viernes, agosto 31, 2007

Fontán






Todos los veranos de mi infancia desde que tengo memoria los pasé en Fontán, un pueblo de pescadores del concello de Sada de donde era originaria la familia del abuelo Nicolas. Está situado en un promontorio entre la hondonada que forma la playa por una parte y la gran explanada del puerto por otra. En aquella época el pueblo lo constituía una serie de calles, la mayoría en cuesta y todas sin asfaltar, llenas de polvo y guijarros y por donde bajaban las torrenteras de agua y barro los frecuentes días de lluvia. Las casas de los pescadores tenían un balcón de madera al frente pintado en colores vivos donde, a finales de verano, se colgaban las merluzas a secar para tener comida en el invierno cuando la pesca era más escasa. Las puertas estaban siempre abiertas de par en par dejando ver los pisos de tablones de madera de pino sin desbastar limpios como patenas, porque las mujeres los fregaban enérgicamente con lejía y cepillos de raices una o dos veces al día. Las cocinas tenían un hogar en un rincón del que colgaba el puchero, con un poyete al lado del fregadero donde posar las "sellas" en las que se traía el agua fresca de la fuente. Alternando con estas, estaban las casas de de los indianos, mucho más elegantes, pintadas en tonos pastel, con molduras de escayola y con todas las comodidades, suelos de baldosas de colores, cocina económica con agua caliente, cuerto de baño con bañera que a veces se llegaba a usar y hasta cañerías para el agua corriente.
Desde el puerto se subía al pueblo por unas escaleras muy grandes de cemento que olían a petróleo, a salitre y a pescado en salazón. Al final estaba el bar de Isolina que era el lugar de reunión de los pescadores mezcla de tasca, de estanco y de casino de andar por casa donde los hombres bebían, fumaban y se pelaaban mientras jugaban al mus o a la brisca. A finales de verano, cuando comenzaba la costera del bonito,el bar lo ocupaban casi por completo unos hombres muy grandes, ruidosos, vestidos con camisas a cuadros y la ropa de aguas que jugaban a las cartas gritando en un idioma que era incompresible para nosotros y que arrinconaban a los hombres del lugar. Eran los arrantxales que venía a recoger la anchoa de las rías y usarla como cebo vivo para pescar el bonito. Detrás del mostrador, en medio de la bruma del humo del tabaco Isolina siempre arropada por un enorme delantal blanco muy almidonado mantenía a todos a raya repartiendo vinos y aguardiente, sin permitir la menor reyerta.
Subiendo la cuesta del pueblo siempre había alguna mujer que volvía a casa meneando el culo acompasadamente, con una sella con agua fesca o un balde con la colada lavada en la fuente sobre la cabeza, manteniendo un equilibrio perfecto de la carga sobre esta sin sujetarla con las manos, con la simple ayuda de un rodete de paño donde se asentaba el peso.
Siempre admiré a esas mujeres. Toda la carga de la casa recaía sobre ellas y nunca supe a que hora descansaban. Por la mañana limpiaban la casa, después iban a la fuente con el balde de ropa sucia para lavar o con la sella vacía. Tenían que hacer varios viajes para acarrear el agua del día. Preparaban la comida al mediodía y después de comer, se las veía ir hacia las leiras con un sachete en la mano y un cesto a la cintura para cuidar la huerta y volver con verdura para la cena. Muchas veces pasar por delante de una casa se oía una voz desde las profundidades de la cocina que gritaba " neniño, toma un trozo de bica de anís ". " No, no señora, no tengo hambre ". " Claro, como eres señorito no quieres nada de la casa de los pobres ". Y había que coger el dulce y dar las gracias, aunque fuese el tercer pedazo que habías comido esa mañana. Después de cenar, de pronto, se oía la voz de una mujer que subía del puerto reclamándolas para acarrear el pescado que estaba entrando en el puerto. Y ya toda la noche era el trajín de decargar el pescado en baldes de cinz, llenar las cajas de pesca, cubrirlas con paletadas de hielo picado y acercarla a la lonja para la venta para, una vez subastadas, cargarlos en los camiones que estaban esperando. De vez en cuando una parada en el bar, un plato de caldeirada de pescado recién cogido y un trago de orujo para mantener las energías. Malo era que pudiesen dormir porque eso indicaba que no entraba pescado en el puerto, lo que conllevaba la falta de jornal añadido a que su hombre no recibía la " parte " que le correspondía en la pesca. Y así podían pasar semanas, con lo que se gastaban los cuatro cuartos ahorrados o se tenía que comprar al fiado hasta que cambiasen las tornas en la mar.
