domingo, abril 16, 2017

Un Jueves Santo de mi infancia

La semana santa de antaño no tiene nada que ver con la actual. Es sabido que la España de los primeros años del franquismo a lo largo de esos días no solo era gris, sino que se tornaba morada o negra. Los recuerdos que voy a compartir son de mediada la década  de los cincuenta cuando la situación era todavía muy dura, aunque yo no me podía quejar lo más mínimo porque pertenecía a una familia de las que habían ganado la guerra y todavía no me enteraba de nada. De todos modos, al crecer en un mundo gris y desconocer la existencia de toda la gama de tonos que integran el arco iris, hacía que me pareciese vivir en el mejor de los mundos posibles, como decía Cándido.








Si en la vida diaria había poca alegría, salvo la que ponía la radio o las vecinas que se desgañitaban por el patio de luces mientras tendían la colada, en la semana santa se acababa todo rastro de diversión. La radio se hacía aburrida, desparecían los discos dedicados  y " Matilde, Perico y Periquín " se callaban durante esos días y  hacía su aparición la música clásica lo que creo explica que a tantos nos costase superar el aburrimiento que en nuestro fuero interno asociamos a la música seria. Creo que la primera pieza de la que aprendí su nombre y que siempre asocié al tedio fue las " Siete palabras de Cristo en la cruz " de Haydn. Todavía es el día que me estremezco cuando oigo eso de "  Padre, perdónalos....".




Por aquellos años, mis seis o siete años de vida, vivíamos en una pequeña ciudad gallega. La única emisora de radio que se escuchaba en casa se volvía aburrida, los cines y cafés estaban cerrados por orden gubernativa y se nos hacía patente la prohibición de cantar o manifestar alegría, justo cuando nuestra garganta reventaba de ganas de ponerse a trinar...definitivamente, se echaba de menos el gris de cada día.
En medio de la semana estaba el jueves, un día un tanto extraño pues aún no había pasado lo que tenía que pasar, Cristo todavía no había muerto pero ya se barruntaba en el ambiente que el cataclismo se ceñía sobre nuestras cabezas.
A media tarde del jueves, una vez habían terminados los tediosos Oficios y con los " monumentos " montados en cada en cada iglesia, se comenzaba la ronda de visitas de las familias de bien a los templos.




Para hacer las cosas como marcaba la tradición era preciso visitar siete iglesias distintas a lo largo de la tarde o de la noche, salvo en el caso de las poblaciones pequeñas que no contasen más de uno o dos templos en los que tocaba entrar y salir hasta llegar al número marcado de siete.
Mi madre nos ponía a todos impecables, los pies aprisionados en los sarcófagos de Sagarra que habíamos estrenado el domingo de Ramos, la ropa más lucida escogida entre las prendas del exiguo vestuario, el pelo bien pringado con el fijador Neibo y la cara reluciente después de habérnosla frotado con esmero. Mi padre serio en su papel de cabeza de familia y mi madre hermosa como nunca, la cabeza cubierta con una pequeña mantilla de blonda negra por supuesto, las medias de seda con la costura bien recta, los zapatos de aguja y el indispensable rosario de nácar entre sus manos nos guiaban a los tres hermanos como un rebaño de corderos.



Normalmente iniciábamos las visitas por la catedral. Se formaban largas colas delante dela puerta de los templos para poder entrar, siendo preciso mantener  la compostura de niños de buena familia, sin gritar ni hacer tonterías durante la espera, porque iba a morir Jesús a manos de los perversos judios ...¿ o eran comunisto-masones ?. Si alguno nos desmandábamos una mirada torva de mi padre o un pellizco de monja de mi madre nos tornaba al buen camino. Los pies se  nos recocían dentro de los zapatos nuevos y procurábamos dar saltitos disimulados para aliviar la opresión de los pobres dedos. Una vez dentro nos quedábamos extasiados ante la belleza del monumento en el que la profusión de velas y flores nos concedía un mundo de luminosidad al que no estábamos acostumbrados, emborrachados entre el aroma de los lirios y el olor del incienso, mientras todas las imágenes de los santos permanecían tapadas por paños morados o negros, dejando entrever bultos amenazadores. Toda la familia formando una piña nos arrodillábamos, la cabeza gacha, las manos unidas, los pies intentando aliviarse de su prisión, mientras nuestro padre comenzaba a guiar la primera" estación " . Siete padrenuestros, siete avemarías y al final, en lugar del Gloria, mi padre decía
" Lau tibi domine "
y los demás repetíamos
" sempiterna gloria ".






Y a otra iglesia. Habitualmente las que organizaban los monumentos mas espectaculares eran los que tenían más visitas. De ahí que la entrada al Seminario Mayor o a las Salesas, requería mucha paciencia en la larga cola que serpenteaba ante sus puertas. Pero merecía la pena la espera para poder contemplar las filigranas de los tapetes bordados, o las imágenes creadas con flores y espigas...nunca faltaba el pelícano formado con flores blancas en cuyo costado las rosas rojas ponían una nota de sangre.
De vez en cuando mi madre paraba la expedición y se metía en un portal, a cuyo interior nos mandaba seguirla a uno de nosotros. Sí, mamá las medias estaban bien, la costura seguía recta como una vara y no se veía " carrera " alguna. Mi madre, ya tranquila, pasaba la punta del dedo humedecido con la lengua por las costuras, se erguía, se colocaba bien la mantilla y seguíamos la ronda.
La séptima parada era siempre en la iglesia de la Soledad, una pequeña capilla pegada a un costado de nuestra parroquia y en la cual se veneraba la urna de cristal en cuyo interior estaba la talla de un Cristo yacente con la cara amarillenta de rasgos tenebrosos y el cuerpo embadurnado de sangre. Allí, arrodillados ante su imagen, la cara vuelta hacia nosotros, la mirada perdida de sus ojos de cristal, parecía vigilarnos mientras mi padre dirigía la última estación.
Esa noche en la cama, con los pies molidos y llenos de rozaduras por efecto de los zapatos y la largacaminata y el corazón encogido por el recuerdo de la imagen del Cristo intentaba conciliar el sueño. Y lo peor de todo, me moría de ganas de cantar.

  





2 comentarios:

Anónimo dijo...

hola buenas tardes acabo de leer el relato y como siempre me ha gustado mucho me ha enfrascado en esa vida gris que yo , por suerte creo, no llegue´a vivir pero ue tantas personas reflejan en sus relatos y en sus cuentos y anécdotas de la época. Como todos los relatos en los que evocas tus años niños me has transportado unos 60 años atrás y me he puesto en la piel de aquél niño encorsetado en unos zapatos y en una vida que era incomprensible para su edad.
Un placer como siempre. y gracias

cal_2 dijo...

una vez mas gracias a ti por tu constancia en seguirme y en compartir mis relatos. un fuerte abrazo