sábado, agosto 16, 2008

El muerto al hoyo....


Don Ataulfo sacudió las piernas como si fuese un conejo mientras daba un gritito que Marijuani interpretó como que por fín ya se había desahogado el señorito, hasta que se dió cuenta de que la picha se aflojaba rápidamente dentro de ella y de que el cuerpo del señor pesaba como si estuviese muerto. Y eso pasaba. Don Ataulfo tal vez por el esfuerzo realizado esa noche, tal vez porque el corazón estaba gastado de más o por el capón que se zampó a la cena, pasó al otro mundo con la tripa llena y el alma feliz y relajada.
Marijuani se zafó del muerto como pudo porque pesaba lo suyo, se puso la bata como Dios le dió a entender y salió dando voces para despertar al resto del servicio, que al señorito le había dado un perrenque y necesitaba ayuda. Apareció Froilán, todavía abrochándose los pantalones de pana y tas él las otras dos criaditas que se alternaban en los favores del amo. " Maldita sea mi suerte, decia la Marijuani, también podía haber sido en uno de los días que os toca a vosotros calentarle la cama al señor. Vamos Froilán vete a buscar rapidito al cura y al médico para que vean de darle los auxilios ".
Froilán se arrebujó en el tabardo y salió al abrigo de la tapia de la casona en busca del señor cura, por que lo que es el médico parecía no tener tanta urgencia. Arreciaba el aire y la cortina de agua apenas le dejaba ver el camino, pero la rectoría estaba cerca, al final de la cuesta de la iglesia y se sabía incluso a ciegas como llegar. En el portón de la rectoría dió unos aldabonazos secos y rotundos pero nadie parecía responder a su llamada. Las voces se las llevaba el viento y Froilán pensaba para sus adentros que ese cabrón podía haberla espichado mejor en el verano. Repitió golpes y voces hasta que de pronto se abrió el balcón del cura por donde se asomó el ama envuelta en el chal y con el camisón hinchado como un globo a causa del viento. Pena de no ser de día, para poderle ver esos muslazos de manteca de los que solo goza el Don Aniceto.
" Que pasa, desgraciado, a que se debe esta escandalera. ¿ No ves que el señor cura está descansando ? ". " Pues que me perdone porque el señorito Ataulfo parece ser que necesita los santos oleos. Pero que no corra el señor cura, que urgencia parece ser que ya no tiene y que de camino ya aviso en casa del sacristán para que avíe todo lo preciso ". Dió la vuelta a la plaza y, trás despertar al chupavelas y ponerlo en antecedentes del caso, siguió al trote hasta la casa del médico. Ahí ya mucho más costoso el despertarlo porque vivía solo y la noche anterior en la tasca Froilán vió como don Cosme no paraba de darle viajes a la botella de Terry que tenía a su lado. Pero al final, después de alertar a todos, se volvió al trotecillo hasta la casona con ganas de cambiarse de ropa y aliviar ese frío de muerte que se le había calado hasta el tuétanos de los huesos.
Al llegar a la casona esta brillaba como un ascua con todas las luces encendidas y al entrar en ella las voces de las mujeres salían como saetas de todos los rincones. Entro en la alcoba del señorito con mucho repeto, la boina entre las manos y allí estaba don Ataulfo tendido sobre la colcha de seda granate muy galano y repeinado, vestido con el traje de respeto, las manos juntas con un rosario y un pañuelo blanco para que no se le desencajaran las quijadas, chorreando Varon Dandy y brillantina.
Apareció don Cosme, todavía medio dormido, con el maletín en la mano. Le echó las gomas al difunto, le tentó los pulsos y se volvió muy compungido hacia la concurrencia para decir que alli, por desgracia, la Ciencia no tenía nada que hacer, cediendo el puesto a la cabecera de la cama de Don Ataulfo al párroco quién en un santiamén ungió con los óleos señorito mientras mascullaba los latinajos.
De pronto alguien se acordó que había que avisar a la hermana del señorito. Doña Obdulia vivía en la capital con sus tres tiernos retoños y seguro que recibiría un gran disgusto con la noticia y un algo de alivio porque su difunto marido la había dejado en la mayor de las necesidades. Froilán buscó a un propio que preparase la tartana con las mulas para hacer los cometidos, porque él ya no quería pasar más frío y, además, alguien con sentido tenía que quedar en la casona para organizar todo el fregado. Así que uno de los cachicanes emprendió camino en medio de la noche para avisar a la señora, al tiempo que llevaba una carta para el diario con los datos de la esquela y otra para el Obispo en la que don Aniceto reclamaba de Su Eminencia el mayor número de curas, canónigos, prebendados y capellanes posible para la misa de funeral, porque seguro que el muerto había dejado una buena manda para ello.
" Don Aniceto Salvatierra de la Ricahembra y Mejorada de Los Llanos, Gentilhombre de Camara de SSMM. ha entregado su alma al señor en la villa de Castrolavirgen a los 69 años de edad, confortado con los S.S. Su apenada hermana Dña. Obdulia ( vda. de Cantarrana ), sus hijas Florita, Visitación y Adela, primos, sobrinos y demás familia agradecerán la asistencia al entierro hoy mediante, a las cinco de la tarde en la iglesia paroquial. Saldrán dos omnibus de la puerta del Gobierno Civil para quienes deseen acudir a tan piadosos actos ".
Como era de preveer el entierro congregó a toda la comarca con una clerecía al frente como jamás se había visto por los contornos. Los gorigoris de los curas, los hipos de la hermana y de las sobrinas, los llantos de las plañideras, todo ello conformaba un batiburrilo en el que no se podía apenas oir nada. Y los duros de plata llovían más que caían en los cepillos, obligando a nuevos responsos de los curas. Uno de los monagos creyó notar que el ataud se meneaba un poco e, incluso, sentir unos golpes en la tapa pero se dijo que eso era a causa de las horas que llevaban de funeral sin llevarse nada a la boca.