A lo largo de la noche se subastaba en la lonja todo el pescado que iba entrando. Una locura de voces, gestos y colores, con el brilo del pescado reluciente en las cajas que se ponían de muestra. Se partía de mil y se iba retrocediendo muy rápido hasta llegar al precio que interesaba a algún comprador. Un gesto, el vuelo de una mano y se le adjudicaba el lote. El control de todo lo llevaba Sofía Vidal, una mujer gruesa, con el pelo tirante recogido en un moño en la nuca, vestida totalmente de negro y arrebujada en una toquilla, con la cara cruzada por la cicatriz de una cuchillada que según contaba la gente, le habían dado en una reyerta cuando era joven, allá por la parte de Arousa. Como un " capo " siciliano, todo el negocio pasaba por sus manos y la de sus hijos. Sin hablar nunca, solo con gestos, con una botella de aguardiente siempre a su lado, compraba y vendía a su antojo. Y de madrugada se preparaba en cualquier tasca una caldeirada de raya recién pescada o el " champlón ", un guiso con xarda y sidra que sabía a gloria bendita. Alguna de las mujeres compraba una caja pequeña de pescado y lo iba a vender al mercado de Sada, en la plaza al pié de la iglesia para que los veraneantes comprasen pescado fresco. Recuerdo una mañana cuando el madrileño de rigor preguntó por el precio de las sardinas y dijo que no las quería por pequeñas. La pescantina, con la cara roja de rabia, estrelló con fuerza la caja de sardinas contra el suelo mientras gritaba " me cajo no teu corazon " y empezo a perseguir por toda la plaza al veraneante, tirándole sardinas a la cabeza.
Los pescadores iban bajando a media tarde por la cuesta hacia el puerto con las ropas de agua y un cesto de junco trenzado en la mano donde llevaban el vino y la comida para la cena. Se iban juntando por grupos y montándose en las barcas de remos que los acercarían a los pesqueros. No se cobraba jornal, sino que se iba a "la parte" y cada uno cobraba en función de lo que se hubiese pescado en su barco. La mitad era para el armador y de la mitad restante se hacían partes proporcionales a la categoria que se ocupase en el barco. Cuando las cosas iban mal dadas podían pasar semanas sin meter un duro en casa y todas las mañanas, lo mismo que en otros sitios se habla del tiempo que hace, les preguntábamos a las mujeres si habían pescado algo o no. Por eso el día que copaban una buena carga de parrocha o de xurelo, los barcos entraban en puerto haciendo sonar las sirenas con estrépito.
De todo, lo que más me gustaba era ayudar en el " boliche " las mañanas que se hacía desde la playa. Se metía la barca del señor Agustín hasta la mitad de la ría, se soltaban las redes de arrastre y todos desde la orilla de la playa íbamos tirando de las maromas de uno y otro extremo de la red que barría toda la pesca que estaba en su camino. Yo iba tirando siempre tras mi padre, al que recuerdo siempre vestido con un bañador negro de punto y con tirantes. Cuando se llegaba a lo alto de la playa, se soltaba la cuerda y bajabas corriendo hasta la orilla del mar para comenzar a tirar de nuevo. Al acercarse el fondo de la red a la orilla dos o tres pescadores armados de remos comenzaban a apalear con fuerza el agua para marear al pescado que bullía intentando salir de la red. Una vez en la playa se recogía el pescado y el marisco, y siempre nos daban la " parte " por ayudar. Como es lógico a nosotros nos dejaban participar por mi padre, porque poca fuerza se podia hacer con 7 u 8 años de edad, aunque poníamos todo el empeño en ello. Y así ibamos muy ufanos donde estaba nuestra madre en medio de los demás veraneantes para enseñarle la merluza o el centollo que nos había correspondido por participar.
