martes, abril 21, 2009

La Tintorería


Así, al pronto, si miras a través del cristal ahumado del escaparate del local que hace esquina en una de las calles principales de mi ciudad, creerás estar viendo un lujoso salón de belleza o una peluquería de altos vuelos. Todo hace pensar que se trata de un establecimiento consagrado a la búsqueda de la belleza humana. Una vez dentro, los tonos pasteles de las paredes, los detalles dorados de la decoración distruibuidos profusamente lo largo del amplio espacio, las enormes lámparas de diseño que espacen una luz tenue, las moquetas con colores vivos y un sinfín de mesitas y silloncitos pseudorrococós esparcidos como al desagaire, pero seguro que colocadas con toda intención, nos hacen pensar en que allí tiene su reino el culto a la hermosura.
Presidiendo este conjunto está una mujer majestuosa de edad indefinible sentada tras una fragil mesita de palisandro rosa. Su rostro terso parece encerrar toda la sabiduria de mil años y sus ojos de un verde intenso como el arbusto de boj controlan los movimientos de las tres o cuatro jóvenes altas y esbeltas, idénticas en todos sus rasgos como si fuesen clónicas, que revolotean de una a otra de las cotinas de gruesa seda tras las que parecen abrirse unos espacios aislados del salón central. Desaparecen tras las cortinas y al cabo de unos instantes vuelven a salir al salón para acercarse a la matrona y cuchichear algo a su oido. Es como un enjambre de abejas trabajando sin parar afanándose en su tarea y en rendir pleitesia a su reina, alternativamente.
Entonces la matrona me explicó en que consitía el misterio. Allí se dedicaban a esculpir las siluetas de las personas, pero no las de su físico, sino las del espíritu. Aquellos que se sintiesen que la vida les agobiaba en demasía, que ya no pudiesen con el peso del pasado, de los sinsabores o los pesares acumulados a lo largo de los años se podía someter a una terapia que fuese borrando todo lo malo, del mismo modo que los arquéologos quitan estratos de barro y detritos para hacer resaltar la estatuilla que estaba oculta entre ellos.
Me ordenaron que me tumbase en el diván, aplicaron un casco a mi cabeza del que salía una maraña de cables que terminaban en el aparato espacial y me pidieron que respirase lo más hondo posible. Poco a poco me invadió un sopor al que no podía hacer frente y me sentí como si me hundiese en un lecho de pátalos secos. Me asaltaron de modo sucesivo sueños de situaciones desgraciadas ya vividas y con cada ensoñación notaba una descargaba que me recorría de un extremo del cuerpo al otro. La muerte de mi madre, el accidente de coche que casi me costó la vida, la traición de un amigo, la persecución de esa jefa sin entrañas que me llenó la cabeza de canas....
A pesar de estar dormido creía estar viendo todo lo que suscedía a mi alrededor y ante cada nueva pesadilla mía se volvían locas las lucecitas del aparato, se producía una especie de estremicimento del mismo y un olor a rosas frescas invadía la habitación. Al mismo tiempo notaba como los rasgos de mi cara se iban suavizando y mi cuerpo recuperaba una elasticidad ya olvidada. No sé cuanto tiempo estuve en ese trance, de repente, me desperté lleno de fuerza y lucidez, con todo el brío de la edad madura. Me levanté de un salto y yo mismo me sorprendí del ímpetu con el que lo había dado. Me desperecé sin pudor con una sensación de felicidad plena y la dama me invitó a que lo acompañase fuera.
Una vez de vuelta al salón me pidió que me sentase de nuevo a su lado y me acabó de explicar el misterio de todo lo sucedido. Ella y las doncellas que la acompañaban se dedicaban a limpiar el espíritu de todo rastro de pesares del mismo modo que se separa el metal de la ganga en las fundiciones o se quitan las manchas de grasa en la tintorería. Cuando detectaba la máquina un recuerdo nefasto, esta se encargaba de hacerlo desaparecer en la nada y el cuerpo y el alma recuperaban el estado anterior a ese mal momento. Así, poco a poco, el cuerpo aunque siguiese siendo caduco recuperaba toda la fuerza y la vitalidad de una espíritu lleno de fuerza.
Todavía con el corazón y la mente confusas, estreché sus manos con las mías, deposité un beso en sus palmas y con el brío de un adolescente busqué la luz de la calle. No me dijeron cuanto podía durar el efecto de este milagro pero no me importaba. Estaba vivo. Sigo vivo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

asi gusta de verte a los que te quieren vivito y coleando