miércoles, abril 01, 2009

Calle Angosta de Mancebos



Todavía en la actualidad se encuentra en Madrid una calle llamada Angosta de Mancebos, una reliquia de la época mora de la ciudad situada en las proximidades de las murallas árabes que la codicia urbanizadora de un alcalde del cual es mejor ni recordar el nombre derribó una noche con plena conciencia pero poco conocimiento para cambiar los polvorientos ladrillos por cemento anodino. En esa calleja estrecha se alojaban los más apuestos mancebos de Madrid a donde los mayordomos de las mejores casas del reino acudían en busca de servicio para sus señores y en especial para sus señoras aunque, si el mancebo era buen profesional, no le hacía ascos a pelo o a pluma.
Por no se sabe que extraños mecanismos todo joven de ojos de garza y largas pestañas, cuerpo firme y nalgas duras como naranjas procedente de cualquier parte de la ciudad, acababa recalando en dicho callejón y allí no tenía más que esperar a que apareciese un criado de los Alba o los Albuquerque para pasearse moviendo el talle y dejando caer las pestañas, para acabar vistiendo la librea de una casa noble o de aquellas de los advenedizos que habían hecho fortuna con la explotación de esclavos en Cubas o las Filipinas.
Se desconoce de que albañal salió Dieguillo para aparecer por el callejón una mañana de abril, pero en cuanto dió unos pasos por él, las viejas comadres que atisbaban tras las ventanas supieron que ese mancebo con los ojos llenos de legañas y las liendres erizando sus guedejas estaba destinado para las más encumbradas camas del señorío. Tan angosto era el callejón que sus movimientos ondulantes al caminar hacían que sus caderas rozaran las paredes de las casuchas que se amontonaban desordenadamente a uno y otro lado. Por uno de sus extremos el callejón se abría a una plazuela que una fuente con cuatro caños de hierro ocupaba casi por completo. Allí se agachó Dieguillo a saciar su sed y al doblar el cuerpo se puedo ver parte de sus carnes a través de los jirones de las calzas con más agujeros que minutos tiene un día sin pan.
María Cegata se frotó el único ojo que le quedaba para sacudirse las legañas y ver que tenía un pedazo de fortuna al alcance de sus manos. Con lo que se veía de ese mozo y lo que ella rapidamente imaginó, sintió el peso de las monedas de oro en su faltriquera. Le chistó para que se acercara a su lado antes de que cualquier otra lagartona se le adelantase y le hizo señas de que se sentase a su lado. Con muchos dengues y circunloquios inició un interrogatorio para saber de donde venía, pero Dieguillo era escurridizo y poco pudo sacar en claro. Aunque la sonrisa de lobo que asomó a los labios del mozo en cuanto ella esbozó sus planes, selló la idea de que podían hacer un buen negocio los dos juntos.
Lo hizo pasar a su chamizo y lo hizo sentar a la mesa. Puso ante él una hogaza de pan, un plato con vaca fría y un jarro de vino más negro que su conciencia, animándolo a que repusiese fuerzas, mientras ella calentaba un balde con agua en el fogón. En un santiamén desapareció todo rastro de comida y Maria Cegata dijo a Dieguillo que se quitase los harapos para lavarse bien, que a los señores les molestaba el tufo a mugre. Puso un cantero de jabón en sus manos y le dijo que se frotase a conciencia sin olvidarse de la entrepierna.
Mientras hurgaba en un arcón en busca de alguna pieza de ropa presentable con la que cubrir tales portentos, miraba de reojo con el ojo sano, fijándose en que Dieguillo gastaba buen cálamo con el que ser un perefecto escribiente entre el señoríoi. Le lanzó las prendas y le dijo que se las pusiese a ver que tal le sentaban. Parecia otro el rapaz y allá en el fondo, muy en el fondo, hasta Maria Cegata sintió una punzada de deseo.
Mientras acababa de acicalarse el rapaz, la Cegata se asomó al callejón oteando la presencia de algún pájaro en busca de presa. Dejó pasar de largo al mayordomo de Doña Obdulia de Portazgo, una vieja con mucho nombre y poco dinero, que todavía no le había pagado los dos pajes que le mandó para Pascua. Lo mismo hizo con el sacristán de San Críspulo, mucho prometer bulas y misas gratis, pero de dineros, nada.
Maria la Cegata abrió el ojo chosco y casi desorbitó el sano al ver acercarse a Don Pascualín, un tonelete envuelto en sedas negras, con la pierna derecha renqueante, más seca que el alma de Noé y que manejaba la fortuna de los Pancorbo que por no se sabe que extraños caminos pasaron de porqueros en Mérida a banqueros de la Corte. Se volvió a la casucha y llamó por señas a Dieguillo para que saliese y lo mandó acercase a la fuente y que se inclinase a beber, poniendo las grupas bien firmes y altas. Don Pascualín lanzó un silbido de aprobación y se acercó tirando de la pata seca. Cuatro frases bastaron y el cordón de la bolsa se aflojó para dar salida a unas monedas que no vieron ni un segundo la luz del cielo por lo rápido que desaparecieron en la faltriquera de la vieja.
El cojitranco se apoyó en el brazo del mancebo y se encaminaron a la salida del callejón donde esperaba el carruaje de los Pancorbo, amoldando los andares de macho de uno al chapoteo del otro. Sentados en el asiento forrado de seda, Dieguillo se repanchingó soltando un relincho de potro satisfecho mientras una mano como una garra buscaba su entrepierna para comprobar si el cálamo tendría el calibre necesario para satisfacción de sus señores. A fé que hará buena letra, pensó Don Pascualín.

1 comentario:

Justo dijo...

¡Qué entrada más deliciosa!

Muchas gracias por ilustrarnos sobre esta calle. Estoy buscando piso, y mañana voy a ver uno en esta calle,por eso tecleé en internet a ver si me informaba previamente y me he encontrado con esta maravilla. Creo que miraré con buenos ojos la vivienda que me muestren mañana.

Muchas gracias y un cordial saludo