Metieron al muerto en la cripta de la parroquia, que para eso su familia había sido siempre la más importante del contorno y contaban con sitial al lado del altar mayor. Ak final todos se fueron de vuelta a la casona donde Doña Obdulia ya dueña de todas las llaves y despensas había mandado aparejar un buen convite para que los curas recuperasen fuerzas y aliviasen las gargantas rotas de tanto canto y tanto responso. Capones asados, corderos a la cazuela, gallinas en pepitoria y fuentes de jamón y de chorizos grandes como niños de teta llenaban las mesas montadas en el portalón de la casa. Y jarras de vino fresco sin parar subiendo de las bodegas. Y fuentes de natillas grandes como ruedas de carro esperaban a los postres. Pronto el humo de las farias de La Coruña formaba un dosel sobre las cabezas de los comensales mientras doña Obdulia, feliz como una oca oronda, animaba a sus nenas a aliviar las hambres pasadas y aliviaba la suya propia, mayor si cabe porque muchas veces había dejado su boca vacía para mal llenar la de las tres corderillas. De vez en cuando se llevaba la mano a la pechera donde guardaba el documento que le había adelantado el notario antes de la lectura formal del testamento y en la que se le declaraba heredera universal de su hermano.
Cuando mayor era el griterío de la fiesta, cuando más voces daban todos, se abrió el portón de la casona y entró despavorido el pobre sacristán. Lívido, temblándole las piernas como varas verdes, dando diente con diente, con los pelos en punta y sin que se le pudiese entender nada de lo que balbucía. Lo sentaron en un banco y le metieron un cuartillo de vino por el gaznate y un vaso de aguardiente para ver si entraba en razón y se le quitaba el pánico. Resulta que esa noche, aprovechando que el párroco estaba en el banquete, se le ocurrió volver a la parroquia con la sana intención de darle un tiento al cepillo, que estaba a reventar de tantos duros de plata y billetes como habían caido dentro, porque seguro que don Aniceto no había podido contarlo todo. Cuando estaba más animado, de pronto oyó un estrépito que venía de la cripta y una especie de alaridos de ultratumba. Agarró un candelabro con una mano para defenderse y en la otra un velón para ver algo entre las sombras, hasta llegar al sitio del enterramineto. Creyó oir la voz del muerto y casi se muere él del susto. Al final levantó las losas del suelo, con el cemento todavía fresco, y se encontró con el ataud del que salían golpes y voces. Apalancó los cierre, levantó la tapa y se encontró allí al muerto que no era tal. Ayudó a levantarse a don Ataulfo que estaba anquilosado de la postura y ronco de los gritos, los nudillos despellejados al querer abrirse camino para salir. La muerte no había sido tal y cuando se despertó allí cerrado, el pánico hizo presa en él.
Se sentó en un banco para reponer fuerzas y mandó al pobre sacristán con la buena nueva de su resurección. Todos fueron en procesión desde la casona a la parroquia para recogerlo y una vez allí, casi lo aplastan entre palmadas y abrazos de felicitación. De vuelta a su casa, lo esperaba su hermana al frente de su camada para llenarlo de besos y así continuaron la fiesta hasta altas horas d ela noche.
Don Ataulfo despidió a todos los curas con la promesa de que lo que pensaban cobrar en misas de requiem lo cobrarían doblado en misas de acción de gracias y todos se fueron tan felices en busca de sus camas. Bueno, todos no. Doña Obdulia veía como sus esperanzas de grandeza de habían esfumado como el humo en cuestión de instantes y que sus corderillas volverían a pasar hambre y darle vuelta a vestidos y sombreros para conferirles un dignidad que no tenían.
Así que doña Obdulia se metió en la alcoba precedida de Florita, Visitación y Adela, echó el cerrojo a la puerta y las juntó en el centro del dormitorio y se acercó sigilosamente hasta la puerta de nuevo, por si había alguien espiado detrás. Volvio donde la esperaban llenas de curiosidad sus hijas y les dijo su plan. Ese mismo día había que rematar al resucitado si no querían quedarse viéndolas venir hasta que de nuevo Nuestro Señor tuviese a bien llevárselo definitivamente. Las hizo descalzar a las tres, se quito ella misma las zapatillas y pidiéndoles silencio salieron al pasillo en busca de la alcoba donde roncaba su hermano. Abrieron la puerta y las hizo entrar tras ella, cerró la puerta y se dirigió de puntillas hacia la cama para cercionarse de que el bulto era solo el cuerpo de su hermano sin ninguna compañía femenina. Se subió a la cama, les dijo a las tres niñas que se encargasen de sujetar al tío a una orden suya, agarró un cojín de miraguano, le cubrió la cara con él, se sentó encima mientras Florita, Viistación y Adela lo atenazaban de manos y piés para que no pudiese defenderse. Y así siguieron hasta que dejó de rebullir. Todavía esperó unos minutos doña Obdulia con su culo asentado sobre el hermano hasta estar segura de que esta vez sí había muerto de verdad.
Levantó el cojín y comprobó que el trabajo había sido perfecto, repartió cachetitos entre las nenas para quitarles los nervios y volvieron en procesión hacia sus alcobas. Las metió en las camas una a una repartiendo besos y advertencias de que todo quedaba en sus manos y de que no tendrían que pasar más privaciones.
Doña Obdulia volvió a su alcoba, se metió en la cama y se sintió feliz al notar el manojo de llaves de la casa que había dejado abandonado entre los cobertores. Apagó la luz, rezó una oración por el alma, ahora sí, de su hermano y espero tranquilamente a oir las nuevas voces de alarma.

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