domingo, agosto 24, 2008

En un rincón del jardín


En un rincón del jardín de mis abuelos había un jinjolero que a finales de agosto se llenaba de frutos poco mayores que guindas que cuando alcanzaban el color del cuero viejo estaban en su mejor momento y que, tanto era lo que me gustaban, que nadie más de la casa los comía. Al atardecer me sentaba a los piés del árbolillo sobre una vieja manta de cuadros, apoyando la espalda en una losa que hacía las veces de banco mientras leía una novela de aventuras y de vez en cuando, me ponía de pié para recoger uno puñado de los frutos que veía más maduros, y me tumbaba de nuevo en el solysombra del atardecer dejando que mis piernas cobrasen color de bronce por el sol decreciente, saboreándolos con parsimonia mientras me emocionaba con Tom Sawyer o, las más de las veces, con una novela del oeste en la cual el guapo marshall de seis pies y medio, casi siete de alto, dejaba decansar su revolver hasta ese momento al rojo vivo y abandonaba el pueblo minero entre el agradecimiento de las gentes de bien con la rubia maestrita a la que había rendido locamente, los dos a lomos del del fiel caballo perdiéndose lentamente en un horizonte de cine de technicolor.
De vez en cuando me distría de la lectura la perrita que había recogido la abuela el asado invierno. Apareció un día a la puerta de la cocina, apenas un cachorillo de un color que podía ser blanco pero enteramente sucía de barro, con un ojo de cada color y rabona, las orejas tiesas como antenas y tan pequeña como lista. Se quedó allí tumbada a la entrada, sin hacer nada, solo mirando fija a la cara de la abuela, como si fuese a hipnotizarla, segura de que ya había encontrado un hogar donde quedarse. Cuando me tumbaba a leer se echaba en un lado de la manta pero no paraba quieta un momento y de repente se ponía a dar vueltas y más vueltas en torno al pequeño estanque, metiendo sus patitas en el agua con la vana ilusión de pillar algún pececillo colorado o, de repente se subía como un cohete al viejo olivo, en busca de algún nido de gorriones para comer los huevos y matar a las crías.
Así pasaban mis tardes de verano con la esperanza de que algo alterase la monotonía, con pena creciente a medida que se acercaba el final de las vacaciones con la consiguiente vuelta al colegio, ese caserón de piedra donde se acababa la luz y la alegría nada más traspasar la puerta. Con frecuencia le preguntaba a la abuela si había recibido noticias de fuera, si sabía algo de mamá y siempre me repetía que confiase, que antes o después sabriamos de ella, que estaba muy lejos y que tenía una vida muy dura tras la desaparición de mi padre, que trabajaba mucho, muy lejos y que de momento eso impedía que volviera a nuestro lado. Y que nunca hablase a nadie de ella, que no hiciese caso de ninguno de los comentarios que pudiesen hacer ante mí, que la gente solo buscaba hacernos daño.
Muy de vez en cuando el cartero dejaba una carta con un sobre lleno de sellos de colores en el poyete que estaba delante de la cocina y que la abuela se apresuraba a coger antes de que me acercase yo. La guardaba en la faltriquera y por la noche, cuando me creían dormido, se la leía en susurros al abuelo, sin dejar de mover la cabeza con tristeza. Al terminar de leer, los dos se cogían de las manos y desde mi escondite en el rellano de la escalera, veía como caían mansamente las lágrimas por sus mejillas.
Cuantas veces, cuando la abuela estaba cavando en la huerta que había a un costado de la casa o bajaba a llevar huevos o fruta para vender en el mercado, me metía en su habitación con idea de encontrar esas cartas. Abría cajones, levantaba su ropa y la del abuelo tan ordenada y tan blanca con ese suave aroma a membrillo que todavía está en mi memoria, procurando dejar todo como estaba, rebuscando entre los devocionarios y las novenas de la abuela y los cuatro libros de historia del abuelo, mirando bajo el colchón o trás la cómoda o las mesillas, metiendo la mano por los huecos de la descalzadora, pero siempre fué en vano pues nunca pude dar con ellas. Y siempre, antes de irme, cogía el marco de madera con la foto de mi madre, desde el que me sonreía con triste melancolía una mujer joven vestida con un traje de flores cerrado hasta el cuello con el pelo claro y rizado sujeto con una peineta a un lado, ojos muy claros, las mejillas muy prominentes que contrastaban con unos labios muy finos, ligeramente curvados hacia la derecha, como si hiciese una broma al fotógrafo. Quitaba las grapas que sujetaban el retrato, lo sacaban del cristal e iba rozando suavemente todo el contorno de su rostro y despositaba siempre un beso en sus labios para volver a colocarlo todo como estaba, cuidando de dejar el retrato sobre la cómoda, siempre en el mismo ángulo que lo colocaba la abuela.