Había dos patronos que pescaban con boliche, El Toniño y el señor Agustín. A mi padre siempre le gustaba ir con este, un abuelo con barba blanca, siempre sonriente y al que le faltaban dos dedos de una mano que, según contaba, los perdió mariscando percebes cuando era joven. Vivía en una de las casas mejores del pueblo, a espaldas de la playa y muy cerca del Castillo que no era más que una bóveda de piedra, restos de un torreón que protegía la entrada de la ría.
Uno de los veranos murió el señor Agustín y se montó el velatorio en su casa. Fuimos allí con nuestros padres y la vivienda era un hervidero de gente. En la habitación de recibir estaba el ataud con el muerto tan solo iluminado por unas cuantas velas y su mujer rezando a su lado. Pero el resto de la casa estaba llena de gente y de la cocina salían continuamente cafeteras humeantes, fuentes con comida y botellas de vino y de aguardiente para que la gente pudiese resistir toda la noche en vela. Me produjo una impresión enorme ver a todos reir, contar chistes y jugar a las cartas, comiendo y bebiendo, mientras la mujeruca lloraba sola en la sala.
Como las relaciones con la familia de mi padre no eran muy boyantes, alquilábamos las casas de las Huetas, una pareja de hermanas mayores que durante el verano dejaban su vivienda para los veraneantes y se tresladaban a otra más pequeña situada casi al aldo. La mayor, Antonia, era soltera, siempre con los lentes de concha en la punta de la nariz y una bota alta para compensar su cojera. Se ganaba la vida como de modista y a mi me gustaba mucho pasarme a la casa que ocupaban para jugar con los carretes de hilo y los botones y a veces me dejaba trastear con la máquina de coser, de esas pequeñas, de sobremesa que en lugar de pedal llevan una rueda a un lado que había que mover con mucha rapidez para dar los pespuntes. La otra, Manola, era una mujer siempre muy callada, siempre con una sonrisa muy triste en los labios, siempre vestida de negro, con el pelo blanco muy rizado, que trabajaba en el puerto por las noches y en la Cerámica de Sada durante el día y que en el resto del tiempo libre llevaba todo el peso de las labores de la casa.
Frente a nuestra casa estaba el sitio más importante de Fontán: la tienda de Manoliño y Josefina, una especie de grandes almacenes donde lo mismo te vendían una libra de patatas que una gaseosa o un par de zapatillas. Pronto descubrimos que también vendían sedal y anzuelos para pescar, así que nos aficionamos a bajar a las escolleras del puerto para intentar pescar alguna faneca o algun panchito despitados, pero no dábamos abasto a comprar más material porque se nos quedaban las líneas enredadas entre las rocas y subíamos corriendo a la tienda a reponer existencias. Menos mal que era al fiado. El problema es cuando Manoliño le pidió a mis padres que saldaran una deuda de la que no tenían constancia. La solución fué la tipica en estos casos: cobró Manoliño y también cobramos nosotros.
El momento álgido del día era después de la cena cuando encendían la tele en blanco y negro que presidía la tienda. Todos nos agolpábamos en los bancos corridos a lo largo de las paredes y si había un poco de suerte, nos compraban una gaseosa con bola de cristal. En el centro de la tienda, entre la tele y el mostrador se sentaba Josefita en un taburete y el marido se acomodaba sobre ella: " que bien estoy en mi Flex " decía Manoliño todas las noches mientras veíamos a Hertal Frankel o a Torrebruno. En esa época me enamoré de Mina y de Rita Pavone.
