sábado, junio 30, 2018

Noche de san Juan en el viejo casino



Cada día que pasa entra menos gente en el viejo Casino de Labradores. Todo se ha ido haciendo viejo poco a poco: el descolorido papel de las paredes, la pintura cuarteada de los balcones que se abren a la plaza, las polvorientas cortinas que han ido adquiriendo ese color de ala de mosca propio de las telas ajadas, color que han contagiado a los viejos sillones medio desfondados que vegetan colocados de cualquier modo cerca del piano de pared, uno de cuyos candelabros parece haberse desmayado por el paso del tiempo. Todo se ha hecho viejo, en especial las personas que todavía acuden al casino a media mañana o a la hora del café, para dejar pasar las horas mientras parecen querer mimetizarse con el mármol amarillento de los veladores. 







Lo único que se encuentra vivo, bueno, que no está agonizante, es la sala de la planta baja a la que los socios llaman pomposamente el  Gran Café. El zumbido de las moscas, la cafetera que resopla asmáticamente, el golpe seco de las fichas del dominó contra las mesas, las voces cansinas de los clientes, alguna maldición ahogada cuando alguien pierde la partida, los pasos cansinos de Felipe el camarero que echó los dientes tras la barra y que cuando cruza la sala con la bayeta doblada al brazo y la bandeja a media asta parece estar atravesando el desierto de Gobi. 
Pero arriba, en el salón de baile reina la tranquilidad más cansina. Ocupa prácticamente toda la planta principal y sus ventanales, ahora en penumbra por las persianas venecianas que no se recuerda ya cuando se han abierto de par en par por última vez, se abren a la plaza mayor. La poca luz que entra es tamizada por el ajado brocado de las cortinas.







 En los dos lados del salón cuelgan una docena de grandes espejos enmarcados por molduras doradas, que dejan asomar el azogue mostrando fantásticas figuras. El suelo de baldosas blancas y negras formando un ajedrezado se comba en unas zonas y en otras se va hundiendo suavemente lo que añade más emoción a las raras noches de baile, en las que las parejas no solo se deslizan sino que parecen navegar como veleros. 
En el frente del salón está el estrado de nogal y tras él  cuelgan un par de cuadros con los retratos desdibujados de próceres locales que parecen mirarnos no sé si con con desgana o displicencia, con las manos posadas en su oronda tripa. En medio hay colgado un viejo y anacrónico reloj de cocina verde que parece haberse parado a las cinco menos veinticinco pero que, de pronto avanza un par de minutos para quedarse quieto en seco de nuevo, mientras sus agujas parecen ensayar una desmayada reverencia.








En un rincón duerme su sueño de abandona una pianola y sobre ella, medio recogida, hay una vieja bandera republicana abandonada en algún mitin.
En lo más profundo de los espejos duermen imágenes de días de esplendor del casino. Los mítines que se celebraban a lo largo de la República con los fantasmas de los puños en alto, de las fiestas de sociedad posteriores, cuando las señoritas de lo más " granado de la sociedad " vestían sus primeras galas de mujer durante la época de la dictadura, los nuevos puños en alto cuando la rosa de los socialistas todavía no se había convertido en una falsa flor que tanto engaño y desilusión ha dejado tras ella, los bailes de carnaval en las que todos podían transgredir hasta lo más sagrado sin que nadie se escandalizase.










La noche de san Juan todo se transforma. Las baldosas del suelo se nivelan, las cortinas y tapicerías de las sillas recuperan todo su brillo y suavidad, el piano desgrana solo mazurcas y pasodobles, los próceres de los retratos parecen más jóvenes y esbeltos, los marcos de los espejos brillan como si acabaran de ser dorados y su superficie refleja todo sin un fallo y las manchas de azogue se convierten en aquellos personajes que antaño fueron felices en este salón. Y las luces brillan como si fuese pleno día.








Pasan camareros con las bandejas en alto ofreciendo granadina y limonada fresca, en los rincones se forman tertulias en las que las madres observan a sus tiernos retoños que se dejan camelar por mocitos zalameros, junto al estrado hay un grupo de exaltados que, con el traje de faena del campo discuten de patronos y jornales, mientras alocados mascaritas corren entre los grupos soplando matasuegras y tirando serpentinas. 
La luz de la mañana comienza a colarse por los huecos de las persianas y todas las figuras comienzan poco a poco a desdibujarse mientras cruzan precipitadas despedidas. Cuando en la cercana iglesia de la Asunción comienzan a sonar las campanadas de las ocho se intensifica el cambio del escenario y para cuando suena la última todo a vuelto a su adormecida normalidad. Las figuras se han escondido en el azogue de los espejos hasta la próxima noche de san juan.







No hay comentarios: