domingo, noviembre 02, 2008

Tia Carmiña


Mi madre era la más pequeña de trece hermanos y se crió prácticamente sin padre entre los mimos de la abuela y de todos los hermanos mayores que todavía no habían levantado vuelo. La casa había sido muy próspera pero la con prematura muerte del abuelo y la debilidad de la abuela para frenar el despilfarro de mis tíos que se criaban con ínfulas de señoritos, la hacienda estaba muy mermada.
Por eso cuando una de las hijas mayores fué pedida en matrimonio por el primogénito de una de las mejores heredades de la montaña de Lugo, la abuela María pudo soltar un suspiro de alivio aunque los gastos que se avecinaban fuesen muy grandes, pero todo merecía la pena ya que una de las Prieto no podía salir de casa sino era en plan rumboso.
Siempre se decía en nuestra familia que la tía Carmiña, la cual había nacido con el siglo, era una auténtica belleza que había heredado el cutis de seda y los ojos de azul cielo que eran también el mejor atributo de la abuela. Yo la recuerdo cuando ya era mayor, con una tez muy blanca y una mirada triste, pero siempre con la sonrisa en los labios, con una permanente gris muy marcada y vestida siempre de colores oscuros.
Mi madre pasaba temporadas largas en su casa porque, como ya he contado en otra parte del blog, la querían apartar de un noviete que la pretendía, de muy buena famiñia, eso sí, pero hijo de un matrimonio divorciado durante la República. Como iba a consentir la abuela en cuya casa el clero disponía y entraba como Perico por su casa que su hija pequeña emparentase con unos descreidos.
Coincidiendo con uno de esos periodos, el que sería mi padre fue invitado a una comilona en la casa de mis tíos organizada para celebrar la fiesta de Las Candelas, que tiene lugar a primeros de febrero y allí se conocieron los que después serían mis padres.
Tengo recuerdos muy vagos de cuando, apenas un niño, íbamos de visita a la casa de los tíos. Una casona grande a las afueras del pueblo, el bufete del tío entrando a la derecha y una larga escalera que subía a la planta principal de la vivienda. Una gran cocina en la que brillaban los aros bruñidos de las sellas llenas de agua, dispuestas en un vasar a la entrada, unos bancos corridos de hierro forjado a lo largo de la estancia y un enorme fogón al fondo. Y el dormitorio de los tíos, una habitación que recuerdo como una caja cerrada en rojo y negro y de la cual,como detalle principal, un vaso con agua sobre la mesilla en la que estaba hundida la dentadura postiza del tío Ramón. Este, cuando estaba acostado, me mandaba acercar a su cama y cuando estaba cerca hacía castañetear los dientes, lo que provocaba que saliese despavorido en busca de mi madre.
Tuvieron cuatro hijos. Quirino, el mayor, como no era buen estudiante, entró a trabajar en un banco y ascendió rápidamente, llegando a ser director de una sucursal importante. Guapo como un galán de película de los años 50, moreno con bigotito recortado y el pelo engominado peinado en ondas hacia atrás, era muy seductor y tenía mucho éxito con las mujeres. Pero se casó con Balbi, una mujer sosa y sin gracia alguna, una rubia fondona con una sonrisa de vaca boba que era hija de unos colchoneros. No tuvieron hijos y mi primo, que tenía fama de golfanto simpático, siempre estaba de farra y se contaban mil historias picantes de él y de alguna viuda rica y rumbosa.
Tal vez para contrarrestar esto, su hermana Carmucha tuvo una carretada de hijos. Se casó con uno de los hijos de una familia muy poderosa de la montaña que había manejado todos los hilos de la política de la zona. Uno de sus hermanos llegó a ser ministro en la época de la transición y otro, un solterón muy influyente y respetable, aprovechando que mi madre acudió en petición de ayuda al quedarse viuda, le ofreció algo más íntimo que eso, en recuerdo de que mi padre le había salvado la vida en plena guerra como él se encargaba de recordar. Pero mejor olvidarse de esta babosa. Carmela, hermosa como una madonna del Renacimiento, con una gordura graciosa y una sonrisa perenne y contagiosa, era de las sobrinas que más se parecían a mi madre y siempre le demostró un gran afecto.
Raquel, la tercera, fué una mujer que sufrió mucho de amores en su juventud. Apenas una cría se hizo novia de un hermano de su cuñado que padecía una enfermedad incurable, lo que se llamaba el mal de bronce y que la tenía esclavizada todo el día al lado de la cama de su novio. Este, que se veía débil y postrado, se crecía ante ella y le organizaba unas monstruosas escenas de celos si sospechaba que había levantado la mirada del suelo cuando iba de una casa a otra o de allí a la iglesia. Pero tuvo la fortuna de quedarse viuda sin haberse casado y pudo liberarse. Puso una tienda de modas infantiles en la capital y se llevó con ella a su madre y en casa de ambas nos acogieron cuando, al morirse mi padre, las hermanas de este pretendieron dejarnos en la calle. Raquel, al contrario que su hermana, era un mujer expléndida, una rubia alta y bien plantada que tardó mucho tiempo en sacudirse de encima el fantasma de su primer amor. Tuvo muchos pretendientes para, finalmente, caer en brazos de un novio muy grande y desmañando que la preñó. Eso, en la España de los 60, se consideraba como una inmoralidad y se tuvieron que casar un día a las siete de la mañana en la catedral para que su abultado bombo no fuese motivo de escándalo. Unos años después, viviendo ellos en Valladolid, su casa fué el puerto en el que recalamos mi madre y yo cuando me trasladé allí para estudiar y desde el balcón de su casa vi amanecer por vez primera un sol de fuego sobre las vias de tren brillantes por la helada en un otoño castellano. Y en su casa maté muchos domingos el hambre acumulada a lo largo de la semana en el colegio de huérfanos en que estaba viviendo. Gracias, Raquel.
Y nos queda el último, Moncho. Un hombre rechoncho y alegre, vestido
como un señorito, pañuelo de seda al cuello, chorreando colonia y brillantina, derrochador y rumboso, capaz de entrar en un bar e invitar a todos los parroquianos. Su forma de ser le causaba no pocos problemas en los trabajos y muchos quebraderos de cabeza a la tía Carmiña, siempre con el alma en un vilo ante cada nueva locura de su hijo pequeño. Desaperecía de casa y volvía a los dos o tres días, maltrecho y despeinado, pero siempre alegre. Al final parecía haber sentado cabeza, se casó y tuvo una hija pero la calma duró poco tiempo pues volvió a las andadas. Un domingo que estaba comiendo en casa de tía Carmiña, sonó el teléfono y se oyó a Moncho gritar que se había cortado las venas porque quería suicidarse y que estaba ingresado en una clínica mientras, como voz de fondo se oía " una ración de rabas, marchando ", " otra de tortilla " acompañado del ruido del entrechocar de los vasos.
Unos meses después, cuando terminaba mi primer curso de la carrera, ingresaron a tia carmiña en la Cruz Roja. Un cancer de hígado se la llevó en poco tiempo y yo dejé de ir los domingos a matar hambres a su casa.

1 comentario:

redondeado dijo...

"... el mayor, como no era buen estudiante, entró a trabajar en un banco y ascendió rápidamente, llegando a ser director de una sucursal importante.".

Lo normal ¿no?. Como la vida misma, oye ;)