Un día vino mi padre muy animado porque le prestaban un bote para ir al calamar. Nos armamos con las poteras, esos anzuelos en forma de sombrilla invertida y como me imaginaba que pescaríamos montones de calamares llevé casi a rastras un caldero
de cinz que esperaba traer a rebosar. Mi padre remó hasta el centro de la ría y nos pusimos a pescar. El método era muy simple. Menear continuamente y de modo alternativo los brazos para que los calamares fuesen atraidos hasta el brillo que daba la potera al subir y bajar rápidamente en el agua....pero o no había o los de la zona eran ciegos porque, después de estar toda la tarde moviendo los brazos volvimos a casa con el caldero vacío y el rabo entre las piernas.
Coronando el pueblo, al final de la cuesta que unía el puerto con la carretera de Sada, estaba la casa de la tía Juanita. Era un edificio de dos plantas de principios del siglo XX que estaba pintada de rojo y la rodeaba una tapia muy alta del mismo color que la vivienda y que llegaba hasta los acantilados de la playa. En la parte delantera, tras la cancela totalmente cubiertas de hortensias estaba la entrada principal. Un largo pasillo con unos curiosos baldosines de colores y unas cenefas de pollitos amarillos daba paso al patio y a una huerta enorme que abrazaba la tapia. En primer lugar unos manzanos con unas manzanas pequeñas, amargas y deliciosas que teníamos prohibido comer, salvo las que estaban caidas en el suelo. Por eso nuestro mayor sueño era robar las del árbol a escondidas cuando no nos veía la tía Juanita sentada en la mecedora de la galería o el diablo de la Geles escondida tras las cortinas de la cocina. La tía Juanita era muy mayor, siempre vestida de negro, con un moño ceñido por una redecilla y el cuello siempre cerrado con una gargantilla de seda negra y un camafeo de azabache a diario que cambiaba por otro de marfil los domingos y las grandes fiestas del Señor. No sé muy bien el grado de parentesco que tenía con mi padre pero solo sé que había que tratarla con mucha ceremonia porque, por lo visto, tenía mucho dinero que había ganado su marido en Cuba. Mi otra tía Juanita, la hermana de mi padre, era ahijada suya y tanto a sus hijos como a nosotros nos obligaba a ser formales y no molestarla, tal vez con la vaga esperanza de herederla un día.
Por una gran escalera se subía a la segunda planta y todo el frente norte de la casa lo ocupaba una gran galería donde pasaba las horas muertas la tia Juanita y, si estaba de buenas, nos dejaba sentar en las mecedoras de caoba con un respaldo de rejilla que había traido su marido de La Habana.
Pero la reina de la casa no era ella, sino la Geles, una criada que había venido a cuidarla de la finca que tenían sus caseros allás por Oleiros. Era una enana no más alta que nosotros, coronada por unos rizos cobrizos de permanente, los labios encendidos por el maquillaje y las mejillas cubietas de colorete. Todo eso hacía resaltar su cara de gnomo, con un punto de malicia o de maldad, que nos daba verdadero respeto. Controlaba la casa, a la tia y a los colones que llevaban sus tierras y había que tener muchísimo cuidado con ela pues a la mínima se enfadaba, dado su sumo grado de susceptibilidad. Y la amenaza siempre era la misma, dejar sola a la señorita sin nadie que la cuidase.
Los domingos Geles se maquillaba todavía más, se emperifollaba como una mona y se vestía con colores chillones, se calzaba guantes de seda en verano y de piel en invierno y se iba a pasar la tarde a Sada, carretera adelante, saludando con malicia a todos los que se cruzaban en su camino. Una vez en Sada iba al cine a la primera sesión porque con la entrada regalaban otra para el salón de baile que había tras la iglesia.
Y al acabar la película iba derechita al baile, se sentaba en uno de los palcos, apoyaba las manos sobre la barandilla y se quitaba el guante de la mano izquierda manoteando continuamente para que le viesen que llevaba reloj de pulsera como las señoritas. Y todas las noches volvía a casa rumiando la rabia porque, dada su estatura, nunca nadie le ofrecía baile.
