martes, agosto 28, 2007

el rocho


De pronto, en medio de una conversación trivial, se desliza una palabra que no has oido desde hace muchísimos años y, sin saber por qué, te produce una conmoción importante y afluyen cascadas de recuerdos que creías totalmente olvidados.
Va Lola y dice " cuando era la novia de mi marido como no estaba muy mal visto vivir juntos sin casarse, me fuí a la casa de su abuela, una mujer de pueblo que vivía en una buhardilla cerca de la muralla, en una casucha que no tenía ni baño. Solo una especie de palangana que se acoplaba sobre el water y que hacía los papeles de bidé. Lo peor es cuando tenía que subir a buscar leña al rocho....".
El rocho, " o rocho " es una especie de cuartucho que bien puede estar en el portal o en el desván y en donde se amontona la leña, las piñas y el carbón para la lumbre, los trastos viejos, el saco de las patatas en un rincón, los cascos de botellas vacías o los botes de cristal con el tomate del año en conserva. No solía tener luz y las telarañas colgaban como lamparas del techo.
No había vuelto a escuchar esa palabra desde niño y me pasé todo el día rumiándola y ya, en la cama por la noche, sin poder dormir, todos los miedos de la infancia van haciendo su aparición progresivamente. Ese era el sitio aterrador con el que te amenazaban en caso de portarte mal y allí, cerrado a oscuras, temblabas oyendo el roce de las patas de los ratones corriendo libremente entre tus piés, sin atrever a moverte del rincón para no rozar la cara con las telas de araña, deseando oir las chancletas de tu madre en la escalera, el chirriar de la llave en la cerradura y la puerta que se abre dejando asomar la luz del pasillo para volver a casa, una vez cumplido el castigo.
Dos sitios me llenaban de miedo. Uno, el rocho, el lugar inmediato dondo podían encerrarte si hacías algo mal y que estaba muy a mano, al final de la escalera. El otro era más lejano y casi desconocido físicamente. Tal vez por eso producía una mayor angustia. Era el Reformatorio de Calde, donde encerraban a los pequeños delincuentes como paso previo a la carcel y que estaba lleno de asesinos en potencia que habían desobecido a su pobre madre. " Como sigas estudiando mal y se vuelvan a quejar de ti en el instituto, te mandamos al coreccional y a saber cuando saldrás ". Por eso, alguna vez que pasamos en coche por la carretera que bordeaba la finca, aguantaba la respiración y sudaba de miedo no fuese que mi padre le dijese a Tomé que parase el coche y me dejasen allí.
El miedo a la noche, a los sitios cerrados. Y el recuerdo de las tardes de verano, en el desván de mis primos cuando íbamos a de veraneo a La Coruña, todos los críos apiñados en los catres de campaña las tardes de tormenta y lluvia, en las que la playa estaba vedada. El desgranar de los cuentos de terror, de los aparecidos, el sacamantecas que engañaba a los niños con caramelos para chuparles la sangre y quitarle los untos. Por eso, yo que siempre he sido gordo, tenía especial miedo a ese personaje. En el momento de mayor tensión, siempre había uno que daba un golpe fuerte contra el suelo y todos chillábamos de miedo y más de un cerco de orina aparecía sobre las mantas cuando nos levantábamos, cada uno en busca de su nido.
Y esa puerta ciega en el pasillo de mi tía. Una puerta con ocho cuadrantes de cristal cubiertos con papel de colores oculta tras una cortina de paño grueso y con un arcón delante donde se guardaban las mantas. Una vez separé el baul a duras penas y ví que tras la puerta no había hueco alguno, sino una pared enlucida de yeso. Pero allí decían mis primos mayores que habían enterrado a unos moros durante la guerra y que los rumores que oíamos a través de la higuera de la solana las noches de ventarrón, eran el realidad los lamentos de los moros enterrados en vida nadie sabe a causa de que crimen cometido.

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