domingo, octubre 05, 2008

Mearse en Nueva York


Nadie que no tome un diurético comprenderá la urgencia que siente uno de mear al cabo de un tiempo de haberse tomado la pastillita de cada día. Esa gotita que llama a la puerta y que pide salida, esa sensación de que la vegija va a estallar y de que se va a derramar todo en cualquier momento o el deseo de dejar que baje pierna abajo para sentirse liberado sin poder centrarse en nada más, apretando fuerte las piernas como hace un niño que no quiere dejar el juego para irse al baño.
La primera mañana en Nueva York me tomé el correspondiente bagaje de pastillas de cada día, otra jodienda más de los años que se van acumulando y nos lanzamos a iniciar el programa turístico planeado. Y como era domingo, nada mejor que acercarse a Chinatown.
Creo que después de este recorrido mi rechazo a comer en los restaurantes chinos ha llegado al tope. Todo a la vista: pescados, gambas, raices y hongos desecadoas, especias de todo tipo alternando con frutas y los pescados todavía vivos coleando sobre las banastas a la altura de nuestros piés.... Las imágenes tan diversas, sobre todo los olores, ese aroma acre e indescriptible que parece incrustarse en la sesera y ese hormigueo de personas en perpétuo movimiento choca con nuestra mentalidad.
Y de pronto, la urgencia. Hay que buscar un lugar donde desahogarse, pero en aquel rebumbio no veíamos un local donde hacer una parada.
Vueltas y vueltas por las calles atestadas de puestos callejereos y de personas hormiguenado entre ello hasta llegar a una avenida más amplia y allí, en una esquina del parque una cafeteria china, con el letrero salvador de Coca-Cola a la entrada. Nos metimos de cabeza. Un local abigarrado con un enorme mostrador lleno de pasteles al menos tan iejos como las dependientas que habia detrás. Por señas conseguimos pedir las consumiciones y me fuí embolado en busca del fondo del local donde siempre suelen estar los servicios.
Que aqui, por cierto, no se denominan así, ni WC, ni toilette ni nada de eso....pero estaban allí. Eso sí, la puerta atrancada con un letrerito en chino pegado en ella. Vuelta al mostrador y por señas le explico a la camarera que me dé la llave y ella, como es lógico, me responde en chino. Y la vegija a punto de saltar por los aires. Vuelvo de nuevo al pasillo del fondo para intentar entrar, pero la puerta metálica pasa de mi. Sin encomendarme a Dios ni al diablo, bajo la cremallera y allí mismo, contra una vieja estanteria me desahogo, sintiendo como el placer aumentaba por mi entrepiaerna al tiempo que bajaba el nivel de mi vegija.
Cuando ya casi estaba terminando aparece una señora y meto todo el material rápidamente, notando como las últimas escurriduras bajan por mis piernas. Me aparto para que, gracias a la poca luz no se dé cuenta del charco y salgo disparado sin dejar que los otros terminen sus cafés, antes de que la china salga dando voces detrás nuestra.
Salimos a un parque lleno de luz. Que alivio.....
A partir de ahí, en días sucesivos, fué mucho más fácil. Si no tenía tiempo para llegar al correspondiente museo donde dejar mi impronta en los caminos había muchos Starbuckcoffe a los que recurrír. Y a fé, que lo hice con mucha frecuencia. Todo sea por la integridad de mi vegija

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