miércoles, mayo 14, 2008

Lisboa, poco más de 24 horas


Alfonso tuvo la suerte de conocer Lisboa en el verano siguiente a la " Revolución de los claveles ", ó 25 de abril de 1974 una explosión de libertad y alegría tras la caida de la dictadura, mucho más patente y envidiada para aquellos que sobrevivíamos en la tristura de la España de Franco. Ese año fué un enorme trasiego de españoles ansiosos de respirar libremente en espera de que el general "Patas cortas " se fuese a pastar a las verdes praderas de Manitu, momento que no por ser tan deseado se lograse hacer realidad. Para mi desgracia me ví obligado a quedar en Galicia en casa de mi madre preparando todas las asignaturas del último año de la carrera con la esperanza de aprobar todo el curso en la convocatoria de septiembre. Ese año fué muy turbulento en la Universidad de Valladolid como, en general, en todas las demás universidades españolas y en una de las manifestaciones le estamparon un par de huevos en la cara al Rector, " El persianas ", así llamado por que tenía los párpados siempre a media asta. Esto provocó el cierre fulminante de todas las facultades en el mes de febrero y el cese total de las actividades académicas, lo que obligó a que se improvisasen clases paralelas y nos organizásemos todos los estudiantes con el fin de intentar salvar el curso. Por tal motivo se cancelaron todos los exámenes de la convocatoria de junio y me ví con todas las asignaturas pendientes de aprobar en septiembre, meta difícil en principio pero que era preciso alcanzar para poder acabar la jodida carrera.
Así que yo me quedé encerrado en casa de mi madre mientras Alfonso, su rendida pero aún secreta enamorada Tita y dos compañeros de la fábrica se fueron a empapar en la nueva Meca de la libertad: Lisboa. Allá se fueron en un viejo Renault los cuatro apretujados entre la tienda de campaña y los sacos de dormir.
Fué tanto y tanto lo que contaron a su vuelta, las manifestaciones a las que pudieron ir sin miedo a la policía, los libros prohibidos que vieron que se podían leer, la música aquí censurada que se podía escuchar que al año siguiente, en mis primeras vacaciones como currante, nos fuimos Alfonso y yo de cabeza a Portugal en nuestro flamante 127, con una tienda de campaña prestada y toda la parafernalia para unas buenas vacaciones portuguesas.
Entramos en Portugal por el norte, por Valença do Miño y fuimos serpenteando la costa en dirección a Lisboa. Multiples recuerdos: Braga y o Bom Jesú, una ciudad del norte con canales como Venecia donde comí el dulce de las monjas más rico que nunca jamás podré comer igual, el sueño de una Coimbra libre y alegre, con un café instalado en una iglesia donde los estudiantes leían manifiestos, el Douro sesteando en las afueras de Porto, las sardinas asadas en la playa de Nazaré.....El bacalao, los dulces, la amabilidad de la gente, el sentirse acogido en todas partes.
Y llegamos una tarde a Batalha tan pimpantes dentro de nuetro Seat 127. Ahí empezaron nuestras calamidades. Todas en poco más de 24 horas.
Que el monasterio es grandioso y de una belleza apabullante, no necesito decirlo yo. Conmemora el zapatazo que dieron los portugueses a las tropas castellanas en la batalla de Aljubarrota allá por el siglo XIV. Recuerdo sobre todo lo que me impresionaron unas capillas goticas octogonales, as capelas imperfeitas, inacabadas y sin techado. Cuando terminanmos la visita volvimos al coche con idea de seguir camino hacia Lisboa nos dimos cuenta de que no teníamos las llaves del 127. Este, tranquilito nos esperaba aparcado en la explanada delante del monasterio, bien cerrado sin una sola rendija por donde intentar abrirlo. Dentro se amontonaba todo nuestro equipaje. Un sábado a media tarde y en una ciudad pequeña no había posibilidad de encontrar talleres abiertos, ni cerrajeros, ni una filial de la Seat que nos resolviese el problema. Nada. Dimos vueltas y más vueltas a lo largo de todo el monasterio, mirando rincones, preguntando a todo el mundo, pero las llaves no aparecían. Como es lógico, el otro juego descansaba feliz en la guantera del coche. Y otra vuelta más, mirando sólo cada recoveco del suelo. Al cabo de dos o tres horas de búsqueda desesperada una señora nos vió tan agobiados que nos dijo que porque no preguntábamos en el cercano cuartel " dos bombeiros voluntarios " . Pues sí, un alma benefactora que había visto el llavero caido en el suelo, lo había dejado allí por si aparecía su dueño. No besamos en el bigotón al bombeiro por aquello de que no nos diese un palo pero volamos felices al coche. Y, ya dentro, rumbo al camping de Lisboa que estaba estaba situado en un parque en las afueras de la ciudad. Era enorme, muy limpio, con las tiendas rodeadas de arbolado, un sueño en comparación con los sitios donde nos había tocado dormir hasta entonces. Y lleno de españoles que, como nosotros, veníamos al reclamo de " Grándola, vila morena ".
