el humo como en las películas.
De modo imperceptible el corro de críos se va acercando a los peliculeros para no perderse detalle de lo que pasa bajo el emparrado. Los forasteros ríen sin parar y no cesan de pedir más vino. De pronto la actriz se vuelve hacia el grupo de mirones y señala a uno con su brazo derecho. Le dice por señas que se acerque, flexionando su dedo índice con la misma gracia que un pavo real extendiese su cola. Es el Tinín, el pequeño de la Candelas del barrio de la estación.
Tinín, un rapaz de unos siete u ocho años, con más miedo que verguenza, se acerca a la mujer y se queda plantado ante ella con las brazos ante su tripa y la cabeza gacha. Nota una mano que le quita el sombrero de paja y que le revuelve el pelo. Esa misma mano que diríase que es de seda, acaricia su barbilla y le obliga a levantar el rostro hasta estar frente a frente al de la mujer. En un español muy raro, como si masticase erres le dice si hay alguna persona en el pueblo que sepa tocar la guitarra y cantar flamenco.
Flamenco no sé si canta el tio Santiago, dice el rapaz, pero toca la guitarra muy bien porque es de los de la rondalla, que no se preocupe que un verbo lo va a buscar a su casa, a ver si ya volvió de las viñas. Echa a correr cuesta arriba y poco después regresa trayendo de la mano a un hombre mayor, de aspecto confuso, que lleva una vieja guitarra consigo.
El tio Santiago se planta ante el grupo, saluda con una inclinación de cabeza y se sienta en un taburete. Del bolsillo del chaleco saca una caja de cerillas y con toda la parsimonia del mundo se va afilando las uñas una por una en el papel de lija. Escupe de medio lado, pone la guitarra sobre sus rodillas y empieza a cantar por Mairena.
Las mujeres se ponen de pié, comienzan a zapatear sin gracia y se une a ellas el negro que hasta entonces apenas se había movido. Besos, roces, meneos, la noche comienza a extenderse sobre el pueblo y se encienden unas luces mortecinas que dan un aspecto irreal a la fiesta. Tinín se queda a la vera de la mesa, comiéndose con los ojos a las mujeres que no paran de bailar. Oye como su madre lo reclama desde el grupo de mirones y va corriendo a su lado para pedirle por lo que más quiera que lo deje estar en la fiesta, que ya ha recogido a las cabras en el corral y ha terminado la faena.
Sin esperar la respuesta de la mdre vuelve al emparrado. La mujer, entre vueltas y más vueltas, de vez en cuando le manda un beso por los aires y Tinín siente que muere de felicidad. Aparece el posadero con una fuente humeante y la colocaa sobre la mesa con aire triunfal. Reparte rebanadas de pan y cucharas entre los forasteros para que coman el gazpacho de uvas con perdiz y dice que el arroz viene de camino.
La mujer, el hada piensa Tinín, le señala un hueco a su lado y pone una cuchara en sus manos y un vaso de vino al lado.
Al principio acerca su cuchara con miedo, no quiere que piensen que es un muerto de hambre, pero pronto pierde el reparo y hace cuantos viajes puede a las fuentes hasta que se siente lleno y un tanto achispado por el vino rebajado con gaseosa que ha ido tomando. Siente que se le cierran los párpados y deja que su cabeza resbale sobre la mesa. Nunca se ha sentido tan feliz.
Medio en sueños siente como lo sacuden suavemente y al abrir los ojos se da cuenta que la mujer lo ha acurrucado en su regazo. Apoya la cabeza en su pecho y piensa que el cielo del que habla el cura en la misa de doce ha de ser algo así. La mujer coge la mano de Toñín y la deposita sobre su pecho. Siente los latidos suaves de esta y a Toñín le recuerda el aleteo de los pichones del palomar cuando los coge entre sus manos. Se deja llevar por la dicha y se abandona al sueño.
Del resto de la noche ya no tiene más conciencia. Le contaron después que siguió la juerga hasta las primeras horas de la mañana y que los extranjeros volvieron a los coches cuando sonó la campana para la primera misa de la mañana. La Ava Garne se emperró en llevarse con ellos al tío Santiago y si este no los siguió se debió al miedo que le tiene a su mujer, no por falta de ganas.
Los coches arrancaron con el mismo estrépito que a la llegada y desaparecierone envueltos en una nube de polvo, lo único que pudo ver el Tinín cuando abrió los ojos. Eso y un billete morado de cinco duros que le habían dejado bien doblado entre los botones de la camisa. La mancha de carmín en la mejilla, esa se la vió su madre al volver a casa.

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