viernes, julio 04, 2008

La castidad en España


" ¿ Sabes de que me he enterado, que Fede ha puesto su foto en una página de contactos ? ", me dice entre escandalizado y sorprendido um amigo común. " Me parece muy bien que sea maricón, pero lo haga en privado, no comprendo como puede poner su cara en un medio público, allá él como se lo monte en su casa, pero que no se entere nadie. Un cura puede hacer con su polla lo que quiera, pero a escondidas ".
Y una vez más me descoloca la lógica de estos catoliquillos que van de liberales por la vida. No importa que el cura haga algo en contra de los principios de su empresa, con tal de que no escandalice a nadie. Lo que me decían en el Opus: " los trapos sucios, se lavan en casa ".
Con frecuencia he pensado con pena en la lucha y el sufrimiento que ha de ser para Fede sentir que le gusta una cosa en la vida, volverse loco mirando un culo apretado, mientras adopta postura diametralmente opuesta en su labor sacerdotal. Como puede condenar desde el púlpito el matrimonio entre personas del mismo sexo, cuando ha dejado en su cama dormitando a su amante. Y día trás día me pregunto como puede sentirse en el momento de la consagración, si siempre se arrepentiente de lo que hace en la cama, sabiendo que a la noche siguiente repetirá la misma escena. Esta moral de doble rasero, con la certeza de que si en el último momento se arrepiente de todo, no tendrá problemas en el más allá. Imagino que sean los resabios de la vieja formación cristiana con la que nos machacaron en los días grises de nuestra adolescencia, cuando todos los mandamientos se resumían en el mismo, el sexto, el maldito sexto mandamiento. Tocamientos, descargas humedas seguidas de un arrepentimiento doloroso hasta los huesos y un pavor atroz a morir empecatado para que nuestra alma se consumiese por los siglos de los siglos entre las llamas del infierno. Toda la eternidad.
Y como siempre, buceo en los recuerdos de la adolescencia. Don Gonzalo era un sacerdote rubio y hermoso como un querubín, con el que me gustaba confesarme porque su confesonario no olía a viejo como el de los escolapios. Alternaba la capellanía de las monjas clarisas con la ayuda al viejo párroco de Santo Domingo, esa mala bestia que un día en misa mayor se despachó contra los hombres que no iban a la iglesia diciendo que si la parroquía fuese una casa de putas, todos los machos subirían la cuesta del Castillo de rodillas.
Un domingo a la mañana me fuí a confesar durante la misa porque iba con mis padres y no tenía más remedio que comulgar. Ya sabes, ave maria purisima, desde cuando no te confiesas, etc. Y cuando llegó el momento de dar cuenta de todos los tocamientos, malos pensamientos y demás, me sentí bloqueado, no quería que don Gonzalo se pensase que era un depravado. Así que abrevié con cuatro banlidades, me puso la penitencia y me dió la absolución. Y llegó el momento de comulgar. Fuí con mis padres, con las piernas temblándo como juncos y con el temor de que, en el momento de sentir la hostia en la boca, un rayo del cielo me fulminase allí mismo. Pero no pasó nada. Nada de nada. Muy recogido, volví a mi banco, hice la ación de gracias y se acabó la misa. Pasé días aterrorizado hasta que me fuí habituando a la idea de que el rayo no iba a descargar de momento sobre mi cabeza.
Tras esta confesión falsa, vinieron muchas más de similares características pues nunca hasta ahora confesé publicamente mi pecado, pero este medio no creo que me sirve para lograr la absolución. Claro que, a lo largo de los años y viendo todo lo que nos rodea en el mundo, aquella mentira por omisión apenas si me merece un leve cosquilleo en el recuerdo.

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