Por la mañana nos empapamos de la ciudad, del encanto de sus calles, pateando rincones, maravillados por el mestizaje de la gente, la mezcla de todos los tonos del canela al negro de las personas, el aroma a café tostado, las paredes llenas de pintadas y de carteles llenos de consignas de libertad. Y perderse por el barrio de Alfama, con todo el encanto que para unos pardillos como nosotros tenía un barrio canalla. Después de comer nos bajamos hasta o Terreiro do Paço, hacia el Tajo, porque yo había oido que se hacían excursiones en barco hasta la desembocadura del río. Nos acercamos a un señor que estaba sentado en un banco para pedirle la información y rapidamente se deshizo en amabilidad para explicarnos todo. Amabilidad solo superada por la de otra persona que, casualmente estaba por allí y que acudió en nuestro socorro y entre los dos nos dieron las indicaciones para buscar lo que queríamos.
Nos despedimos llenos de agradecimiento y montamos en uno de esos viejos tranvías que iban hacia la torre de Belem. Una vez sentados en los bancos de madera, me dí cuenta de que estaba abierta una de las cremalleras de la bandolera, uno de esos bolsos con mil cremalleras. Lleno de alarma, miré dentro y ví que había volado la agenda de piel verde donde teníamos guardado todo nuestro capital y que, para evitar problemas, no habíamos guardado en la cartera. Pero nuestros amables samaritanos fueron más listos que nosotros y se llevaron la agenda con dinero dejando la cartera vacía en otro de los multiples compartimentos del bolso. Mierda, tenía diez cremalleras y acertaron con la unica adecuada. Nos quedamos solo con un poco dinero de bolsillo y las treinta mil pelas que teníamos en la agenda volaron en aras de nuestra idiotez. Y con ellas la posiblidad de seguir viaje hacia el Sur.
Pasamos una tarde triste visitando la Torre de Belem y los Jerónimos, más apenados que monas apaleadas y ya por la noche con idea de levantarnos un poco el ánimo buscamos un restaurante no muy caro por el barrio de Alfama.
Todavía recuerdo el lugar, una placita en cuesta con dos niveles y llena de arbolillos. Elegimos el restaurante situado en el nivel superior, creo recordar que apenas había más mesas ocupadas. Se acercó un camarero muy sonriente y me dió la carta.....en alemán. Imagino que me confundió con un teutón por mi aspecto blanquecino y mi pelo rubio como la cerveza.....¡¡¡ ay, como acaba uno por estropearse con los años¡¡. Le dije que éramos españoles e inmediatamente me cambió la carta por otra en portugués....donde todo valía casi la mitad. ¿ Y que podía ser más apetecible que un buen plato de bacalhau bien acompañado de patatas, garbanzos y todo lo demás ?. Y viño verde. Poco a poco empezamos a reirnos recordando todos los percances que habíamos padecido cuando de pronto sentí un dolor agudísimo, como si un estilete me atravesase de la boca a la sesera. Y comencéa sangar por la boca como cuando se deguella a un cochino. No sé si era espina o arpón lo se me había clavado en el paladar pero no veía modo de quitarlo y el camarero quería llevarme a un hospital. Y como dolía.
A la mañana siguiente, empujados por la falta de dinero y temiendo que la cadena de calamidades pudiese seguir, metimos todo de cualquier modo en el coche y emprendimos vuelta a casa, contando las pocas pesetas que nos quedaban para poder comprar gasolina y algún bocata con el que sobrevivir. Todavía paramos en Tomar para disfrutar de ese monasterio y, después de atravesar unas serpenteantes carreteras desembocamos en España por Salamanca. LLegamos a Valladolid sin un duro y con el depósito de gasolna casi a cero y allí, una vez más, la buena de la Pilarina nos socorrió para volver a la seguridad del hogar. Hogar, dulce hogar.

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