Curiosamente, a pesar de ser un pueblo bastante grande, Fontán no tenía iglesia y los domingos nos tocaba ir a misa a la parroquia de Sada o la ermita que estaba a mitad de camino. Ahí era donde más nos gustaba porque no teníamos que ir tan bien vestidos y como el camino era por el monte, tras pasar la fuente y los lavaderos podíamos ir jugando y cogiendo moras de las zarzas. Una de las mañanas de agosto subíamos hacia la ermita detras de un par de chicas muy bien vestidas, revoloteando como mariposas en sus vestidos de colores con las faldas acampanadas por los tu-tus alimidonados, calzadas con altos zapatos de tacón. Hablaban muy finas, en francés y no paraban de reir. De pronto una de ellas, metió el pié en una zanja y se fué de bruces al suelo y se acabó el frances: " ay carallo, que me esfarrapo "
La abuela Maria, Doña María para ser más exactos, era la madre de mi padre y veraneaba en la casa de la calle de abajo con el resto de sus hijos. Ese lugar nos estuvo prohibido durante mucho tiempo dadas las malas relaciones que mantenían mis padres con ellos y apenas si cruzábamos por delante, aunque era el camino más corto para llegar a la playa. Mi abuela se pasaba las horas muertas sentada en una mecedora en la calle, con el bastón a mano para usarlo como arma arrojadizada contra los gatos, después de que uno entro en casa y logró merendarse al canario que colgaba tan tranquilo en la jaula casi cerca del techo. Gato que aparecía, el bastón iba detrás.
En esa casa, una vez muertos la abuela y mi padre, pasamos los últimos veranos ya cerca de mi adolescencia. Nos correspondía un mes del verano alternando con las hermanas de mi padre, ya que todavía no se habían hecho las partijas. Era una casa pequeña, de tres plantas pero yo tuve la gran suerte de que se me destinara la última. La formaba una única habitación muy espartana, con el piso de madera muy blanca y gastada por tantas manos de lejía, con dos camastros de hierro cubiertos con mantas del ejército y que tenía las ventanas colgadas encima mismo del mar. Recuerdo las maravillosas siestas, aletargado por el calor, con las moscas zumbando y descubriendo mi cuerpo. Horas de placer seguidas de breves instantes de arrepentimiento que no llegaban nunca hasta la siguiente exploración de mi piel.
Todos recordamos una persona a la que sin saber por que nos apegamos. Daniel fué eso para mi. No sé muy bien como nos hicimos amigos, pero recuerdo que vivía muy cerca de nosotros, en una de las casas de pescadores que había en la cuesta. Su madre estaba feliz de que Daniel se hiciese amigo de uno de los hijos de los veraneantes y siempre que pasaba por su casa me hacía entrar para hacerme comer un trozo de bizcocho con sabor a anís.
Pronto nos hicimos inseparables a pesar de la diferencia de edad, porque era dos o tres años más joven que yo. Incluso dejó de jugar al futbol en la playa, porque a mí no me gustaba. Cuando bajaba la marea nos íbamos a la Pena d´ Erba a través de las rocas de la playa para buscar minchas o remover la arena para recoger almejas. Era especialista en pescar pulpos: ponía la pierna delante de una de las cuevas de las rocas donde podía ocultarse un pulpo en la marea baja y la agitaba. El pulpo lanzaba los tentáculos y se enrollaba en la pierna fijando sus ventosas sobre la piel, pero con mucha destreza lo soltaba, le daba un par de golpes fuertes contra las rocas y lo guardaba en el caldero. No le importaba tener siempre las piernas llenas de moratones.
