martes, abril 21, 2009

En la Troya


Después de disfrutar de unos días de vacaciones en Extremadura, todavía digiriendo las maravillas de una tierra hasta entonces desconocida para nosotros, recalamos en Trujillo como última etapa previa a la vuelta a casa. Después de buscar acomodo en un hotel a píe de carretera subimos a conocer el pueblo y estuvimos callejeando hasta la caida del sol. Era a principios del otoño y por la noche caían mucho las temperaturas y por aquella época el pueblo ofrecía pocos más alicientes salvo el refugio en los bares del barrio antiguo.
Al pasar por un caserón antiguo nos fijamos en que iba a comenzar un recital de un duo de guitarritas, creo que argentinos y nos metimos dentro pues allí nos podíamos resguardar del aire que azotaba las caras y podíamos pasar un buen rato. Entramos en una sala alargada llena de sillas de enea y al fondo se veía un pequeño escenario donde pronto hicieron su aparición los artistas, se apagaron las luces y empezó el concierto.
A los pocos minutos se abrió con un golpetazo la puerta de entrada y comenzaron a oirse las fuertes pisadas de un chico que, con un enorme transitor al hombro, avanzaba en busca de la primera fila de la sala. Se sentó con el consiguiente estrépito para colocar el armatroste a su lado, se oyó un clic de encendido y la voz estentórea de un locutor que radiaba un partido de futbol tapó los sonidos de las guitarras. Se encendieron las luces, se levantaron los músicos y el chico de la radio dijo a voz en grito que lo sentía, pero que solo quería grabar el recital y se había equivocado de tecla. Se hizo de nuevo el silencio, se apagaron las luces y el concierto siguió su monótono fluir hasta que los aplausos de los más entusiastas me sacaron del dulce amodorramiento.
Salimos a la noche desapacible y pensamos que era hora de buscar un sitio donde reconfortarnos y llenar la tripa. En la plaza mayor vimos un sitio apetecible y subimos las escaleras a la carrera para meternos en el mesón La Troya. Un local espacioso recién remozado por aquellas épocas que intentaba mantener el aire de las posadas de pueblo. Mesas cubiertas por manteles rojos y el personal con esa amabilidad tan grata que habíamos descubierto en los extremeños.
Nos sentamos los tres a comer y sin pedir nada pusieron sobre la mesa una jarra de vino, una botella de gaseosa y una barra de pan de pueblo que sacaron de un arcón. Al momento una fuente con gruesas magras de jamón, una tortilla de patatas y un gran cuenco desbordante de ensalada ocupó el centro de la mesa ante nuestro estupor. El camararo, mientras nos leía el menú de la cena, nos aclaró que eso eran los entrantes con los que obsequiaba la casa. Vinieron después los otros platos de la cena, el postre y los cafés hasta que llegó el momento de pagar.
Me acerqué a donde estaba la dueña del mesón que controlaba todo con ojo de halcón y le pedí la cuenta. Era una mujer muy mayor, muy bajita y con la cara arrugada como una manzanita seca y me preguntó que cuantos eramos los comensales. Respondí que tres. Bien, añadió ella. Si fuese un comensal, serían mil pesetas. Si dos, a novecientas cada uno. Por ser tres, nos tocaba a ochocientas....Rapidamente hice cuenta de que la mesa del fondo del local donde comían más de una docena de personas tal vez cobrarían en lugar de pagar.
Le dí dos billetes de mil y uno de quinientas y ella, ignorando la caja registradora que tenía a sus espaldas y que imagino todavía no había estrenado, sacó una saqueta de tela de entre sus pechos y que llevaba sujeta al cuello con un cordoncillo y metió allí los billetes. Nos despedimos y salimos a la noche que ya no nos pareció tan fría. Un cielo límpido y tachonado de estrellas nos acompañó hasta la vuelta al hotel. Seguro que dormimos como benditos.

1 comentario:

Anónimo dijo...

claro con la tripa llena asi cualquiera duerme como benditos