Así fueron los años de mi niñez, basculando entre la cárcel que era para mí el colegio de Orihuela donde más de una vez me pegué con los otros chicos cuando hacían comentarios que no comprendía sobre mi madre y un seminarista que desapereció una noche con ella en cirscuntancias que nunca logré aclararme. Pero llegaba la liberación de las vacaciones en la casa de los abuelos,el paréntesis de las navidades y la semana santa, o aquellos magníficos veranos en los que recuperaba toda la vida que se aletargaba a lo largo de los inerminables meses de invierno.
Y con cada estirón de mi cuerpo en el que parecía no saber que hacer con esa maraña de brazos y piernas con los que me tropezaba contínuamente se iba difuminando más el recuerdo de mi madre, a pesar de lo cual muchas veces preguntaba a los abuelos por ella como una mera rutina más al volver a la normalidad, para dejar rápidamente en el olvido su existencia ante la inmensidad de las cosas que me sorprendían en la vida diaria.
Hasta que yo también desaparecí al cabo de los años, terminé los estudios y lo más cerca que quise encontrar trabajo como lector de español fué en Damasco primero y ya, más tarde, en Alejandría al resguardo de cuyo mar encontré la dulce compañía que hizo que definitivamente todo el recuerdo de mi niñez quedase en un rincón de la memoria. De vez en cuando respondía a alguna de las cartas que mes tras mes llegaban, primero de los abuelos, más tarde de la abuela sola y nunca tuve la necesidad de volver.
Hasta que un día encontré entre mi correspondencia una carta de España de alguién no conocido. Abrí el sobre con precipitación y dentro, en poco más de media docena de líneas, el párroco del pueblo me informaba de que la abuela se había muerto y que no había dejado que me avisasen hasta terminar todo para no obligarme a volver. De pronto se abrió la puerta trás la que se ocultaban todos los recuerdos que había intentado adormecer y decidí volver para enterrar definitivamente los fantasmas del pasado.
Conseguí unos días libres en la universidad y en compañía de Fatma hice el camino de vuelta. LLegamos a la casa de los abuelos un atardecer de noviembre, toda la tristeza del mundo ante mí al ver los postigos cerrados, el estanque medio derruido y sin peces y el tronco del jinjolero pelado como mudo testigo del pasado. Recorrí en compañía de Fatma toda la casa, abriendo las ventanas de cada habitación, hasta llegar a la alcoba de los abuelos. Estaba tan ordenada como siempre, apenas una leve capa de polvo cubriendo los muebles. Sobre la cómoda me miraba la dulce mujer rubia con la comisura de los labios curvada hacia la derecha y, su lado, un par de jinjoles ya secos sobre una tarjeta en la que con la menuda caligrafía de la abuela se leía que cuidase todos los recuerdos y que si quería recuperarlos no dejase de acercarme a la losa que descansaba al pié del jinjolero.
Era ya casi de noche, pero bajé los escalones de dos en dos hasta llegar al porche, corrí por el campo hasta donde estaba mi viejo amigo, intenté remover la losa pero estaba firme. Volví a la casa y recogí una vieja azada del abuelo. Regresé al pié del árbol y conseguí remover la losa. Allí, en una especie de hornacina formada por piedras, estaba esperándome una vieja caja de hojalata. " Auténtico dulce de mebrillo Sanra Rita de Casia. Puentegenil " ponía en la tapa oxidada. Recordé que una caja como esa la usaba la abuela para guardar los carretes de hilo y los dedales, junto con las gafas de conche que usaba para leer los devocionarios.
La tomé con todo el mimo del mundo y volví hacia el porche desde el que Fatma había observado todos mis movimientos con sorpresa. La enlacé por la cintura y entramos los dos en la vieja sala. Nos sentamos en el sofá donde había dormido todas las siestas de la infancia en el regazo de la abuela y abrí la caja como si se tratase de un relicario, porque realmente era un verdadero relicario para mí. Allí dentro, bien envueltas en un plástico para que no se estropeasen, estaban ordenadas todas las cartas que había ido enviando mi madre.
" Queridísimo hijo, a pesar de la distancia no dejo de pensar en tí....." empezaba la primera....

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