Todas las tardes pasaba por el callejón que había detrás de casa de la Cuetas y daba un silbido. Yo me escabullía diciendo que no quería hacer la siesta y nos íbamos los dos hasta el castillo para empezar las correrias. Me gustaba mucho bajar a la playa a esas horas porque no había nadie y podíamos revolcarnos en la arena. Como no daba el sol, la arena estaba fría y seca. Era maravilloso hundir los piés en esa y sentir como se metía el frío a través de la piel y ver saltar las pulgas de la arena, casi transparentes.
Otras tardes nos íbamos por los caminillos que bordeaban los acantilados de la playa a tumbarnos al sol en algun prado entre las leiras de berzas o de maíz. No sé como empezó todo, pero un día comenzamos a explorarnos los cuerpos, a tocarnos los sexos y a partir de entonces fué una constante. Se acabó la playa y los correteos por los prados. Cada tarde nos íbamos al mismo lugar, un ribazo cubierto de hierba que bajaba desde la tapia trasera de la finca de la tapia de tia Juanita, con el mar al fondo y nos faltaba tiempo para bajarnos los pantalones y hurgar en el sexo, acariciarnos sin parar y excitándonos sin llegar a eyacular todavía. Cualquier sitio nos valía y cuando estábamos juntos institivamente buscábamos un rincón donde ocultarnos. Recuerdo una de las veces escondidos en una de las barcazas abandonadas en el puerto donde nos pilló mi hermano mayor y las pobres escusas que pude balbucir y los chantajes por los que tuve que pasar para que no lo contase a nadie.
Todos los veranos sin faltar uno llegaba Franco con toda la parafernalia correspondiente, porque el General Patas Cortas iba a descansar de sus graves responsabilidades de Padre de la Patria en la privacidad del Pazo de Meirás, regalado por todos sus paisanos agradecidos por sus múltiples desvelos. Las malas lenguas decían que se lo habían arrebatado a los herederos de la Pardo Bazán y que de donativos voluntarios, nada.....pero todo el mundo lo deciá con la lengua sorda porque había soplones por todas partes.
Con Franco llegaba el " Azor ", su yate que ahora yace en el secano de las afueras de un mesón en tierras burgalesas. Y trás el yate venía toda su corte de pelotas, policias y demás. Los días que tenía pensado embarcar para ir a la pesca de esos inmensos pescados a los que después colgaban de la cola para que pudiese fotografiarse a su lado tocado con la gorra de petrón de yate y ser primeras planas de los diarios nacionales y de los reportajes del " No-Do", no se movía una mosca entre el pazo y el puerto sin que lo controlase la secreta. En todo el litoral que iba desde el puerto hasta las cercanías del pazo se colocaban los guardiaciviles, apostados con sus mosquetones entre los matorroles, arropados por los capotes verdes y aguantando horas y horas a pié firme hasta que desembarcaba de nuevo el generalito.
Una tarde Dani y yo nos fuimos a buscar moras al Monte do Pobre que como todo el mundo sabes, estaba al lado del Monte do Rico. Un bosque de eucaliptos enormes a la orilla del mar, camino de la playa de Arnela, con el suelo cubierto de grandes helechos y donde había las moras más grandes porque esa zona apenas se pisaba. Después de llenar el caldero de moras nos sentamos en un rincón y nos pusimos a jugar como teníamos por costumbre. Cuando más enfrascados estábamos en el juego, de pronto se abrieron los matorrales y apareció un gorro de charol negro, bajo el cual había unos ojos curiosos, in inmenso bigote y un capote verde. " Rapaces, que facedes.....". El caldero de moras salió rodando, nos subimos los pantalones como pudimos y salimos del monte como si nos siguiese la Santa Compaña en pleno.
Al año siguiete, nada más llegar a Fontán fuí en busca de Daniel. Pero algo había cambiado, imagino que la verguenza, o el miedo. No sé. Estaba jugando al futbol en la playa con los mayores e hizo que no me veía. Esperé pacientemente a que terminara el partido para hablar con él, pero en cuanto terminó recogió la camisa y las alpargatas de la arena y salió corriendo sin decirme nada. Hice algún intento más de acercarme a él, pero fué en vano. Era mi primer desengaño amoroso.

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